Los años de García Márquez en París contados desde los versos de Rafael Escalona y George Brassens.
Gabriel García Márquez, el albacea, el intérprete de testamentos distantes. La tarde del 24 de diciembre de 1955, en París, entró a tomar un trago en el bar La Chope Parisienne del Barrio Latino. Había llegado en tren desde Italia, aburrido por las clases de un curso de dirección cinematográfica que dejó a medias en el Centro Sperimentale di Cinematografia en Roma. Tenía 28 años, usaba un bigote de bandolero mexicano y había adquirido la manía de apagar los incontables cigarrillos que fumaba con la suela de los zapatos. Esa víspera de Navidad llevaba puesto un abrigo de lana gruesa para protegerse del frío, de seguro el mismo con el que meses después soportaría la escritura de La mala hora durante las noches gélidas de su alcoba sin servicio de calefacción en el Hôtel de Flandre.
Cuando Gabo ingresó en el bar se dirigió a las mesas del fondo donde lo esperaba Plinio Apuleyo Mendoza junto a otros dos colombianos. Una de sus primeras acciones en Francia había consistido en contactarse con Mendoza, a quien ya había conocido en 1948 en los tiempos del ‘bogotazo’. Ahora, en aquel local oscurecido por la bohemia parisina de la posguerra, ambos amigos hablaban de periodismo y literatura. Probablemente Colombia también fuera un tema de conversación en esa mesa: Rojas Pinilla, el golpe, la oligarquía bipartidista. Lo cierto es que al final, faltando poco para el anochecer, Mendoza le hizo a Gabo una propuesta encantadora: ir a pasar la Nochebuena en casa de Hernán Vieco, un arquitecto antioqueño que vivía en un apartamentico de la rue Guénégaud con vistas al río Sena. Gabo aceptó. Uno de sus biógrafos oficiales, Gerald Martin, narra que luego de cenar una porción de cerdo asado bañado en vino tinto de Burdeos, el escritor colombiano agarró una guitarra y comenzó a cantar los vallenatos de Rafael Escalona. Así que no es tan difícil imaginárselo con el instrumento sobre las piernas, los ojos cerrados en el punto más sabroso de la fiesta, entonando:
Adiós morenita, me voy por la madrugada,
no quiero que me llores porque me da dolor.
Paso por Valencia, cojo la sabana
Caracolicito y luego a Fundación.
Y entonces me tengo que meter
en un diablo al que le llaman tren
que sale y por toda la zona pasa
y de tarde, se mete a Santa Marta
Se trataba de “El Testamento”, un vallenato que compuso Escalona cuando viajó de Valledupar a Santa Marta para estudiar en el Liceo Celedón. Nadie puede confirmar que sea precisamente esa la canción que cantó Gabo aquella noche, pero no cuesta nada suponerlo. Un colombiano lejos de su novia y de su tierra, que acaba de atravesar en tren la Europa Occidental en pleno invierno, con la nostalgia intacta y seis cuerdas de guitarra entre los dedos. Bajo esas condiciones, sólo es concebible un testamento, una declaración de voluntad Caribe que derrita con versos del trópico el hielo decembrino de las navidades vividas en el exilio.
Algunos meses más tarde, saliendo de un cine por la noche, una patrulla de policía detuvo a Gabo en la calle. Lo metieron a empujones en una camioneta blindada y lo llevaron preso hacia la comisaría más próxima. Era la época en que Argelia libraba su guerra de independencia contra Francia y la fuerza pública ejercía brutales controles policiales en busca de rebeldes. Cuando arrestaron a Gabo, creyeron que era argelino. Los argelinos que Gabo encontró en la celda de la comisaría también pensaron lo mismo. Décadas después, el miércoles 11 de noviembre de 1981, García Márquez escribió una columna para El País de España en la que se refería a aquella noche en la comisaría: “los policías, en mangas de camisa, hablaban de sus hijos y comían barras de pan ensopadas en vino. Los argelinos y yo, para amargarles la fiesta, estuvimos toda la noche en vela, cantando las canciones de Brassens contra los desmanes y la imbecilidad de la fuerza pública”.
Entre el repertorio de canciones de George Brassens se encontraba una llamada “Le Testament”. Gabo la había oído por primera vez en la casa de unos amigos franceses en la rue Chérubini. Desde entonces, había memorizado cada una de sus seis estrofas, al principio sin saber siquiera qué significaban pero luego, cuando pudo adaptarse al francés, “Le Testament” era entonada con la consciencia de su belleza en un París en donde las parejas todavía se besaban sin término en los parques y paraban el tráfico para seguirse besando en la mitad de las calles.
Reconstruyo la escena. Una madrugada cualquiera, una cárcel, un escritor colombiano confundido entre argelinos simpáticos. Por el espacio vertical entre los barrotes, los rebeldes y Gabo corean un testamento como forma de protesta:
S'il faut aller au cimetière, Si hay que ir hasta el cementerio
J'prendrai le chemin le plus long, tomaré el camino más largo,
J'ferai la tombe buissonnière, me ausentaré de mi tumba,
J'quitterai la vie à reculons... dejaré la vida a empujones…
Tant pis si les croqu'-morts me grondent, Tanto peor si los enterradores me regañan,
Tant pis s'ils me croient fou à lier, tanto peor si me creen loco de atar,
Je veux partir pour l'autre monde yo quiero partir para el otro mundo
Par le chemin des écoliers. por el camino de los estudiantes
El primer testamento, el de Rafael Escalona, había sido invocado para amenizar una fiesta de Nochebuena. Ahora el segundo, el de Brassens, estaba siendo interpretado para amargarles la fiesta a los policías. Las jugarretas del destino. El vals de los contrarios. Nadie como García Márquez para enlazar en una misma ciudad todas las sílabas de dos testamentos tan disímiles, separados por el espacio y el idioma. Él, que siempre puso palabras de encargo y despedida en boca de sus personajes condenados a muerte, fue escogido por los dioses para protagonizar una de las tantas singularidades que nos ofrece la historia y que a veces no advertimos por culpa del olvido, la rutina y la peligrosa idea de que toda coincidencia en esta vida es sólo pura suerte.
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