Diseño de Ilustración Julio Villadiego / Fundación Gabo
Lectura

Manuel Zapata Olivella, la buena estrella de García Márquez

Los aportes de Manuel Zapata Olivella a la formación cultural del joven Gabriel García Márquez.

Créditos: 
Diseño de ilustración Fundación Gabo / Julio Villadiego
Orlando Oliveros Acosta

En 1955, cuando publicó su colección de relatos China, 6 a.m., a Manuel Zapata Olivella no le pagaron con plata sino con libros. Su editor de entonces, Samuel Lisman Baum, le entregó quinientos ejemplares de La hojarasca y se perdió luego en las calles lúgubres de Bogotá. Aquella era la primera novela de Gabriel García Márquez, la misma que había sido rechazada por la Editorial Losada tres años antes y que ahora, sin mucho éxito, la ofrecían por cinco pesos en las librerías de la capital. De modo que Zapata Olivella había adquirido un botín incierto. Durante años, mientras exploraba el mundo, vendió uno por uno estos ejemplares hasta convertirlos en el dinero que tendría que haber recibido por sus derechos de autor. Fue, más que un mal negocio, un gran favor, porque así había repartido por tres continentes la literatura de un buen amigo, que entonces prometía como escritor pero que se espichaba en las ventas.

Algunas décadas más tarde, Zapata Olivella pensaría en esta anécdota y concluiría que siempre había estado en el sitio oportuno para hacerle favores a García Márquez. Más aún: que él, incansable promotor de la cultura colombiana, había sido para el futuro premio nobel un heraldo de la buena suerte.

En sus memorias, Vivir para contarla, García Márquez describió a Manuel Zapata Olivella como un hombre de oficios diversos: médico de caridad, novelista, activista político, difusor de la música caribe. Sin embargo, aclaró Gabo, “su vocación más dominante era tratar de resolverle los problemas a todo el mundo”. Incluido él, por supuesto. Se habían visto por primera vez en Bogotá cuando  estudiaban en la Universidad Nacional. Gabo, con veinte años, cursaba Derecho y Zapata Olivella, con veintisiete, Medicina. El encuentro se había dado a finales de 1947 en la esquina de la carrera Séptima con la avenida Jiménez de Quesada. Varios rasgos comunes hicieron que la química fuera inmediata: habían nacido en el Caribe, muy lejos de aquel frío abominable, odiaban el gris de las calles, pensaban como hombres de izquierda y amaban la literatura. Los biógrafos dirían después que a los dos los habían parido en marzo bajo un aguacero apocalíptico que ahogó marranos y anegó traspatios. Aquella tarde bogotana, Gabo conversó sobre sus dificultades económicas y confesó que quería abandonar su carrera universitaria para dedicarse a la ficción. Zapata Olivella no lo previno ni lo apoyó, pero elogió los dos cuentos que él había publicado en El Espectador: “La tercera resignación” y “Eva está dentro de su gato”.

Fue en un segundo encuentro en Cartagena cuando en verdad le tendió la mano. La noche del 18 de mayo de 1948. García Márquez había estado vagando por el barrio Getsemaní cuando Zapata Olivella lo llamó desde un andén en la Calle del Espíritu Santo. Se alegraron de verse vivos luego de los disturbios del Bogotazo y pasaron la noche reconstruyendo las horas posteriores al asesinato de Jorge Eliecer Gaitán. En el momento en que Gabo recordó su decisión de convertirse en escritor, Zapata Olivella le recomendó que se volviera periodista.

— El periodismo no es mi oficio —dijo García Márquez.

— A la corta, periodismo y literatura terminan siendo lo mismo —respondió Manuel.

En contra de sus deseos, Zapata Olivella le consiguió una entrevista con Clemente Manuel Zabala, el jefe de redacción del recién fundado periódico El Universal. La cita quedó para el día siguiente a las cinco de la tarde. García Márquez rondó por la sede del periódico unas horas antes, espió el interior por las ventanas y se sintió intimidado con la visión que tuvo de Clemente Manuel Zabala. Así que a las 5:00 pm no estaba en El Universal sino en su cuarto de hotel, leyendo resignado Los monederos falsos de André Gide. Su lectura fue interrumpida por un manotazo de Zapata Olivella.

— ¡Vamos, carajo! —le gritó— Zabala te está esperando.

Casi a rastras, García Márquez entró a El Universal. Allí sería halagado por el jefe de redacción —había leído sus cuentos en El Espectador— y escribiría su primer artículo de prensa. El primero de cinco tomos gordos. En el número 381 de la Calle San Juan de Dios: la calle donde 46 años después estaría la sede de su Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano y, en ella, enmarcado como un diploma de graduación, la transcripción de un discurso suyo, titulado “Periodismo, el mejor oficio del mundo”.

 

El Caribe con Manuel

 

Cartagena, abril de 1981. Un periodista colombiano de la revista Coralibe entrevistó a García Márquez en el departamento de una de sus hermanas. “Nunca me he cansado de decir que Cien años de soledad no es más que un vallenato de trescientas cincuenta páginas”, dijo el escritor. Acto seguido comenzó una disertación sobre la música vallenata. El vallenato como género narrativo. La Escuela del Cesar, la Escuela de La Guajira y la Escuela Sabanera de Bolívar. Rafael Escalona y Pacho Rada. La leyenda de Francisco El Hombre y el vallenato urbano. El Festival Vallenato y la política. La Zona Bananera y los ritmos de Curazao. García Márquez parecía un erudito, un cirujano diseccionando acordeoneros y juglares. De pronto, en el momento en que su cátedra se enmarañaba de conceptos, hizo una pausa. Guardó silencio para darle espacio a su nostalgia y dijo:

— Es una de las mejores épocas de mi vida. Esa que viví en Valledupar. En ese tiempo yo iba por la Provincia con Zapata Olivella.

Se refería a los viajes que había realizado por el Caribe colombiano a mediados del siglo anterior. Empezaron en diciembre de 1949, después de que Zapata Olivella obtuviera el título de doctor. La tesis de grado, “La dialéctica aplicada al diagnóstico clínico”, sugería un interés por los pobres y los oprimidos. Por eso Manuel había escogido La Paz para hacer su año rural. Era un pueblito lleno de necesitados, a pocos kilómetros de Valledupar. En el trayecto hacia aquellas tierras del olvido pasó por Cartagena, se vio con García Márquez y le pidió que se sumara a la travesía. Ansioso por conocer la región de sus abuelos, el joven periodista aceptó la propuesta.

El 14 de marzo de 1950 Gabo publicó en El Heraldo una columna titulada “Abelito Villa, Escalona & Cía” en la que relató las historias de este viaje. Contó que Zapata Olivella y él habían parrandeado en Valledupar con Abel Antonio Villa, reconocido juglar de música vallenata, para quien “componer un merengue es como el que hace una jaula”. Abelito Villa les habló sobre Pacho Rada, otro mítico compositor del Magdalena, que cierto día fue detenido por un corregidor arbitrario y causó una revuelta desde la cárcel con el poder de su acordeón: conmovidos por las notas de su instrumento musical, los habitantes soltaron al preso y apalearon al corregidor. En retrospectiva, uno se pregunta si no fue esta la historia que inspiró el desacato de José Arcadio Buendía contra Don Apolinar Moscote cuando a éste lo nombran corregidor de Macondo en Cien años de soledad.

A través Zapata Olivella, la columna de García Márquez llegó a las manos de Rafael Escalona. “Escalona es hoy el intelectual del vallenato, y sus colegas de alpargatas y sombrerón alón están satisfechos de que así sea”, leyó el joven compositor. La mención le entusiasmó tanto que concertó una cita con García Márquez en Barranquilla. Se reunieron en el Café Roma, el jueves 23 de marzo de 1950. Gabo lo sorprendió desde el principio porque entró al café cantando “El hambre del liceo”:

Qué tiene Escalona

Qué tiene ese muchacho

dicen las personas cuando lo ven tan flaco,

pero es que no saben el hambre que se pasa

cuando el vallenato se sale de su casa…

De ese momento existe una fotografía a blanco y negro. Gabo, flaco como una escoba, lleva puesta una camisa de mangas largas y un cigarrillo entre los dedos de su mano izquierda. Escalona luce más elegante, con una camisa de cuadros escoceses tapada por un saco oscuro. Los detalles de su conversación fueron reseñados en una columna que García Márquez publicó al día siguiente en El Heraldo. Fue un gesto con el que Gabo se ganó la amistad de Escalona. Gracias a eso y a otros actos de camaradería, el compositor lo convidó a la casa de sus padres en Valledupar. Gabo viajaría en abril. Allá escucharía las historias de Clemente Escalona, el padre, que al igual que Nicolás Márquez, abuelo materno del novelista, era un veterano del bando liberal que había luchado en la Guerra de los Mil Días: uno de los tantos que seguía esperando la pensión que el gobierno les había prometido, como el pobre viejo de El coronel no tiene quien le escriba.

Los biógrafos afirman que entre 1951 y 1952 García Márquez realizó otros viajes similares por el Caribe colombiano en compañía de Zapata Olivella y Rafael Escalona. A veces se les unía el fotógrafo Nereo López. Juntos recorrieron Valledupar, Manaure, La Paz y otros municipios circundantes. Iban de plaza en plaza cazando juglares. García Márquez cargaba siempre con una libreta de notas. En ella copiaba el universo explosivo y melancólico de las parrandas.

Cuando no había una fiesta, ellos la creaban. Así ocurrió una noche en La Paz. Los tres amigos habían llegado al pueblo con la esperanza de oír los cantos de Juan López. El músico, sin embargo, había huido y los habitantes permanecían en un silencio espantoso. Veinte días antes la policía había asaltado La Paz, matando y quemando quince casas para dar una lección de autoridad. Gabo, Zapata Olivella y Escalona visitaron a Pedro López, hermano de Juan. Le pidieron que cantara algo para ellos y él respondió que estaban de luto y que todos los músicos habían clausurado sus instrumentos. Los amigos insistieron tanto que, al final, una mujer cansada del silencio convenció a la gente de que el luto no podía durar más tiempo. Estimulado por el espíritu combativo de sus vecinos, Pedro López sacó su acordeón y cantó. Poco a poco, fueron saliendo de sus escondites las cajas y las guacharacas, el ron y los tenderos, los borrachos y los puestos de fritangas, hasta que en La Paz se recuperó el son. Porque con la música crecen de nuevo las flores decapitadas por la tragedia.

No sabemos cuál es el tamaño exacto del aporte que Zapata Olivella hizo a la formación cultural de García Márquez en esta época. Pero podemos suponer que fue muy grande. Manuel había recorrido palmo a palmo el mundo y sabía tanto de él que era lo más cercano a Melquíades, el gitano vagabundo de Cien años de soledad. En 1943, con apenas veintitrés años, suspendió sus estudios de medicina para explorar el continente americano. En Panamá trabajó como obrero en la Zona del Canal y fue acusado de espía por los estadounidenses. Sufrió el hambre en Guatemala, donde lustró zapatos y lo noqueó un boxeador por quince quetzales. En México anestesió a suicidas y a toxicómanos, además de actuar como extra en la película Doña Bárbara. Vio en Los Ángeles el infierno a los pies de Hollywood, vivió con el poeta Langston Hughes en Nueva York y fue discriminado por su color de piel en muchos restaurantes del Sur. Cuando García Márquez viajó a su lado por los pueblos del Caribe debió sentir su vasta experiencia, el cúmulo de historias que caían de su cabeza como un racimo de plátanos.

Por si fuera poco, Zapata Olivella fue el responsable de la resonancia que el nombre Aureliano Buendía tendría en la obra de García Márquez. A finales de 1949, durante un encuentro en Cartagena, Manuel le entregó a Gabo un folleto escrito por su padre, Antonio María Zapata, en el que se narraban las gestas de Aureliano Naudín, un militar de la Guerra de los Mil Días. En sus memorias, Gabriel confunde a Naudín con otro coronel, Ramón Buendía —también sugerido en sus recuerdos trastocados por Manuel—, y explica que el “apellido había de seguir conmigo por siempre jamás”. Aunque es evidente que el coronel Aureliano Buendía es un personaje más complejo cuyos orígenes se remontan a diversas fuentes, lo cierto es que su nombre depende en mayor medida de este acontecimiento. Claro está, Naudín y Buendía no serán más gloriosos ni verosímiles que su compañero de ficción. Pues en la escritura de García Márquez, como en la de otros buenos autores, los seres imaginados triunfan con ventaja sobre los de carne y hueso.

 

Una estrella en el telón de acero

 

En la bandera de la Unión Soviética, sobre el martillo y la hoz, había una estrella que García Márquez descubrió vacía. Su resplandor tenía algo anodino, como el brillo de las latas en los vertederos. Fue una decepción que el escritor sufrió en 1957, cuando se adentró en los países del Bloque Socialista y lo único que alumbró fue la solidaridad de los hermanos Zapata Olivella.

El 18 de junio de 1957, en París, García Márquez se embarcó en un Renault 4 junto al periodista Plinio Apuleyo Mendoza y su hermana Soledad rumbo a la Alemania Oriental. Vieron las calles tristes y pordioseras de Leipzig, y se pasearon por las penumbras, casi bíblicas, de Berlín Oriental. Estaban estrellándose contra el muro del desencanto. No obstante, para no formarse una idea equivocada de lo que era el comunismo, decidieron visitar otros países del Este, aprovechando el VI Congreso Mundial de la Juventud que se celebraba en Moscú. El problema entonces era el visado a la Unión Soviética, que a García Márquez ya le habían negado en cuatro ocasiones por no tener un respaldo oficial.

Gabo, Plinio y Soledad estaban de vuelta en París, pensando cómo ingresar a aquella inmensa nación de antiguos zares, cuando pasó por la ciudad el conjunto folclórico de Delia Zapata Olivella. Integrado en su mayoría por negros cimarrones de San Basilio de Palenque, el conjunto había sido invitado al Festival de Moscú. Manuel Zapata Olivella estaba allí, enmascarado como un “domador de fieras”. Él les dijo a Gabriel y a Plinio que podían unirse a la agrupación, suplantando a un saxofonista y a un acordeonero que se habían quedado en el camino. Gabo no tocó el acordeón, pero tocó la caja, y cantó con la voz meliflua que había usado el año anterior para ganarse unos francos en las noches parisinas del club L’Escale.

Fueron cuatro días de viaje en el que atravesaron Berlín, Praga, Bratislava, Kiev y Moscú. Zapata Olivella entonó con ellos diez o doce vallenatos esenciales. Aquello era, en un fenómeno que no hubiera podido concebir Ernest Hemingway, una auténtica fiesta movible.

Dos años después, en octubre de 1959, García Márquez le preguntó a un primo suyo qué novelistas colombianos andaba leyendo.

— A Manuel Zapata Olivella… He visto la noche.

— Sí, sí —respondió Gabriel y añadió una frase que parecía fijar al autor en el firmamento de su propio título—: El negro es bueno.

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