La amistad entre Álvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor, Ramón Vinyes, José Félix Fuenmayor y García Márquez desde los artículos y libros de Gabo.
Los cuatro discutidores: así llamaba el narrador de Cien años de soledad a los amigos de Aureliano Babilonia que se reunían en la librería del sabio catalán a despotricar sobre literatura, filosofía e historia. Sus nombres eran Álvaro, Germán, Alfonso y Gabriel, y se consideraban los lectores más ávidos de Macondo. Llegaban a la librería a las seis, siempre con un tema de conversación que continuaban en los burdeles del pueblo, especialmente en “la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre”.
Cuando Gabriel García Márquez creó estos personajes estaba pensando, sin duda, en sus mejores amigos de Barranquilla: Álvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor. Junto con Ramón Vinyes y José Félix Fuenmayor conformaron la tropa más destacada de la intelectualidad caribe a mediados del siglo anterior, un sexteto selecto que acabó ganándose el apodo de Grupo de Barranquilla.
Gabo los conoció en septiembre de 1948 durante un viaje a Barranquilla. Habló primero con Germán Vargas y Álvaro Cepeda Samudio, colegas de El Nacional, y estos le presentaron a Alfonso Fuenmayor, periodista en ese entonces de El Heraldo. “Teníamos tantas cosas en común que se decía de mala leche que éramos hijos de un mismo padre”, comenta García Márquez en Vivir para contarla. “Estábamos señalados y nos querían poco en ciertos medios por nuestra independencia, nuestras vocaciones irresistibles, una determinación creativa que se abría paso a codazos y una timidez que cada uno resolvía a su manera y no siempre con fortuna”.
Como el grupo de Cien años de soledad, este otro grupo de la vida real se reunía en diversas librerías y cafés alrededor de sus maestros: el dramaturgo catalán Ramón Vinyes y el novelista José Félix Fuenmayor. Por lo general, sus debates encarnizados también terminaban en los burdeles de la ciudad.
Desde el Centro Gabo, compartimos contigo las descripciones que García Márquez hizo de estos amigos suyos desde sus memorias y diversos artículos periodísticos:
El sabio catalán de Cien años de soledad. Fue un librero y dramaturgo barcelonés consagrado en la Enciclopedia Espasa desde 1924. Su caligrafía, su conocimiento enciclopédico y su forma de morir inspiraron los del personaje de la novela. El 24 de mayo de 1952, después de enterarse de su muerte en Europa, Gabo publicó en El Heraldo una “Jirafa” en su homenaje. La tituló “El bebedor de Coca-Cola”:
Vivía en un cuarto lleno de libros donde había además una cama, un ropero, un baúl, dos cuadros, un aguamanil, un escritorio y una máquina de escribir. Era el mecanógrafo más triste que he conocido. Y mal calígrafo, además. Pero con todo, se sentaba de tarde junto a la ventana, en piyama, a escribir obras de teatro y cartas para sus amigos de Europa. En los tiempos en que lo conocí (…) había armado con garrapaticas moradas, en catalán, tantos dramas como para llenar un baúl.
Se levantaba temprano. Por la mañana dictaba clases de historia y literatura. A las doce del día, venía al café a hablar en español con sus amigos colombianos y a tomar Coca-Cola. A las siete de la noche, volvía al café, a hablar en español con sus amigos españoles y a tomar más Coca-Cola. Los miércoles en la noche, hablaba, comía y tomaba más Coca-Cola en catalán con sus amigos catalanes. A donde todos llegaba arrastrando los pies, tratando de disciplinar el blanco mechón que le daba una pintoresca apariencia de bondadosa cacatúa.
Se consideraba el otro maestro del grupo y el más distinguido junto con Vinyes. Era el papá de Alfonso Fuenmayor. Dedicó su vida al periodismo y a la literatura. Cuando Gabo lo conoció ya había publicado un libro de versos, Musas del trópico, y dos novelas: Cosme, en 1927, y Una triste aventura de catorce sabios, en 1928. El 27 de mayo de 1950, García Márquez escribió una “Jirafa” sobre su narrativa corta titulada “José Félix Fuenmayor, cuentista”:
Había vacilado mucho antes de decidirme a escribir esta nota. Varios factores motivaron esa vacilación. El esencial, quizás: no podría decir exactamente qué es lo que más admiro en este escritor nuestro. Casi no sé decir por qué me parece extraordinario. Cuando leí “Un viejo cuento de escopetas” sólo pude crearme un juicio que, aunque positivo, es realmente vago: me pareció un gran cuento. Quienes estén más o menos adiestrados en la lectura de obras de este género –antiguas o modernas– pueden entender esto que tiene todas las apariencias de una perogrullada: un cuento puede ser un gran cuento simplemente porque a un buen lector le parece así: que es un gran cuento. ¿Por qué? Eso es lo difícil, pero quizás la respuesta pertenezca ya a otro orden: a la crítica. Yo entendería perfectamente a un lector de cuentos cuyo buen gusto me merezca entera confianza, si me dijera: “Este es un buen cuento porque sí”. Es eso, en pocas palabras, lo que me acontece con José Félix Fuenmayor.
Probablemente el mejor amigo de García Márquez. Con él llevó a cabo incontables aventuras. Trabajaron juntos en El Nacional hacia octubre de 1953: Cepeda Samudio dirigió la edición diurna y Gabo la vespertina. Juntos fracasaron en esa empresa. Cuando murió de un cáncer en 1972, García Márquez escribió una carta a Alfonso en la que decía: “Bueno, Maestro, ésta es una vaina muy jodida para decirla: Estoy hecho una mierda, en un estado miserable de desconcierto y desmoralización y por primera vez en mi vida no encuentro por dónde salir”. Dieciocho años antes, en la edición dominical del 15 de agosto de 1954 en El Espectador, Gabo publicó esta semblanza de Cepeda Samudio a propósito de la publicación su libro de cuentos titulado Todos estábamos a la espera:
Quienes conocen a Álvaro Cepeda Samudio apenas superficialmente, no entienden cómo hace para escribir sus cuentos. Quienes lo conocen más a fondo lo entienden menos. Aunque en alguna parte del mundo haya vivido más de dos años consecutivos, Álvaro Cepeda Samudio no ha permanecido quieto más de una hora en toda su vida. Sus cuentos serían explicables si se demostraran que se han ido escribiendo de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo en las paredes, en las mesas, detrás de las puertas. Uno no puede entender que un día se haya sentado frente a una máquina y hubiera escrito y luego corregido y por fin puesto en su forma definitiva una cosa tan hermosa y lograda como “Hoy decidí vestirme de payaso”. Pero el caso es que lo ha escrito –y ocho cuentos más– con el mismo cuidado con que ha leído, sin que nadie entienda cómo ni cuándo, a Saroyan y a Faulkner, a Joyce y a Hemingway, y a todo Pío Baroja y Arturo Barea y Benito Pérez Galdós, y a otros muchos escritores heterogéneos, algunos de los cuales tan extraños que parecen inventados por él mismo.
Para el período de Gabo en Barranquilla, Germán Vargas era columnista vespertino de El Nacional, donde ejercía el periodismo y la crítica literaria. García Márquez le dedicó el relato “El desconocido”, publicado en El Heraldo el 20 de mayo de 1950. En sus memorias, Vivir para contarla, el premio nobel de literatura colombiano lo describe así:
Fue uno de los mejores locutores de radio y sin duda el más culto en aquellos buenos tiempos de oficios nuevos, y un ejemplo difícil del reportero natural que me habría gustado ser. Rubio y de huesos duros, y ojos de un azul peligroso, nunca fue posible entender en qué tiempo estaba al minuto en todo lo que era digno de ser leído. No cejó un instante en su obsesión temprana de descubrir valores literarios ocultos en rincones remotos de la Provincia olvidada para exponerlos a la luz pública. Fue una suerte que nunca aprendiera a conducir en aquella cofradía de distraídos, pues teníamos el temor de que no resistiera la tentación de leer manejando.
Fue un escritor y periodista de larga trayectoria que durante mucho tiempo escribió para El Heraldo una columna de actualidad llamada “Aire del día” bajo el seudónimo shakespeariano Puck. García Márquez le dedicó el relato “El huésped”, publicado en El Heraldo el 17 de mayo de 1950. Un día cualquiera de 1952, Alfonso Fuenmayor le impuso a Gabo el reto de escribir un cuento policial y éste respondió escribiendo “La mujer que llegaba a las seis”, que terminó siendo impreso el 30 de marzo de ese año en las páginas del Magazín Dominical de El Espectador. En Vivir para contarla, García Márquez menciona:
Cuanto más conocíamos su informalidad y su sentido del humor, menos entendíamos que hubiera leído tantos libros en cuatro idiomas de cuantos temas era posible imaginar. Su última experiencia vital, a los casi cincuenta años, fue la de un automóvil enorme y maltrecho que conducía con todo riesgo a veinte kilómetros por hora. Los taxistas, sus grandes amigos y lectores más sabios, lo reconocían a distancia y se apartaban para dejarle la calle libre.
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