Una selección de textos periodísticos en los que el escritor colombiano reflexiona sobre la época navideña.
Para Gabriel García Márquez la Navidad fue una celebración compleja, mediada por intercambios culturales entre distintos países y enriquecida, en el Caribe, por el ambiente tropical. El autor colombiano creía que esta era una época de contrastes y altibajos, donde era posible que los adultos tuvieran una excusa para retomar su infancia, que los desconocidos se convirtieran en símbolos populares usando un disfraz de Papá Noël o que el consumismo y la hipocresía se apoderaran de las personas.
Desde el Centro Gabo compartimos contigo siete textos periodísticos donde Gabo reflexiona sobre esta fiesta que algunas veces se torna alegre, otras veces surreal, y que cada vez más se desgasta por el capitalismo y el paso de los años.
Publicada por el periódico El Espectador el 22 de diciembre de 1954, esta crónica periodística cuenta la historia de Efraín Tello, un viejo albino que tiene las facciones de Santa Claus y que permanece ocho horas diarias en la puerta de un almacén en Bogotá promocionando artículos de pólvora. La barba blanca genuina, el cabello canoso y enmarañado, sumado a un rostro transformado por la ancianidad lo han convertido en la persona perfecta para encarnar al icono navideño norteamericano sin tener que disfrazarse.
Enfermo y sin recursos, Efraín Tello estuvo diez años en Bogotá sin parecerse a Papá Noël, viviendo a veces de la caridad pública y casi siempre como celador de casas desocupadas. Con los años la vista empezó a flaquearle, «porque eso nos pasa a los que no somos morenos». Durante varios años vivió «de favor», como él mismo dice, en un cuarto de la carrera Dieciocho –no recuerda con qué calle– durmiendo en el suelo, sobre un piso de tablas deterioradas que se inundaba en invierno. Se hizo a amigos entre los vecinos, y allí se sostuvo a los tropezones, realizando pequeños trabajos domésticos, hasta cuando le dio esa mala gripe que le duró tres meses, que se trató «con remedios de aguante», porque nunca pudo ver a un médico, y que estuvo a punto de ocasionarle la muerte, pero que en cambio lo dejó exactamente igual a Papá Noël.
Esa gripe de tres meses es uno de los acontecimientos estelares de su ancianidad. Como ya no podía afeitarse ni cortarse el cabello, decidió seguir así, en su estado natural, convaleciente en su sórdida pieza de la carrera Dieciocho. Allí supo, hace apenas cinco meses, que en el barrio Simón Bolívar había una casa desocupada que estaba necesitando un celador. Cuando se hizo cargo del puesto todavía se llamaba Efraín Tello. Tres días después se llamaba Papá Noël, y él mismo no supo explicarse por qué, hasta cuando uno de los vecinos se los explicó hace 40 días.
El 12 de diciembre le dijeron que en un almacén del centro estaban necesitando un Papá Noël con máscara, para pagarle cincuenta pesos por la temporada, y le advirtieron quienes le hicieron el anuncio, que él podría cobrar doscientos, por ser un Papá Noël verdadero. (…)
El periódico El Heraldo publicó este artículo el 26 de diciembre de 1950, con el título “Juguetes para adultos”. Allí Gabo reconstruye la ansiedad de los niños y los adultos que esperan el 25 de diciembre para abrir los regalos que les ha traído el Niño Dios. En el caso de los adultos, esa ansiedad viene acompañada del deseo de recuperar, al menos por un instante, la infancia perdida por la seriedad y la indiferencia que impone la vejez en la vida de las personas. Aquí Gabo sugiere la Navidad como una excusa para dejar de ser adultos.
Las personas grandes han inventado el veinticinco de diciembre para jugar con los cachivaches que el Niño Dios ha traído a los pequeños. A las doce de la Nochebuena, lo adultos andan por la casa, midiendo la lenta y esperanzada respiración de los niños, sin poder contener los deseos de dar un fuerte redoble de tambor o sentarse a tocar en la sala el caramillo mecánico que ha permanecido en el armario desde la última quincena.
(…)
Es hora de que los adultos reconozcamos que lo más agradable que tiene la Navidad es la oportunidad que ella nos brinda para poder regresar, impunemente, a la época en que el mundo podía echarse a andar con sólo enroscar la cuerda de un juguete mecánico.
Fue la columna de opinión más crítica y sombría del nobel de literatura colombiano sobre la Navidad. Fue publicada en el diario El País de España el 24 de diciembre de 1980, víspera de Navidad, y retrata el consumismo y la actitud materialista que rápidamente ha ido penetrando en las navidades de los países latinoamericanos. Gabo arremete contra la hipocresía que se ve en estas fiestas y la decoración artificiosa (y absurda) de la navidad estadounidense en los ambientes tropicales. Una columna fuerte que todavía puede leerse íntegra en el archivo digital de El País.
Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran.
(…) mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural, el niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noël de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina. (…)
Este es un artículo que Gabo dedica a las tarjetas atrasadas de Navidad. Fue publicado el 4 de febrero de 1955 en El Espectador y reflexiona sobre la Navidad sin tiempo del correo internacional, donde las tarjetas provenientes de países remotos que desean “unas felices Pascuas” pueden llegar hasta su destinatario en meses tan ajenos a la Nochebuena como febrero.
Mientras sigan llegando tarjetas no es posible admitir que ha pasado la Navidad. Para la mayoría, tal vez para la casi totalidad de los cristianos, la Navidad es una fecha con su ambiente y su ángel. Pero para alguien debe ser el recibo de una tarjeta franqueada en una remota oficina de correos de ultramar y para quien piense y sienta de ese modo la Navidad no habrá terminado mientras haya tarjetas atrasadas.
Ayer –jueves 3 de febrero– llegó una tarjeta de Australia. En ella se desean al destinatario «unas felices Pascuas», que ya fueron y que acaso también fueron felices, pero con una felicidad que de ninguna manera puede atribuirse a los deseos de su grato y remoto corresponsal australiano. Pero lo tremendo no es eso. Lo tremendo es que acaso no fue feliz la Navidad del destinatario, porque le hizo falta saber que además de quienes lo desearon en Holanda, en Egipto o en el Brasil, alguien había que lo deseaba también en Australia.
Desde ese ángulo, una tarjeta retrasada puede ser el origen de una catástrofe. (…)
El 4 de diciembre de 1952, en El Heraldo, Gabo redactó este recado a unos ladrones que querían robarse tres pavos en la casa de Barranquilla donde se estaba quedando el escritor. Aquellos pavos estaban destinados a ser el ingrediente principal de unos pasteles que la dueña de la casa tenía pensado preparar en la Nochebuena y, para evitar que se los robaran, los termina escondiendo en el baño, lugar en el que Gabo los encuentra de sorpresa. La anécdota está contada con una gracia y una ironía fantásticas.
(…) Parece que el episodio de los pavos no es tan descomplicado como yo lo creí al principio, sino que los beneméritos animales han llegado al baño después de recorrer todos los lugares aparentemente seguros de la casa, porque ya los ladrones han intentado asegurarse con varias semanas de anticipación su cena de Navidad. Y parece que para facilitar tan suculentos proyectos no tuvieron ningún inconveniente en envenenar al perro. Yo, que soy soltero hasta donde puede serlo un hombre que no se ha casado, entiendo muy poco la técnica de la defensa doméstica. No tengo aún ese abigarrado sentido del heroísmo con que las señoras se empeñan en una sorda y trágica lucha con los ladrones para evitar que éstos se lleven en los pavos, con huesos y todo, la fiesta de la Nochebuena. Pero a pesar de eso soy capaz de entender el punto de vista de las señoras, hasta el extremo de tolerar esta difícil situación de no poder bañarse solo, como lo manda la moral cristiana, sino en la incómoda y un poco surrealista compañía de tres pavos.
Un día después del “Recado a los ladrones”, es decir, el 5 de diciembre de 1952, García Márquez escribió este artículo sobre un hombre que se suicida porque ya no tiene fuerzas para disfrazarse de Papá Noël. Se trata Adrian Claude, un habitante de París que durante cuarentaicinco años viste el atuendo de Papá Noël en la mejor juguetería de la ciudad. Los otros meses del año, Adrian tenía que subsistir haciendo todo tipo de oficios de paga miserable sin que la gente supiera que era él quien estaba detrás del disfraz.
Adrian Claude se suicidó el domingo en París. Tenía setenta y tres años de edad y cuarenta y cinco de estarse disfrazando de Papá Noël. Adrian Claude, según eso, no era nadie durante once meses. Pero en diciembre era uno de los hombres más importantes de París. Con todo, nadie lo conocía; porque su importancia empezaba cuando aparecía en una luminosa vitrina llena de juguetes, y entonces la roja y resplandeciente indumentaria y las barbas y bigotes postizos impedían que se supiera quién era Adrian Claude y permitían, en cambio, que todo el mundo reconociera al mejor Papá Noël de la mejor juguetería de París. Así todos los años, durante cuarenta y cinco, hasta cuando se sintió demasiado viejo para todo. Hasta para disfrazarse de viejo.
Esta terrible historia de Adrian Claude parece una prueba evidente de que los adultos creen más que los niños en Papá Noël. De no ser así, el verdadero Adrian Claude –el que vivía en un miserable rincón de Notre Dame des Champs– no habría llegado a los setenta y tres años de su vida en el estado en que llegó, ni había tenido la necesidad de acostarse junto a las llaves del gas, «porque ya era muy viejo para disfrazarse de Papá Noël».
Titulado “Diciembre”, a secas, este texto publicado en El Heraldo a finales de 1950 tal vez sea el primero que García Márquez dedicó especialmente al último mes del año. No habla directamente de la Navidad, pero hace una magistral descripción del mes de diciembre en el Caribe, su evolución poética a través de la historia de la humanidad y sus retrasos respecto al calendario.
Es desconsolador despertar a un primero de diciembre como el de ayer y advertir que todavía el cielo brumoso y el aire cargado con el soplo de la tormenta no se han puesto a paz y a salvo con la nueva estación. Diciembre, entre nosotros, ha desempeñado siempre con mucha propiedad la comedia de la primavera y lo ha hecho con tanta puntualidad en los años anteriores, que ayer, al abrir la ventana y advertir que todavía la lluvia velaba una recóndita pero tácita claridad, debimos sentirnos un poco defraudados.
Pero de todos modos diciembre está aquí, así sea un diciembre de fabricación doméstica que suena a falsa moneda y deja en los labios un ligero sabor a pan rancio, a cosa pasada de moda… Nos van a venir un poco tarde aquellas espadas de luz que ciegan y que hacían andar a las muchachas con el vestido lleno de vientos encontrados, pero es posible que cuando lleguen, a pesar del retraso, nos traigan el saldo de claridad y de placidez que nos están debiendo. (…)
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