De vacas y otras historias lecheras. Tres textos de Gabriel García Márquez | Centro Gabo
García Márquez y las vacas
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De vacas y otras historias lecheras. Tres textos de Gabriel García Márquez

Tres textos del escritor colombiano protagonizado por las vacas.

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Aunque las mariposas amarillas son los primeros animales en los que muchas personas piensan cuando se refieren a Gabriel García Márquez, existen otros seres vivos que también ocuparon un lugar especial en la narrativa del escritor colombiano. Las vacas, por ejemplo. Cuando García Márquez empezó a escribir El otoño del patriarca, la imagen que constituyó el punto de partida de su novela fue la de un dictador solitario en un palacio lleno de vacas. “En Latinoamérica, los dictadores son vacunos”, le dijo a la revista española Triunfo en una entrevista concedida en noviembre de 1970. “Son dictadores feudales y ganaderos, dictadores agropecuarios. Además, me parece que la imagen de la vaca es muy bella dentro del palacio. Incluso hay una escena del libro en que una vaca se asoma al balcón y los que están abajo dicen: «¡Ah!, qué mierda, una vaca en el salón presidencial»”.

En su etapa como columnista en el diario barranquillero El Heraldo (1950-1952), cuando escribía sus célebres “Jirafas” bajo el seudónimo Septimus, García Márquez dedicó varios artículos a las vacas. En algunos simplemente las mencionaba de paso (como en “Disparatorio”, una columna en la que escribió sobre vacas que cacarean igual que las gallinas); sin embargo, había otros textos en los que se centraba de manera exclusiva en estos vertebrados de cuatro patas.

En el Centro Gabo hemos seleccionado tres textos de la obra periodística temprana de García Márquez en los que el autor relató con mucho ingenio sus impresiones sobre las vacas. Los compartimos contigo:

 

1. “No era una vaca cualquiera”

 

Este artículo, publicado por primera vez el 3 de abril de 1951, a menudo es citado como un ejemplo de la creatividad de García Márquez al momento de escribir. Cualquier cosa puede ser un buen tema: esa fue la consigna del joven periodista en El Heraldo. Cualquier cosa, incluso una vaca que se detiene en el centro de Barranquilla y convierte al martes en domingo. En el texto, la vaca es la protagonista de la historia que desencadena su aparición y el revuelo que ocasiona en la ciudad anticipa la algarabía festiva de tantas escenas absurdas en los pueblos y ciudades de los cuentos y novelas de García Márquez.

 

Una vaca en el centro de la ciudad es una de las pocas maneras que se han descubierto para anticipar el domingo. En una ciudad donde cada esquina es, desde hace veinticinco años, un serio problema para el tránsito y cuyos habitantes no tienen otra noticia del campo que la botella de leche que todos los días amanece a la puerta de sus casas, la sola presencia de una vaca en la vía pública constituye una alegre y alborotada anticipación del domingo. La última semana, en virtud de milagrosa intervención vacuna, tuvimos un martes reposadamente dominical.

     En medio de los automóviles paralizados, de los innumerables transeúntes que a esa hora se dirigían al trabajo; corridas las cortinas metálicas de los almacenes y mientras un altavoz anunciaba, a todo volumen, las excelencias de una droga insustituible, se registró la pequeña conmoción cronológica. Y allí estaba la vaca, seria, filosófica, inmóvil, como la simbólica estatua de un Ministro Plenipotenciario.

     […]

A las cuatro de la tarde no había un solo almacén abierto. La administración pública, en sala plena, le sacaba partido al espectáculo desde uno de los balcones del edificio nacional, como desde una contrabarrera burocrática. Todo, desde ese momento, estaba aceptado oficialmente. Y el martes se transformó en domingo, con todas sus consecuencias de invitaciones a comer y cambios de programa de los cines. El altavoz pasó entonces recordándoles a los habitantes de la ciudad que el incendio de Chicago se inició cuando una vaca le dio una patada a una lámpara. Alguien trató de demostrar que no era buey sino vaca, el evangélico rumiante que calentó el pesebre de Belén. Las muchachas, en coro, cantaron «La Vaca Lechera». Y a las cinco de la tarde la vaca era el personaje más importante de la ciudad, el que habría podido subirse a una tribuna, a dar bramidos demagógicos, en la seguridad de que habría conquistado los votos necesarios para ingresar al parlamento. En un hotel, unos boxeadores que recorren al país ofreciendo espectáculos de fuerza, estaban almorzando cuando oyeron la gritería. A esa hora todo el mundo sabía, aunque no se hubiera movido de su casa, que una vaca estaba plantada en el centro de la ciudad. Y los boxeadores, con su saludable alegría de niños enormes y bien alimentados, salieron con sus sacos vistosos y sus zapatos de caucho a tomar parte en la vertiginosa fiesta de la vaca.

 

2. “El chiste de la vaca”

 

Publicado en El Heraldo el 28 de octubre de 1950, “El chiste de la vaca” narra la historia de dos payasos de circo que caminan por la calle a la una de la madrugada y observan a una vaca de propaganda frente al escaparate de una tienda, visión que los incita a pensar en un chiste para la función del día siguiente y cuyo tema central sea aquella vaca. El texto, más literario que periodístico, cuenta con una atmósfera propia de los cuentos de Hemingway.

 

A la una de la madrugada, después de que se recogen las cosas del circo que sirvieron para la presentación de esta noche, los dos payasos van por la calle, cogidos de las manos. Caminan por la acera, con pasitos cortos y calculados, como si todavía sintieran en los pies el peso de los enormes zapatos. Al pasar frente a un escaparate donde se exhibe una vaca de propaganda, que rumia, mueve la cabeza y la cola y hace sonar a intervalos la esquila de cobre que le cuelga del cuello, los dos payasos se detienen. Permanecen un momento mirando a la vaca, silenciosos, todavía cogidos de las manos, y siguen andando después como si se hubieran puesto de acuerdo.

     […]

     —Voy a pensar un chiste sobre una vaca para la función de mañana.

     El otro dice:

    —Qué casualidad. Yo estaba pensando lo mismo. Pero es que hay muchos chistes sobre animales.

     Se quedan silenciosos un instante. De pronto, el que está sentado normalmente, se toma el trago de un tirón, se limpia los labios con la manga y dice:

     —¿En qué se parece una vaca a un veterinario alemán?

    El otro se queda pensativo. Apura el trago. Da una nueva chupada al tabaco y se lo deja después entre los dientes, con la barba apoyada en las dos manos, sobre el espaldar del asiento.

     —No sé —dice—. ¿Por qué tiene que ser necesariamente un veterinario alemán?

     El otro está también pensativo, con los codos apoyados en la mesa. Hace una mueca y dice:

     —No sé. Se me ocurrió porque en la función de ayer un chico se metió a la pista cuando estaban bailando las focas. Después supe que era el hijo de un veterinario alemán.

     —Al diablo —dice el otro—. Así no podemos hacer nunca el chiste de la vaca. ¿Por qué más bien no se te ocurre preguntar en qué se parece una vaca a un chico que se mete a la pista cuando están bailando las focas?

     —Es lo mismo —dice el otro—. La cuestión es que la vaca se parezca a algo.

     —Bueno, pero el truco de los parecidos está muy gastado. Ya no le gustan a nadie.

     El otro se estira en el asiento, pide otros dos tragos y ambos vuelven a quedar pensativos. «Debe estar haciendo frío allá afuera», dice de pronto uno de los payasos, mirando la calle a

través del amplio cristal del escaparate. Al otro le brillan los ojos repentinamente, le resplandecen. Dice:

     —Es verdad, con este frío basta con darle vueltas a la cola de una vaca para que la leche salga convertida en helados.

     Entonces el otro payaso se levanta, se quita el sombrero y le da al otro un par de sombrerazos en la cara. «¡No seas bruto!», le dice. Y entonces el que está sentado contra el espaldar del asiento, saca del bolsillo del pantalón un mantel enorme para una mesa de ocho personas, y se seca los lagrimones de cocodrilo que le han brotado después de los sombrerazos.

                                         

3. “Margarita”

 

Una columna sobre el arte de inventar a un personaje. García Márquez la publicó en El Heraldo el 29 de agosto de 1950. Ahí relató el proceso de creación de una mujer llamada Margarita que Septimus (el autor) concibe cuando abre la ventana que da a la calle. La vaca entra en escena porque es el animal que Margarita ordena en la primera imagen (o en el primer recuerdo) que Septimus tiene de ella. A partir de entonces, se reconstruye toda la vida de la imaginaria Margarita, incluso la vida de su imaginaria familia.

 

Las cosas suceden así. Un día abre uno la ventana que da a la calle y sé acuerda de Margarita, la muchacha que ordeñaba las vacas. De eso hace tanto tiempo, que quien lo recuerda no sabe si realmente existió una Margarita que iba todos los días con un balde a ordeñar las vacas del otro lado del patio, o si lo que parece ser un recuerdo es apenas una idea que ha venido de pronto, en el preciso instante en que alzó el picaporte y se abrieron las puertas y apareció la calle de una ciudad que nada tiene que ver con nada de lo que se cree estar recordando. Simplemente, al abrir una ventana, uno inventó una Margarita que podría ser la muchacha que ordeñaba las vacas.

     Pero lo curioso es que las cosas sucedan en esa forma y cuando menos se piensa se tiene la vida completa de una persona que pudo haber existido o que simplemente se va inventando por pedacitos, hora tras hora en un mismo día, hasta las primeras horas de la noche en que el personaje está completo, cabal y entero, como si hubiera sido uno de nuestros personajes inolvidables.

     Que pocas horas después suba uno al bus y después de haber ojeado el diario se acuerde de Margarita, la muchacha que ordeñaba las vacas, que se distinguía de las otras porque los incisivos se le montaban, al hablar, sobre el labio inferior y se le oía la voz como si siempre estuviera inventando una Margarita que, ya a esas alturas, parece reposar, ciertamente, en algún rincón de la memoria.

     A cualquier hora del día en la oficina, dice uno de manera distraída: «¡Margarita!» Y los compañeros se vuelven a mirar, deseosos de saber quién ha entrado. Y uno, sonriente, les dice: «No, no. Es que hoy me he estado acordando de la muchacha que ordeñaba las vacas.» Después de eso, Margarita es todo un compromiso.

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