Tres textos del escritor colombiano en torno a la Coca-Cola.
En 1957, cuando Gabriel García Márquez se adentró en la Unión Soviética para asistir al VI Congreso Mundial de la Juventud en Moscú, una de las cosas que más lo impresionó fue que en un país tan inmenso no hubiera ni un solo aviso publicitario de la Coca-Cola. Fue algo tan sorprendente que su crónica de aquel viaje la tituló “URSS: 22.400.000 kilómetros cuadrados sin un solo aviso de Coca-Cola”.
Durante aquella travesía, una intérprete deseosa de conocer más detalles sobre la icónica bebida azucarada del capitalismo le preguntó al escritor cómo era su sabor. “Sabe a zapatos nuevos” le respondió García Márquez, acostumbrado a sus verdades poéticas.
Algunos años después, siendo Ministro de Industria de Cuba, el Che Guevara impulsaría la creación de una bebida gaseosa que sustituyera a la Coca-Cola y diría que sabía “a cucaracha”. García Márquez contaría esa historia en 1981 y en ella mencionaría los orígenes de la Coca-Cola original, desde el remedio para los dolores menstruales inventado por el boticario W. Pamberton, hasta la bebida refrescante que se extendió por todo el mundo, convirtiéndose en un símbolo del desarrollo industrial estadounidense.
En el Centro Gabo hemos seleccionado tres textos escritos por Gabriel García Márquez sobre la Coca-Cola y sus consumidores empedernidos. Los compartimos contigo:
La historia de la Coca-Cola en Cuba y los esfuerzos del Che Guevara para reemplazarla por una bebida nacional después de la Revolución. Fue publicada el 14 de octubre de 1981 en El Espectador y El País de España. Antes de contar los éxitos y fracasos de la nueva bebida de cola impulsada por el Che, García Márquez hizo una biografía de la Coca-Cola, desde sus inicios en los muestrarios de las boticas como medicamento contra los espasmos de vientre hasta su rápida difusión por el mundo:
Los cubanos han demostrado, entre otras muchas cosas, que se puede vivir sin Coca-Cola a noventa millas de Estados Unidos. Fue el primer producto que se acabó con el bloqueo, y hoy no queda ningún vestigio de su pasado en la memoria de las nuevas generaciones. Como en todos los países capitalistas, pero de un modo especial en la vieja Cuba pervertida por un turismo sin corazón, el refresco más famoso del mundo había terminado por convertirse en un ingrediente esencial de la vida. Su implantación se inició bajo la dictadura feroz del general Gerardo Machado, en aquella segunda década del siglo nacida bajo el signo de la frivolidad, cuando todavía no estaban inventadas las tapas de corona metálica y las botellas de gaseosa se cerraban con una bolita de cristal amarrada a presión con un alambre, como los corchos de la champaña. Fue un injerto difícil, tal vez por un inconveniente cultural que nadie había tomado en cuenta: la Coca-Cola no tienen un sabor latino. Sin embargo, una presión publicitaria insidiosa logró abrir poco a poco una grieta de complacencia en los núcleos sociales más influidos por el gusto de Estados Unidos, hasta que el nuevo sabor sajón desplazó en el mercado a la limonada doméstica de limón de verdad y a todos los venerables refrescos de bolita heredados de la España provinciana, y derrotó a los aguerridos chicles Wrigley’s como el símbolo de un modo ajeno de vivir.
Se supone que quien toma una botella de Coca-Cola todos los días a la misma hora sucumbe al hechizo de una adicción semejante a la del cigarrillo o el café. Se supone que eso se debe a un ingrediente secreto. Según ciertos entendidos, la Coca-Cola contenía cocaína hasta 1903, y sus orígenes permiten suponer que es cierto. Fue inventada como medicina y no como refresco a finales del siglo pasado por un cierto doctor W. Pamberton, un boticario de Alabama, Georgia, que la envasaba en frascos con etiquetas y la vendía ya con su nombre premonitorio para curar dolores menstruales, espasmos de vientre y cólicos de madrugada. El nombre y la época permiten pensar que en realidad se elaboraba con hojas de coca, que es de donde se extrae la cocaína, y que por aquellos tiempos de la belladona y el elixir paregórico eran de uso corriente para aliviar los dolores domésticos. El doctor Pamberton vendió la fórmula en 1910 a la empresa de refrescos que había de lanzarla a la conquista mundial, y sólo porque tenía un ingrediente misterioso cobró por ella una cantidad fabulosa para la época: quinientos dólares. No obstante, las autoridades de Perú comprobaron en 1970 que no contenía cocaína, y hubieran podido prohibirla si lo hubieran querido, porque su nombre hacía creer al público que contenía algo que en realidad no tenía. En Francia, donde todo producto debe advertir si contiene un ingrediente de uso delicado, las botellas de Coca-Cola tienen impresa la advertencia de que contienen cafeína. La leyenda dice que sólo dos personas del mundo conocen la fórmula secreta, y que nunca viajan juntos en un mismo avión.
(…)Cuando los obreros cubanos se tomaron embotelladora de La Habana, no pudieron seguir fabricando la Coca-Cola, porque el ingrediente básico llegaba de Estados Unidos y había muy poco almacenado en la fábrica. Lo único que quedaba, disperso por todo el país, era millón de botellas vacías.
Fue el mismo Che Guevara, como ministro de Industria, quien decidió que se tratara de fabricar un sustituto como complemento del cubalibre. Las mentes más cuadradas pensaron en destruir las botellas existentes para exterminar el germen. Sin embargo, un cálculo más sereno demostró que las fábricas de botellas de Cuba tardarían varios años en sustituirlas por otras de forma menos perversa, y los revolucionarios más crudos tuvieron que resignarse a utilizar la botella maldita hasta su extinción natural. Sólo que la usaron en toda clase de refrescos, menos con el que improvisaron para el cubalibre. Los visitantes del mundo capitalista, hasta hace muy pocos años, padecíamos una cierta confusión mental al bebernos una limonada trasparente en una botella de Coca-Cola.
Los propios cubanos fueron los primeros en admitir que la imitación de la Coca-Cola no lo fue uno de sus éxitos mayores. Una broma callejera muy popular que los propios químicos celebraban era que cada botella tenía un sabor distinto, lo cual convertía al nuevo producto en el más original del mundo. Cuando le presentaron la primera muestra al Che Guevara, éste la probó, la saboreó con una seriedad de buen catador, y dijo sin ninguna duda: «Sabe a mierda» Más tarde dijo en la televisión que sabía a cucaracha. Pero aun así se abrió paso.
La Coca-Cola como un estilo de vida. El 17 de marzo de 1950, en El Heraldo, García Márquez publicó esta columna sobre la guerra que un grupo de periodistas franceses le declaró a la Coca-Cola por considerar que la emblemática bebida negra estadounidense estaba desplazando a la cultura de su país. De acuerdo con el joven columnista, la Coca-Cola representaba el jazz y la puerta de entrada a la goma de mascar y al “despeinado tipo del hombre público norteamericano”. “Los norteamericanos no han podido colonizar a Francia, pero, en cambio, la están Cocacolarizando”, escribió.
Así empezaron las cosas. Algunos periodistas franceses iniciaron hace días una campaña cerrada contra la Coca-Cola, por considerar ellos que la botellita mundialmente conocida no sólo contiene una bebida refrescante, sino también –y en grado sumo– el secreto de una nueva posición frente a la vida. Aquella reflexión –muy francesa por cierto– no habría pasado de ser el primer puntal para una novísima corriente filosófica. Pero un norteamericano establecido en París, llamado Billi Ross y propietario de cabarets, resolvió que las cosas no quedaran de ese filosófico tamaño y se negó a servir champaña francesa en sus establecimientos, mientras durara la ofensiva contra su compatriota embotellada. La revancha desencadenó la bestia del escándalo y esta es la hora en que la cultura francesa –cultura de vinos antiguos– se considera amenazada en sus raíces por esa otra cultura deportiva y refrescante –cultura de jazz, como dijo alguien– que se distribuye a diez centavos en todos los rincones del mundo. El civilizado habitante de París no quiere aceptar la realidad de esa nueva obra de misericordia que es enseñar inglés a quien no lo sabe.
(…)
Los franceses dicen que cada “pausa que refresca” es una brecha que se abre en la mentalidad de sus compatriotas, para que penetre por ella la goma de mascar, el bullicioso traganíquel, el despeinado tipo del hombre público norteamericano, substancialmente distinto al astuto y compuesto político francés. Cada moneda que se invierta en una Coca-Cola, es una contribución favorable a la preponderancia del boogie-woogie sobre la insinuante y nostálgica música del eterno París. La Coca-Cola, en fin, es un estilo de vida bajo cuya vigencia los apacibles recodos del valle de Mosela estarían presididos por ese cartelón litografiado donde la adolescente de suéter amarillo y medias tobilleras no sólo recomienda una bebida refrescante, sino, indirectamente, una manera de vestir que repugna al buen gusto francés. En resumen, la campaña iniciada por los periodistas ha culminado con la creación de un inteligente y significativo neologismo. Los norteamericanos –dicen en París– no han podido colonizar a Francia, pero, en cambio, la están “Cocacolarizando”.
Tal vez ahora podamos comprender los colombianos qué quiso decir el maestro León de Greiff cuando designó con el remoquete de “Cocacolos” a los desorientados miembros de la tribu cuadernícola.
Una elegía al maestro Ramón Vinyes, el hombre que inspiró al Sabio catalán de Cien años de soledad. García Márquez la publicó el 24 de mayo de 1952 en El Heraldo. No usó el seudónimo de “Septimus”, como acostumbraba hacer en sus columnas del diario barranquillero, sino que firmó con su nombre real.
Ramón Vinyes, recordó Gabo en su artículo, era un erudito y dramaturgo cuya rutina estaba atravesada por las botellas de Coca-Cola que se bebía. Al maestro catalán, sus amigos le habían escuchado decir que la inteligencia de un hombre se conocía a través de la cantidad de Coca-Cola que pudiera consumir.
Tanto me habían hablado de él, que yo vine justamente convencido de que era un maestro. Así que cuando me lo presentaron se lo dije: “Mucho gusto de conocerle, maestro”. Y él replicó en el acto: “Mire, no me friegue con esa vaina de maestro”. Eso, como he dicho, fue el primer día. Al siguiente llegué al café un poco antes de las doce y lo encontré solo, arrinconado, tomándose una Coca-Cola. Como no me sentía con derecho a sentarme y mucho menos después del agrio tropezón del día anterior, recurrí al truco de siempre: le pregunté si Alfonso no había estado por ahí. Él –que también conocía el truco– dijo que no, pero me invitó a que me tomara una Coca-Cola mientras Alfonso llegaba. No había acabado de sentarme cuando me dijo que se sentía estafado con la lectura de un nuevo humorista inglés. Dijo el nombre, pero no pude entenderlo. Y después cuando habló de Huxley y de Bernard Shaw, yo no hice ningún comentario porque me sentía apabullado: acababa de acordarme de que el hombre que estaba al otro lado de la mesa figuraba en la Enciclopedia Espasa de 1924. Me limité a observarlo, tratando tal vez inconscientemente de descubrir la extraña particularidad humana que lo había elevado a esa jerarquía enciclopédica. Pero lo único que me llamó la atención fue la manera muy personal con que retorció el pitillo en el borde del vaso cuando acabó con la Coca-Cola.
(…)
Se levantaba temprano. Por la mañana dictaba clases de historia y literatura. A las doce del día, venía al café a hablar español con sus amigos colombianos y a tomar Coca-Cola. A las siete de la noche, volvía al café, a hablar español con sus amigos españoles y a tomar más Coca-Cola. Los miércoles en la noche, hablaba, comía y tomaba más Coca-Cola en catalán con sus amigos catalanes.
(…)
Era inteligente a toda hora, así fuera oportuno serlo o así fuera inoportuno; su inteligencia era como la fosforescencia de los relojes luminosos. Resultaba muy fácil darse cuenta de que era un hombre extraordinario. Lo que ofrecía una grave dificultad era cogerle el sabor a su puro sedimento de hombre común y corriente. Por eso transcurrió mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que era un apasionado bebedor de Coca-Cola. En una ocasión dijo que la inteligencia de un hombre no se conocía en sus palabras ni en sus obras, sino en la cantidad de Coca-Cola que pudiera consumir. Y esa frase le costó un remordimiento: alguien que lo oyó se bebió doce botellas y con el hartazgo se administró la pausa que lo dejó fresco para siempre.
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