Aquel día que descubrí a Gabo

Mis recuerdos de cómo descubrí a Gabo y su obra, que me han acompañado por media vida.
Por:
Virginia del Aguila Lara

Descubrí a Gabo y su obra de modo causal: mi libro de lecturas de 5° de primaria traía un cuento de un dentista (sí, fui la nerd que hojeaba los libros en cuanto su mamá se los compraba, mucho antes de que empezaran las clases). Algo en la historia me atrapó.
 
Fue la precisión en los detalles al describir a Don Aurelio Escovar: cómo vestía ese lunes, cómo trabajaba en su local, cómo hablaba con su paciente del día (el alcalde). La narrativa me trasladó a esa localidad sin nombre y sin ubicación geográfica, pero que era tan familiar.
 
En la Guatemala de 1981, que vivía la última etapa del conflicto armado interno, esta niña de clase media urbana no tenía idea de quién era ese "Gabriel García Márquez, escritor colombiano" que firmaba el cuento en su libro de lecturas. No recuerdo haber visto al año siguiente las noticias de que había ganado el Nobel de Literatura. El cuento pasó en clase como una lectura más, sin mayor mención de parte de mi maestra de Idioma Español. Aun cuando recibí una formación académica bastante buena, no se nos formó mucho en los grandes autores latinoamericanos –que podían ser mal vistos por los regímenes militares de turno que mantenían al país en el oscurantismo ideológico.
 
Con todo y el impacto que me había causado, “Un día de estos” y la cotidianeidad de Don Aurelio Escovar quedaron archivados en mi memoria. Volvieron a emerger hasta mi primer semestre de universidad, en Ciencias de la Comunicación cuando mi queridísima y admiradísima María Eugenia Muñoz (QEPD), maestra de vida, nos asignó la lectura de El amor en los tiempos del cólera para el curso Lenguaje I.
 
Uno de mis primos me prestó el libro (que jamás devolví –lo siento mucho, Totito, pero acá sigue bien cuidado) y a partir de su llegada a mis manos fue mágico. Ese libro de pasta dura, con forro amarillo y la imagen de Gabo en la contraportada –con su guayabera blanca, cuando rompió el protocolo en la acartonada Academia y recibió el Nobel exactamente como quiso–, se me grabaron a fuego y emoción en la mente y en el corazón.
 
No me percaté del tiempo transcurrido cuando empecé a conocer y enamorarme de Florentino Ariza y Fermina Daza y ese romance que traspasó el tiempo y todas las barreras posibles. Empecé el libro y, cuando me di cuenta, iba a medio camino y no había sentido las horas que pasaron. Las explicaciones de María Eugenia en clase sólo agregaron admiración y respeto por ese gigante de las letras; me ayudaron a comprender mejor el realismo mágico que someramente había visto en Bachillerato y que también había sido explorado por nuestro Miguel Ángel Asturias.
 
Gracias a María Eugenia y sus emocionantes cátedras –en las que con infinita generosidad nos trasladó su admiración y amor por las letras– descubrí la verdadera magia en los textos de Gabo, el placer de leerlos y de trasladarme a Macondo para ser una vecina más en esa comunidad de prodigios y de historias fantásticas que hacen reír, llorar y pensar.
 
No hubo vuelta atrás: Gabo y su obra han estado presentes en mi vida desde entonces. No he abarcado toda su creación, pues tengo la manía de volver a mis favoritos una y otra vez. Ya sé que Florentino y Fermina no estarán juntos en su juventud, que Nena Daconte igual se desangrará antes del punto final de la historia, que el hombre viejo de alas enormes finalmente saldrá del gallinero para alzar el vuelo hacia la libertad, que Aureliano Buendía no escapará de su destino frente al pelotón de fusilamiento. Y en cuanto pude, investigué y volví a Don Aurelio Escovar y su gabinete donde extraía piezas dentales, en aquel pueblo anónimo donde el tiempo no transcurre como en otros lugares y que puede ser Aracataca, Sololá, cualquier otro y todos a la vez.
 
Pero no importa que ya sepa cómo terminan ésas mis historias favoritas. Igual vuelvo a ellas con la emoción de la primera vez que las descubrí. Igual gozo, sufro, río y lloro cada vez que leo a Gabo. Sus historias me llenan y me hacen ser parte de ellas, con ese lenguaje en apariencia sencillo pero que me lleva de viaje a escenarios y estampas que sólo existieron en su imaginación y que ahora anidan en la mía.
 
Sí: canso, agobio, mareo, aburro con mi admiración y devoción por Gabo. En mi trabajo, en mi oficio, en mi vida. Canso, agobio, mareo, aburro con estas menciones a mi familia, amigas y amigos y ahora, a mis alumnos y alumnas de periodismo. Cómo no insistirles en lo que predicaba don Gabo: el periodismo es contar historias. Porque eso somos, cada unx de nosotrxs: una historia –con otras tantas entrelazadas– que merece ser contada. Ninguna es insignificante, cada una tiene su valor.
 
Así que hoy, como siempre que lo leo, digo "gracias, Maestro Gabo". Muchas, muchas gracias por este tesoro maravilloso e incalculable que me dejó. Gracias por las horas de paz y alegría que me ha dado al leer sus historias, sus textos periodísticos. Gracias por sus personajes fantásticos y las historias delirantes narradas de esa forma coloquial, tan suya, que me hacen oír su voz cada vez que las repaso. Gracias por entretejer palabras de uso cotidiano con términos de domingo y con una que otra exclamación altisonante tan bien ubicada que la hace magistral: me ha ayudado a comprender que no hay malas palabras (que el resto del mundo se resista a entenderlo, es asunto aparte).
 
Su obra sigue siendo uno de mis tesoros más preciados y quiero llevarla conmigo dondequiera que vaya. De hecho, ya lo hago: gracias al formato digital (hay que encontrarle lo bueno a todo), sus Cien años de soledad y Todos los cuentos me acompañan en el teléfono y han sido mi refugio sobre todo cuando he debido rodearme de personas que están en otra sintonía y vibran a una frecuencia distinta que la mía. Usted, sus textos y yo estamos en la misma sintonía: es algo que agradezco infinitamente a la vida.
 
¡Felices 91 dondequiera que esté, Maestro Gabo! Estoy segura de que desde allá, usted sigue hilvanando más historias que ya encontrarán la forma de llegar hasta nosotrxs. Y como siempre, le agradezco todo, todo, todo lo que me ha dado.

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