Prólogo Gabriel García Márquez
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Ceremonia Inicial: el primer prólogo escrito por Gabriel García Márquez

Prólogo de Gabriel García Márquez escrito en 1949 para la novela “Neblina Azul” del escritor colombiano George Lee Bisswell Cotes.

Redacción Centro Gabo

Lo mejor que ha podido acontecerle a George Lee Bisswell Cotes es haber nacido con un nombre de difícil pronunciación en un país donde predominan los climas excesivos. Esa circunstancia –tan desagradable para el ejercicio de disciplinas menos lamentables– será razón suficiente para que lo citen a menudo nuestros compañeros de generación.

 Al lado de Zangwilly, de S.S. Van Dyne, de Bjoérsen, de Hofmanstall, de Sullonphaa y de otros maestros en el afortunado dominio de los nombres difíciles, George Lee Bisswell Cotes puede penetrar  inadvertido al paraíso de los intocables modernos, con la misma clandestinidad fácil con que los crucigramas tomaron sitio al lado de los tableros de a

Pero no será por esa gracia adjetiva por la cual Bisswell llegará a ser un autor conocido. Tampoco por su aparente excentricidad, de la que siempre he desconfiado sobre todo si –como en el presente caso– llega hasta los extremos de permitir el uso y el abuso de las barbas postizas a los dieciocho años de edad. Algo me dice que hay mucho fuera de órbita en la naturaleza humana de Bisswell, que merece ser tenido como algo más serio y menos aparatoso que el simple propósito de espectacularidad.

De allí que me parezca tan natural –sobre todo tan remediable– que este nuevo novelista, con dieciocho años de la más sana e inofensiva experiencia humana, se haya dejado crecer la barba como cualquier don Ramón  del Valle Inclán y llene, de hecho, todos los requisitos que exigían algunos dramaturgos españoles del año veinte para ser un personaje sospechoso. Siempre se respira en torno a Bisswell una atmósfera de espionaje, de conspiración frustrada, que hace pensar, más que en un escritor de esta época, en un insobornable anarquista o en un monje tremendo –de posibilidades extrahumanas– que nos trae dentro del saco de viaje el hueco de nuestra propia sepultura.

Todo eso es curable y natural y, desde luego, nada excéntrico, aunque él mismo se empecine en no modificar esa apariencia de fantasma caído en desgracia con que transita por entre los hombres.

Alguien me hablaba de esto último refiriéndose a la extraña conducta de Bisswell, quien ha sido sorprendido con frecuencia en los lugares menos adecuados para sus severos oficios, escribiendo desbordadamente en una maquinilla portátil. En el mercado público, en la estación del ferrocarril, en el muelle de las embarcaciones de cabotaje, se ha visto George Lee Bisswell Cotes sentado ante su Remington trashumante, serio y trascendentalista, con un sentido muy elevado de la responsabilidad profesional y haciendo uso de esa atropellada habilidad mecanográfica propia de los autores a quienes ya no queda tiempo para escribir corto.

Sin embargo, nada hay más excéntrico ni de extraña en esa que pudiera parecer la más excéntrica y extraña de las posturas intelectuales. Ella demuestra, apenas, que este autor es sencillo, elemental, sin nada cierto de ese trascendentalismo terrible que lo hace aparecer patético, conmovedor, como el suicida que escribe su clásica y última carta en el mismo elemento que va a servirle de paisaje funerario.

El mismo Bisswell me explicaba más tarde que –según su modo de entender– es conveniente recoger las experiencias en caliente. Que el capítulo realice el tránsito directo de la vida real al universo de la novela, sin soluciones de continuidad, chorreante de viva suculencia humana, sin pagar regalías a los laboratorios imaginativos. Como buen campesino, este autor conoce las condiciones nutritivas de la leche tomada al pie de la vaca.

De esa  trabazón racial que lo dejó parado en la esquina de dos apellidos contradictorios, de ese temperamento nervioso y esa sonrisa pueril que hace pensar en un niño disfrazado de Nazareno para la Semana Santa, de todo eso, en fin, ha salido una novela. Puede ser autobiográfica. George Lee Bisswell Cotes dice que no lo es, lo que, desde luego, deja mucho que pensar acerca de su imaginación.

Cualquier estudiante de primeras letra que haya leído a nuestro Jorge Isaacs, a Paul Bourget o a cualquiera de los innumerables autores que escriben con el pseudónimo de Rafael Pérez y Pérez, va a cometer el error de tirar esta novela antes de llegar a la página quince. Más le valdría, sin embargo, comenzar nuevamente por el primer capítulo, examinando, no el conjunto, no el bloque argumental, sino el simple detalle, el transitorio y casi inadvertido incidente. Creo firmemente que una vez realizado el experimento, se le perdonará a George Lee Bisswell Cotes el error fundamental de publica un libro cuando todavía no se ha dejado de ser un excelente, un extraordinario estudiante de retórica. Claro que no me refiero a la retórica como disciplina mental, sino a la retórica práctica, ampulosa, asfixiante y barata que rige a todos los movimientos de la actividad humana y que todo buen escritor –por convencionalismo– se encarga de mixtificar para darle a su obra lo que algunos llaman NATURALIDAD y, otros, REALISMO PATÉTICO.

Estoy seguro de que pasados dos o tres años, George Lee Bisswell Cotes no ha de ser el primero, pero tampoco el último que reconozca los inconvenientes que, para la perfecta realización de su obra, constituyeron la grandilocuencia, el exagerado sentido onomatopéyico, la frondosidad discursiva. Comprenderá que ha escrito una novela de doscientas páginas sobre lo que merece ser un buen cuento de dos cuartillas.

Creo que lo malo, lo censurable en esta primera novela de Bisswell, es precisamente lo curable. No lo fundamental. Si bien es cierto que, en la actualidad, lo primero es tan abundante, tan espeso, que casi no permite desentrañar lo segundo.

Pero tiene derecho un escritor a ofrecer las diferentes etapas de su proceso evolutivo, inclusive desde el instante en que se encuentra en los primeros estados de la barbarie literaria. Temo que sí, mientras haya lectores con el mismo período sociológico, capaces de estremecerse ante una pierna de mamut.

George Lee Bisswell –estoy seguro– leerá a los clásicos, encontrará su verdadera arteria y acaso sea lo bastante inteligente como para no avergonzarse de su primera novela y para comprender que no hay nada cruel o adverso en estas palabras preliminares que han sido escritas con admiración y respeto por el novelista que todavía no se ha formado completamente detrás de su nombre espectacular.

Cuando se rasure definitivamente, cuando escriba a puerta cerrada y tenga acogida su obra en los círculos más exigentes, comprenderá las ventajas que tiene publicar un libro antes de estar completamente maduro el autor. Entre otras, la ventaja de tener un grueso público, un fabuloso número de lectores que apenas si serán capaces de pronunciar su nombre correctamente, pero que, en cambio, sabrán apreciar lo mucho de sincero y de humano que tiene esta primera novela de George Lee Bisswell Cotes.

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