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Lectura

Virginia Woolf en 5 apuntes de Gabriel García Márquez

Cinco comentarios del escritor colombiano sobre la vida y obra de Virginia Woolf.

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Diseño de ilustración Fundación Gabo / Julio Villadiego
Redacción Centro Gabo

En “Otra vez el Premio Nobel”, una columna publicada por El Heraldo el 8 de abril de 1950, Gabriel García Márquez escribió que Virginia Woolf, al igual que Marcel Proust y James Joyce, jamás recibió el Premio Nobel de Literatura debido a su excesivo talento narrativo. Por aquella época, la admiración que Gabo le profesaba a Woolf era tal que todos sus artículos en El Heraldo estaban firmados con el seudónimo “Septimus”, un nombre inspirado en el personaje Septimus Warren Smith de La señora Dalloway.

Había sabido por primera vez de Virginia Woolf un año antes, en 1949, durante un viaje a Barranquilla en el que conoció a Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda Samudio. Cepeda Samudio, quien pronto se convertiría en uno de sus mejores amigos, fue quien le prestó una traducción al español de La señora Dalloway, que él leyó alucinado como si acabara de descubrir un mundo nuevo. Algunos meses más tarde, ese mismo grupo de amigos le regalaría un paquete de libros en el que se encontraba Orlando y otras novelas destacadas de la literatura moderna anglosajona.

Todas estas lecturas sirvieron de estímulo para la escritura de La hojarasca, la primera novela de García Márquez. En entrevistas futuras, el autor colombiano sostendría que su novela era una combinación entre la narrativa de William Faulkner (especialmente en Mientras agonizo) con la técnica del monólogo interior desarrollada por Woolf.

En el Centro Gabo compartimos contigo cinco apuntes de García Márquez sobre Virginia Woolf:

 

1. Virginia Woolf, la inmortal

 

Al escritor no lo mata nadie. Ni siquiera la muerte. Fíjate lo que pasa con Virginia Woolf, que murió hace tiempo y sigue sacando libros.

 

“Al escritor no lo acaba nada… ¡excepto el premio Nobel!”.

El Tiempo, 1983.

 

2. La señora Dalloway, precursora de Macondo

 

Yo sería un autor distinto del que soy si a los veinte años no hubiese leído esta frase de La señora Dalloway: «Pero no había duda de que dentro (del coche) se sentaba algo grande: grandeza que pasaba, escondida, al alcance de las manos vulgares que por primera y última vez se encontraban tan cerca de la majestad de Inglaterra, el perdurable símbolo del Estado que los acuciosos arqueólogos habían de identificar en las excavaciones de las ruinas del tiempo, cuando Londres no fuera más que un camino cubierto de hierbas, y cuando las gentes que andaban por sus calles en aquella mañana de miércoles fueran apenas un montón de huesos con algunos anillos matrimoniales, revueltos con su propio polvo y con las emplomaduras de innumerables dientes cariados». Recuerdo haber leído esta frase mientras espantaba mosquitos y deliraba de calor en un cuartucho de hotel, por la época en que vendía enciclopedias y libros de medicina en La Guajira colombiana. (…) Transformó por completo mi sentido del tiempo. Quizá me permitió vislumbrar en un instante todo el proceso de descomposición de Macondo, y su destino final. Me pregunto, además, si no sería el origen remoto de El otoño del patriarca, que es un libro sobre el enigma humano del poder, sobre su soledad y su miseria.

 

El olor de la guayaba, 1982.

 

3. La hojarasca, una novela woolfiana

 

Cuando mi madre volvió a Aracataca, desde Barranquilla, a vender la vieja casa de los abuelos en ruinas, yo la acompañé. Había salido de Aracataca a los ocho años y no había vuelto nunca. Cuando llegamos a ese pueblo acabado, con un calor terrible, lo primero que hicimos fue entrar en una botica. Allí una señora estaba cosiendo a máquina: mi madre le dijo: «¡Comadre!», ella hizo un gesto, así, se levantó, la abrazó, le dijo: «Comadre», y estuvieron llorando media hora, abrazadas, sin decirse nada. Al regresar, en el tren, esa misma tarde, empecé a preguntarle a mi madre por la historia de mi abuelo; de la familia, de dónde habían venido, y sentí que todo eso era un material literario que tenía allí dentro y que no sabía muy bien por dónde iba a reventar. Así que regresé de ese viaje y me puse a escribir, muy rápidamente, en Barranquilla, La hojarasca, con un método completamente woolfiano: su técnica es la de La señora Dalloway, aunque los críticos, que son tan brutos, no se hayan dado cuenta.

 

“Comadreo literario de cuatro horas con García Márquez”.

 Gaceta, marzo de 1981.

 

4. Mejores monólogos que los de Joyce

 

Nunca había leído a Joyce, así que empecé a leer Ulises. Lo leí en la única edición que había en castellano. Desde entonces después de haber leído el Ulises en inglés y también en una traducción francesa muy buena, me doy cuenta de que la traducción original en castellano era muy mala. Pero aprendí algo que me resultaría muy útil en mi escritura posterior: la técnica del monólogo interior. Más tarde la encontré en Virginia Woolf, y me gusta más cómo la usa ella que cómo la usa Joyce.

 

“Gabriel García Márquez”. The Paris Review, 1981.

 

5. Un consejo profético

 

Todavía no se ha escrito en Colombia la novela que esté indudable y afortunadamente influida por los Joyce, por Faulkner o por Virginia Woolf. Y he dicho «afortunadamente», porque no creo que podríamos los colombianos ser, por el momento, una excepción al juego de las influencias. En su prólogo a Orlando, Virginia confiesa sus influencias. Faulkner mismo no podría negar la que ha ejercido sobre él mismo Joyce. Algo hay –sobre todo en el manejo del tiempo– entre Huxley y otra vez Virginia Woolf. Franz Kafka y Proust andan sueltos por la literatura del mundo moderno. Si los colombianos hemos de decidirnos acertadamente, tendríamos que caer irremediablemente en esta corriente.

 

“¿Problemas de la novela?”.

Artículo de Gabriel García Márquez escrito para El Heraldo, mayo de 1950.

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