Sergio Ramírez
Lectura

Perdiendo el miedo a las palabras: Sergio Ramírez, Gabo y la revolución literaria

Entrevista con el escritor nicaragüense Sergio Ramírez.

Orlando Oliveros Acosta

Uno de los consuelos que tuvo Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) cuando perdió las elecciones presidenciales de Nicaragua en 1996 fue que a partir de ese momento su vida sería dedicada a la literatura. Todavía no era muy consciente de que con esa derrota estaba siguiendo el rumbo del escritor latinoamericano que naufraga en la realidad política y triunfa en la ficción. El sabor del fracaso le ha hecho recordar que Rómulo Gallegos, célebre novelista y presidente de Venezuela en 1948, fue derrocado a los nueve meses de gobierno por una junta militar; que Juan Bosch, destacado cuentista y presidente de la República Dominicana en 1963, demoró en el poder los siete meses que esperó el coronel Elías Wessin y Wessin para dar un golpe de Estado; o que Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura en el 2010, también perdió las elecciones a la presidencia de su país en 1990.

“No podemos decir que los escritores hayan sido exitosos en la política”, comenta con voz serena. Hace veintidós años, cuando fue postulado por el Movimiento de Renovación Sandinista para asumir las riendas de Nicaragua, obtuvo 7665 votos. Desde entonces repite el mismo chiste en entrevistas y festivales: “esas elecciones me sirvieron para darme cuenta de que tengo más lectores que electores”.

Autor de una docena de novelas y varios libros de cuentos, Sergio Ramírez es considerado por la crítica como uno de los escritores vivos más importantes del continente. En el  2017 el Ministerio de Cultura español le concedió el Premio Cervantes, convirtiéndolo en el primer nicaragüense en recibir este galardón. Durante la ceremonia de premiación, leyó un discurso que empezó con una crítica a las políticas autoritarias y represivas del gobierno de Daniel Ortega, pero que terminó –como siempre que pasa de largo el fantasma de la política– con una oda a la literatura del Caribe. En ella destacó la importancia de su compatriota Rubén Darío en la renovación de la lengua castellana y la deuda que su narrativa posee con otros creadores de América Latina como Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. Al escritor colombiano, con quien mantuvo una larga amistad, le llamó alquimista de la lengua que transmutó la realidad en prodigio.

En Medellín, bajo un sol primaveral que se cuela entre las guaduas del Jardín Botánico, Sergio Ramírez sonríe cuando le pregunto sobre Gabriel. Tal vez no sepa que en una entrevista de abril de 1981, Gabo confesó ser otro escritor derrotado en las jugarretas de la política. Caminando por una calle de Cartagena alguien se acercó a preguntarle “¿Usted es García Márquez?”, y él contestó “Sí. ¿Vas a votar por mí?”. La persona, que no dudó un segundo en responder, le dijo: “Eche, eso sí no”.

– A mí me derrotan hasta en Aracataca –le explicó Gabo a su entrevistador.

Casi cuatro décadas más tarde, ignoro si Sergio Ramírez piense algo similar con Masatepe.

 

¿Cómo conoció a Gabriel García Márquez?

 

Nosotros nos conocimos en el año de 1977 en Bogotá, cuando se estaba filmando La mala hora que dirigió Jorge Alí Triana para la RTI. Yo fui a buscarlo para hacerle una propuesta política. Como en Nicaragua ya estábamos comenzando la insurrección contra la dictadura de Somoza, quería que él hablara con el presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, y respaldara la instalación de un gobierno provisional en mi país una vez que la dictadura fuera derrocada. Gabo inmediatamente accedió a lo que yo le estaba pidiendo. Desde entonces comenzamos una amistad que tuvo origen en la política pero que más adelante fue muy literaria.

 

Cuéntenos un poco de esa amistad literaria…

 

Mi relación con Gabo en cuanto a la literatura tiene muchos aspectos. Él era un buen maestro de lectura. Nosotros intercambiábamos ideas sobre libros que leíamos o pensábamos leer. Él, particularmente, era un lector muy voraz que siempre estaba en busca de novedades, leía libros sin importar la edad de sus autores, era un cazador de lecturas apasionantes que sabía recomendar buenas historias a sus amigos.

 

Usted fue vicepresidente de Nicaragua por más de cinco años a finales de la década de los ochenta, cuando ya tenía varios cuentos y novelas publicados. ¿Cómo ha sido esa relación entre la política y la literatura?

 

El oficio del político y el oficio del escritor son dos oficios incompatibles que sólo las circunstancias de la vida hacen que se junten. En mi caso fue una revolución la que los juntó. Yo hablo de la política únicamente porque es una consecuencia de la toma del poder, lo cual es algo que a mí nunca me hubiera interesado si se lo ve desde la perspectiva simple de la política. De manera que en mi vida lo que hubo fue una coincidencia entre revolución y literatura, más allá de aquella que pudiera haber existido entre política y literatura. Desde luego que yo nunca hubiera abandonado la carrera literaria por la política pura y simple, sencillamente lo hice porque se trataba de una revolución. Cuando las circunstancias de la revolución terminaron, regresé a mi vieja querencia que es la literatura.

 

Entre el político y el escritor, ¿con cuál se queda?

 

No lo duraría nunca: escojo la literatura. A mí la política no me interesa. Me refiero a la política vista como tal, es decir, luchas de poder, aspiraciones a cargos públicos, proyectos políticos… nada de eso me interesa. Lo que sí me llama la atención es ser un observador activo de la política, porque es un asunto que tiene ver conmigo como ciudadano.

 

¿Se puede llevar a cabo una revolución desde la literatura?

 

Una revolución literaria, sí. Aunque no son muchos los escritores agraciados que son capaces de cambiar las reglas literarias en el mundo, como lo hizo mi paisano Rubén Darío en la lengua española con el modernismo. La literatura es un proyecto permanente de cambio. No hay literatura sin experimentación, sin novedades. Si no se dan estas condiciones corre el riesgo de volverse un campo muerto.

 

Muchos críticos coinciden en que García Márquez revolucionó la forma de asumir la identidad latinoamericana. ¿Está de acuerdo con eso?

 

Claro, Gabo le dio una identidad a América Latina. Él hizo que muchos latinoamericanos se encontraran en esa plaza pública, esa plaza común que fue Cien años de soledad. Con la identificación de esas historias y esos personajes, todos en el continente se dieron cuenta de que aquella novela tocaba su propia vida, su propio país, sus propias comunidades,  que era parte de su propia experiencia. Eso creó un colectivo de sentimientos que yo llamo identidad.

 

Pasada la página de García Márquez y los autores del llamado “Boom” latinoamericano, ¿qué cree que le hace falta a los nuevos cuentistas y novelistas del continente?

 

A la literatura latinoamericana lo que le sobra hoy en día es diversidad. Creo que García Márquez matriculó un estilo que es irrepetible. Gabo no puede tener seguidores porque se convierten fácilmente en imitadores, pues se trata de un lenguaje muy particular, muy suyo. El hecho de que él haya descubierto una nueva forma de ver el mundo no quiere decir que eso sea un método de escritura para otros. Su método es único e irrepetible. Sin embargo, Gabo dejó esta ambición por la experimentación, por buscar nuevas claves, por intentar la diversidad. Me parece que en el siglo XXI la literatura que escriben los más jóvenes es muy diversa.

 

A esa generación de este nuevo siglo, ¿qué consejos les quiere dejar?

 

Que se atrevan, que no le tengan miedo a las palabras. No confiarse en las palabras congeladas. Renovar el lenguaje, buscar la experimentación siempre. En el manejo de la lengua, buscar nuevas historias que contar; a veces las historias en literatura son las mismas y se repiten, pero lo importante es la forma en que se cuentan, las técnicas y los métodos que se emplean. Eso es lo que los jóvenes escritores deberían hacer.

 

Es la otra revolución a la que debemos apuntar…

 

Exacto. La renovación permanente del lenguaje sin tenerle miedo a las palabras.

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