Prólogo de Gabriel García Márquez escrito en 1989 para el libro “Abel Quezada, el cazador de musas” del pintor y caricaturista mexicano Abel Quezada.
Tengo un cuadro de Abel Quezada en el comedor de mi casa. Es el retrato de una mujer de unos cuarenta años sentada junto a una columna roja, solitaria y triste, con una garrafa de vino rosado ya casi vacía y una copa a medio consumir. Lleva una túnica blanca con flores de abril, y un peinado de Mona Maris, y no es posible saber si la luz de sus ojos es por el verde de mar en reposo o por el fulgor de sus lágrimas. Pues tanto su semblante como la soledad de su vino delatan una vieja congoja. De noche, cuando se apagan las luces del comedor, la garrada está vacía y sólo queda el último sorbo en el fondo de la copa. Pero a la mañana siguiente está otra vez llena hasta la mitad y la copa a medio consumir.
Esta historia empezó hace tantos años que ya no recuerdo cuántos, un domingo en que Yolanda, la esposa de Abel, nos invitó a su primer estudio de Cuernavaca para prepararnos una de sus ensaladas floridas que podrían confundirse con un cuadro de su marido si se colgaran en la pared. La casa era una especie de precipicio domesticado, con siete niveles unidos por una escalera tentacular que descendía hasta los trópicos entre plantas de flores bulliciosas y pájaros alucinados. En el primer nivel estaban la sala de visitas y el dormitorio grande. En el segundo, descendiendo, estaban las otras alcobas, la cocina y el comedor, y una terraza sobre las vastas selvas del sur. En el tercero, más abajo, estaba el estudio de pintar: un amplio invernadero de vidrios siderales por donde podía verse en los días festivos de diciembre el vasto océano Pacífico hasta las nieves del Fujiyama.
Abel es el único pintor dominical que pinta todos los días, y lo mismo de día que de noche. Pinta siempre, hasta cuando duerme, pues a veces despierta en la media noche y toma notas de un sueño para pintarlo al día siguiente. Pinta como respira, terminando apenas para volver a empezar, y en cualquier lugar de este mundo ancho y ajeno que él suele recorrer al derecho y al revés como si fuera minúsculo y suyo.
En el estudio de Cuernavaca había aquella tarde muchos cuadros pintados en el curso de la semana, unos colgados, otros en el suelo, la mayoría volteados contra las paredes, pero el que me flechó el corazón fue el que estaba todavía en el caballete. Era, por supuesto, el de la mujer que hoy nos contempla desde su marco dorado mientras comemos. Sólo que entonces era una niña de unos cuatro años que jugaba a las muñecas en el salón ajedrezado de algún palacio florentino.
– Quiero ese cuadro –le dije a Abel.
– Es tuyo –me dijo él.
El trato fue así de fácil, pero la entrega demoró media vida, durante la cual recorrí el mundo persiguiendo el cuadro. Lo vi en una exposición no recuerdo dónde, cuando la niña regresaba de la escuela primaria por el sendero imaginario de una pradera solar. La vi otra vez a punto de iniciar sus experiencias mundanas, en el departamento que tiene Abel en Nueva York, por cuya escaleras de incendios desciende él con Yolanda y sus hijos, y a veces con los amigos que invitan a cenar, para ver de madrugada los cuadros del Museo de Arte Moderno, veinte pisos más abajo, sin el estorbo de los turistas japoneses. La niña tenía entonces quince años, que había celebrado bailando con un novio equívoco a bordo de un trasatlántico perdido entre la niebla de un cuadro anterior. Era el segundo novio. El primero fue un taxidermista como medio siglo mayor que ella, que le había seducido sin amor entre la muchedumbre en ayunas que esperaba el aeroplano pueril del coronel Lindbergh, y que se suicidó por ella con una bala de chocolate en el corazón. Así fui viéndola crecer, haciéndose mujer por entre los azares de su destino errático, tomándose una copa de ajenjo en “La Coupole” de los pintores de espejos, asomada a una ventana sin porvenir, vestida de gondolera en un sanatorio de músicos, sumergida en una bañera de nubes fragantes de un hotel de reyes fugitivos de Estambul, cazando un rinoceronte desinflable en las selvas del Nínive. En cada una de esas veces le dije a Abel: “Mi cuadro”. Y él, impasible, me contestó siempre: “Ahí está”. Siempre lo mismo, durante años y años, mientras la niña envejecía sin merecerlo.
Así es Abel Quezada. En un siglo en que la pintura parece alejarse cada vez más de la vida, él es un salteador de caminos de la memoria cotidiana, que anda a campo traviesa echándose en el saco todo lo que corre el riesgo de perderse para el mundo por las desidias del corazón. La suya es una poética personal e inquietante que lo mismo puede leerse al derecho o al revés por la magia de sus esdrújulas: boxeadores quiméricos, peloteros hidráulicos, senadores andróginos, bailarines fúnebres, brújulas náufragas, inversionistas térmicos, tigres tristísimos, asesinos benéficos, bomberos sádicos, muertes clínicas, astrónomos sonámbulos, putas idénticas, hospitales inhóspitos, pesistas cardíacos, dirigibles huérfanos, toreros mamíferos, billaristas prostáticos, Maximiliano heráldico, Juárez atónito, gringos bárbaros. En fin, la vida entera vista por la ventana compasiva de un tren de cuerda.
Un día Abel tuvo la audacia de abandonar su vagón para pintar desde fuera a todos los seres que viajábamos con él. Y entonces éramos nosotros los que lo veíamos a él por la ventanilla, pintándonos a todos desde la estación de sus sesenta años. En uno de los vagones finales iba la niña interminable convertida en una esposa otoñal, sola y sin hijos, pastoreando el olvido con el vino criollo que le pintó Abel, que no es tan bueno como el francés, pero que cuesta doce mil quinientas treinta y dos veces menos.
– Mi cuadro –insistí.
– Ya casi –me dijo Abel.
Así fue. El 29 de marzo de 1986, un predicador adventista y su esposa, que era una alcohólica anónima de Milwaukee, se convirtieron en estatuas de hielo frente al caballo casi blanco de Emiliano Zuleta pintado por Diego Rivera en el Palacio Nacional de Cuernavaca. Fue la nevada más intensa y deslumbrante que ha caído en la ciudad. La casa de Abel Quezada era ya la de ahora, horizontal y múltiple, con un prado de licor de menta, y un sendero bordeado de arbustos de cognac y flores de ginebra, al fondo del cual está su nuevo paraíso de pintar. Fue una tarde feliz, porque Abel no pudo resistir la emoción de ver su piscina convertida en una inmensa copa de helado de limón, y en un súbito instante de debilidad mental me hizo entrega del cuadro, casi treinta años después de prometido. No me lo vendió ni me lo regaló, sino que me lo prestó por un siglo menos un año, tal como lo escribió a pincel, de su puño y letra, en el ángulo inferior del lienzo.
Este es sólo el principio de la historia. Mi nieto Mateo, que por un chiste de la naturaleza es también nieto de Salvador Elizondo, nació hace catorce meses con el compromiso genético de devolver el cuadro el 29 de marzo de 2085, a las tres de la tarde, cuando él tendrá noventa y tres años y Abel tendrá ciento sesenta y dos, y Yolanda los mismos veintiséis que tiene desde quién sabe cuántos. Sólo entonces, si tengo tiempo, podré escribir para la posteridad el final de esta historia.
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