Diseño de ilustración Fundación Gabo / Julio Villadiego
Lectura

La vida no es un ensayo, sino pura continuidad. Entrevista a Paul Brito.

Entrevista al escritor colombiano Paul Brito, autor del libro La vida no es un ensayo.

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Diseño de ilustración Fundación Gabo / Julio Villadiego
Orlando Oliveros Acosta

El 11 de julio de 2023, cuando los medios de comunicación anunciaron la muerte de Milan Kundera, lo primero que hice después de oír la noticia fue releer un libro suyo. Supongo que esa es la conducta de todo lector agradecido. Escogí La insoportable levedad del ser, una novela que había leído en mis años universitarios y que desde entonces se había llenado de polvo en algún estante de mi biblioteca. En la página 12 de aquella edición de RBA Editores, mi yo de otro tiempo había subrayado una frase escrita por el narrador omnisciente de la historia: “El hombre lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo”.

Esa magnífica sentencia me recordó el título de un libro que había comprado el mes anterior, La vida no es un ensayo, del escritor barranquillero Paul Brito. Lo había dejado abandonado sobre el nochero de mi habitación sin atreverme a hojearlo por primera vez. ¿Se había inspirado Brito en las palabras del novelista checo? Movido por aquel interrogante decidí leerlo y descubrí, para mi sorpresa, que Kundera no está entre los autores esenciales del libro. Sí tienen cabida, por el contrario, las ideas de Henri Bergson y un hermoso epígrafe de Augusto Monterroso que explica el origen del título: “La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo”.

Aunque mi hipótesis sobre la relación entre Kundera y Paul Brito no era correcta, el ejercicio de desmentirla me sirvió para leer detalladamente el libro. La vida no es un ensayo es una antología de artículos muy diversos que tienen un mismo protagonista: el arte de la continuidad. Con una prosa rítmica y un oficio narrativo que se mezcla con el del crítico literario y el del periodista, Paul Brito va desenredando la madeja de sus propias reflexiones en torno a los misterios del tiempo.

De esas reflexiones hablamos por teléfono.

 

Para ti, ¿qué es el tiempo?

 

Mi concepto del tiempo está atravesado por la idea de la continuidad. He descubierto que esa continuidad, que siempre creí que tenía que ver con el tiempo, en realidad tiene que ver mucho más con el movimiento. Antes consideraba al tiempo como la base ontológica de la existencia en la que se subordinan todas las cosas, tal y como se manifiesta en las obras de Gabriel García Márquez, en donde hay un tiempo que manda, es cíclico y degenerativo. Creía que el tiempo era el rey de la vida. Sin embargo, luego descubrí que este rey está supeditado a un elemento superior: el movimiento. Todos estamos sometidos al cambio, al devenir y a la mutación constante del crecimiento (o del decrecimiento). El tiempo es sólo una magnitud de ese movimiento.

 

¿Es la literatura una manera de jugar con esta forma de entender el tiempo?

 

La literatura nos cuenta sobre el movimiento continuo de la vida y sobre la contradicción entre una vida que quiere crecer y reproducirse, y otra que quiere degradarnos y acercarnos a la muerte. Las historias de los escritores toman el material que el tiempo desintegra (o va a desintegrar) y lo vuelven a armar en un presente que se actualiza con un nuevo sentido. La literatura se opone a la entropía cronológica del tiempo y hace parte de eso que los griegos llamaban Kairós.

 

En tu libro hay un ensayo en donde afirmas que, en Cien años de soledad, García Márquez domestica al infinito. ¿Cómo es eso?

 

Cuando uno lee Cien años de soledad y se encuentra con su naturaleza mágica e hiperbólica tiende a pensar que está ante una obra que coquetea con lo ilimitado y se desborda hacia el infinito. No obstante, basta con releer la novela para darse cuenta de que en ella se lleva a cabo todo lo contrario: la realidad, que uno cree afuera de sus cauces, es sometida a unos recipientes y dosificada en determinadas cantidades. Desde el comienzo, García Márquez narra siempre con números exactos. El mismo título plantea un número redondo. No son ciento y un años, son cien: una cifra completamente cerrada. Las mil y una noches es un título simbólico sobre lo ilimitado, Cien años de soledad supone el lado opuesto de ese énfasis. La novela incluso acota la vida de Macondo, narra su principio y su final. A lo largo de la narración van apareciendo números cerrados que aterrizan a la imaginación: lo vemos cuando el padre Nicanor Reyna bebe una taza de chocolate caliente y se eleva doce centímetros, y luego cuando un soldado le da un culatazo en la cabeza para devolverlo al suelo. García Márquez no es sólo el padre que levita, sino también ese soldado que aterriza la magia.

 

 

¿Crees que ese modo de compactar el infinito desapareció en el autor tras acabar Cien años de soledad?

 

García Márquez siguió explorando otras formas de trabajar la realidad. En El otoño del patriarca y los cuentos de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada apuesta por un estilo completamente distinto al de los cuentos de Los funerales de la mamá grande, más sobrios y apegados al realismo. “Un señor muy viejo con unas alas enormes” y “El ahogado más hermoso del mundo”, por poner dos ejemplos, son relatos en los que García Márquez probó con todas las escalas de lo mágico.

 

¿En qué consiste la naturaleza continua del tiempo que, desde tu perspectiva, Julio Cortázar ilustró en El perseguidor?

 

Cortázar también nos presenta ese juego entre lo mágico y lo real. En El perseguidor, un relato que él mismo consideraba como un punto de inflexión en su obra, su mayor logro fue darle vida al protagonista. Él solía afirmar que el primer personaje realmente vivo de su literatura era Johnny Carter. Los demás, los de los relatos anteriores, eran personajes que él había manipulado en función de sus argumentos fantásticos. Johnny Carter no, pues era una entidad independiente de la trama que quería contar. Con Johnny, los lectores experimentan la continuidad. Se trata de un músico de jazz obsesionado con el tiempo y todo lo que éste puede contener. A través de él, Cortázar ofrece una de las mejores explicaciones que en la historia de la literatura se han dado sobre el tiempo. Eso ocurre cuando Johnny se queda dormido en el metro y se despierta tres estaciones más adelante. Entre una estación y otra hay un tiempo definido. Entonces Johnny recuerda que ha soñado una secuencia de eventos que no pueden caber cronológicamente en esas tres paradas, de forma que, al contrario del espacio, el tiempo tiene una elasticidad retardada. Esa es la continuidad. La misma que permite que uno pueda llevar su voluntad más allá del espacio. Así también lo veía Schopenhauer. Quizá por eso el personaje de Cortázar está sumergido en la música: porque la música es el arte que más encarna directamente al tiempo sin mediaciones simbólicas.

 

En otro ensayo afirmas que Franz Kafka era un ascensorista que cambiaba de un tiempo a otro. ¿Podrías explicarme eso?

 

Bueno, lo que digo ahí es que las narraciones de Franz Kafka se mueven más de forma vertical que horizontal, o sea, más de manera cualitativa que cuantitativa, más de forma intensiva que extensiva. En otras palabras, que sus historias se mueven apoyadas más sobre la dimensión del tiempo que en la del espacio. Y que eso lo vuelve uno de los primeros escritores que narra el cambio de paradigma entre un mundo newtoniano, es decir, un universo donde el espacio es concebido de forma absoluta, horizontal, secuencial, y un mundo einsteniano, donde el mundo no es estable, fijo, sino sometido a las distorsiones del tiempo y a la relatividad del observador. Un mundo interconectado, un continuum lleno de intersecciones, donde el espacio puede abordarse desde distintos niveles, superposiciones o duraciones simultáneas, y la extensión del tiempo cronológico depende más bien de ciertas mutaciones e intensidades vitales.

 

Hay una sección de tu libro que titulaste “Soluciones de continuidad” y en la que tus reflexiones se vuelcan hacia los escenarios deportivos. ¿Qué puede enseñarnos la filosofía que envuelve a los deportes sobre el tiempo y la vida?

 

Esa parte me gusta porque cambia el enfoque del libro, hasta entonces limitado a la literatura. Ahí me intereso más en los deportes. Ya había hecho algo similar en una obra anterior, El proletariado de los dioses, en la que reflexioné sobre los pesistas y fisicoculturistas. En la vida de los deportistas encuentro muchas ideas que también se debaten en la literatura. El proletariado de los dioses es un título que posee las dos fuerzas que menciono constantemente: por un lado está el proletariado, todos esos obreros de la realidad que a través de secuencias y cantidades están tratando de luchar contra unas circunstancias que a veces los superan. Y por el otro lado están los dioses, quienes están por encima de las fuerzas físicas de la realidad, aunque paradójicamente necesitan de los obreros; toda divinidad necesita de humanos que le recen. Pues bien, el fisicoculturismo juega mucho con eso. No son como los futbolistas, que al hacer un gol son dioses por un instante y encuentran una solución de continuidad, sino que están presos de las repeticiones y del esfuerzo físico, del triunfo por acumulación. El deporte siempre nos está aleccionando sobre la realidad. Albert Camus decía que todo lo que había aprendido de la vida lo había aprendido en el fútbol (de joven jugaba de portero). En La vida no es un ensayo hablo de Messi y de la manera como él distorsiona el espacio, diferenciándose de otros jugadores más físicos. También profundizo en Maradona y su mano, considerada por los fanáticos como la mano de Dios (de nuevo el asunto de lo divino que interviene en la realidad), y en Usain Bolt, el velocista que superó el tiempo y el espacio y que, incluso, desacelera antes de llegar a la meta para sonreír. Tal parece que los deportistas excepcionales le apuestan a esa dimensión mágica y cualitativa de la realidad, como si vivieran en las magnitudes del ascensor más que en las de la rueda.

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