Redacción Centro Gabo
Lun, 09/09/2019 - 20:15
El 18 de febrero de 1950 Gabriel García Márquez acompañó a su madre en un viaje a Aracataca para la vender la casa de los abuelos. Fue una travesía de ida y vuelta al pueblo de su infancia en el corazón de la zona bananera. Ese día descubrió el inmenso valor literario que tenían los años de su niñez y apreció el peso de las historias en los hombros de sus ancestros.
“Ni mi madre ni yo hubiéramos podido imaginar siquiera que aquel cándido paseo de sólo dos días iba a ser tan determinante para mí, que la más larga y diligente de las vidas no me alcanzaría para acabar de contarlo”, escribió el novelista colombiano en sus memorias, Vivir para contarla. “Ahora, con más de setenta y cinco años bien medidos, sé que fue la decisión más importante de cuantas tuve que tomar en mi carrera de escritor. Es decir: en toda mi vida”.
En la casa de Aracataca Gabriel García Márquez vivió hasta los ochos años de edad. Era una casa grande y hospitalaria que había sido comprada por el coronel Nicolás Márquez en 1912, cuando todavía tenía paredes de bahareque y techo de palma como las primeras casas de Macondo en Cien años de soledad. Trece años después, el 20 de julio de 1925, un incendio la consumió por completo y la familia Márquez Iguarán tuvo que reconstruirla de nuevo con mejores materiales.
Fue en esa casa reconstruida donde Gabo pasó su infancia. Asomarse a sus recintos conservados por el tiempo supone entrar en el universo primigenio en el que el escritor colombiano forjó sus cuentos y novelas.
En el Centro Gabo hemos hecho para ti un recorrido por cada una de las habitaciones de la casa en la que se crio Gabriel García Márquez. Compartimos contigo este paseo entre alcobas donde se fabrican pescaditos de oro, se cocinan animalitos de caramelo, se realizan exorcismos y abundan los santos de cera de tamaño natural.
La primera habitación de la casa. Servía como sala de visitas y oficina personal del coronel Nicolás Márquez. Allí, además del escritorio, el ventilador eléctrico y la poltrona giratoria había un librero casi desierto con un único libro: el diccionario de la lengua. En Vivir para contarla, Gabriel García Márquez lo recuerda como un mamotreto de dos mil páginas en cuyo lomo estaba pintado el titán griego Atlas cumpliendo su labor de sostener la bóveda del universo con sus hombros.
– Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca –le dijo el abuelo a su nieto Gabriel una tarde en la que buscaban la definición de la palabra dromedario.
Políticos liberales, desempleados públicos, veteranos de guerras, admiradores del coronel… todos pasaban a este recinto cuando llegaban a la casa. Allí también entraron una vez los históricos generales Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, quienes almorzaron en familia. Sobre esta visita, la abuela Tranquilina Iguarán le dijo a Gabriel un día: “Uribe Uribe comía como un pajarito”.
En este cuarto el abuelo Nicolás Márquez pasaba largas horas del día haciendo pescaditos de oro con minúsculos ojos de esmeralda. Se trata de la referencia más directa a la estancia donde José Arcadio Buendía hacía sus experimentos alquímicos y el coronel Aureliano Buendía fabricaba sus pescaditos de oro en Cien años de soledad.
A unos centímetros de su mesa de trabajo, el abuelo había dispuesto un espacio para que Gabriel pudiera dibujar a su antojo en la pared. Gabo lo describe así en Vivir para contarla: “Mi abuelo hizo pintar de blanco un muro de su platería y me compró lápices de colores, y más tarde un estuche de acuarelas, para que pintara a gusto, mientras él fabricaba sus célebres pescaditos de oro. Alguna vez le oí decir que el nieto iba a ser pintor, y no me llamó la atención, porque yo creía que los pintores eran sólo los que pintaban puertas”.
Fue la habitación donde murió la Tía Petra. Sobre la misma cama, durante una noche de fuertes lluvias, una bruja exorcizó a la tía Wenefrida con una rama de ortigas y un conjuro que sonaba como una canción de cuna. De entre las sábanas, mientras Wenefrida convulsionaba, salió un pájaro negro que fue capturado por la exorcista y quemado posteriormente en una hoguera.
Se consideraba el centro de la vida social de la familia. Ahí se encontraban los hombres y las mujeres de la casa con los parientes cercanos o lejanos que estaban de paso y que disfrutaban de la hospitalidad de los Márquez Iguarán. La mesa podía extenderse hasta albergar dieciséis asientos. Al fondo, en la pared, había un lienzo de Simón Bolívar que el abuelo Nicolás había colgado como una muestra de admiración por las hazañas del Libertador.
Era un corredor fresco decorado con tiestos de begonias que unía todas las estancias de la casa y en la cual se sentaban las mujeres a bordar. La descripción que Gabriel García Márquez hace en sus memorias de este corredor es la misma que usa para el corredor de begonias de la casa de los Buendía en Cien años de soledad. Cuando la Tía Petra se quedó ciega, podía reconocer el corredor por el olor a jazmines que llegaba hasta ahí desde el jardín.
Un espacio casi exclusivo de las mujeres de la casa. Ahí conversaban con sus amigas y amigos más cercanos a la familia cuando se trataba de ocasiones especiales, pues en condiciones normales a los hombres se les recibía con cerveza helada en la sala de visitas del abuelo y a las mujeres en el corredor de las begonias.
Allí dormían el Nicolás Márquez y Tranquilina Iguarán. En la cama, debajo de una de las almohadas, estaba el revólver del coronel. Siempre dormía con él como un hábito de su pasado guerrero.
Era el cuarto que el pequeño Gabriel compartía con Francisca Simodosea, la tía Mama, una prima hermana del abuelo Nicolás. En aquella habitación estaban los santos de cera de tamaño natural que tanto atormentaron al escritor durante su infancia y cuya influencia fantasmal llegó a las páginas de Cien años de soledad para seguir asustando en el dormitorio de los niños de la familia Buendía.
Fue uno de los dos cuartos que le estaban prohibidos a Gabriel. Lo habitó la prima Sara Emilia Márquez, una hija del tío Juan de Dios nacida antes del matrimonio y enviada a Aracataca para ser criada con los abuelos. Ella era la dueña de una colección de cuentos de Calleja ilustrados a todo color y que jamás prestó a Gabo por temor a que se descosieran. El novelista cuenta que aquella fue su primera frustración como escritor.
El otro lugar prohibido para Gabriel. Era un depósito de baúles y trastos viejos donde estaban apiladas las setenta bacinillas que compraron los abuelos cuando Luisa Santiaga, la mamá de Gabo, invitó a sus compañeras de curso a pasar las vacaciones en la casa. Este episodio también será transfigurado en Cien años de soledad, cuando Fernanda del Carpio tuvo que comprar setenta y dos bacinillas para las compañeras que su hija Meme había invitado a la casa durante las vacaciones. El cuarto de los trastos en Aracataca se convirtió entonces en el cuarto de Melquíades en Macondo.
La cocina era el recinto donde la abuela Tranquilina horneaba el pan y preparaba, como Úrsula, sus animalitos de caramelo. Había en ella anafes primitivos, hornos artesanales y un loro muy viejo, Lorenzo el Magnífico, que gritaba consignas contra España y cantaba canciones de la guerra de la Independencia. Un 20 de julio un toro extraviado irrumpió en la cocina destruyéndolo todo. Gabo y las mujeres de la casa se encerraron en el cuarto de la despensa y esperaron a que los picadores pudieran llevárselo al toril.
García Márquez recuerda este episodio En Vivir para contarla: “Los bramidos del toro perdido en la cocina y los trancos de sus pezuñas en el cemento del corredor estremecían la casa. De pronto se asomó por una claraboya de ventilación y el resoplido de fuego de su aliento y sus grandes ojos inyectados me helaron la sangre. Cuando los picadores lograron llevárselo al toril, ya había empezado en la casa la parranda del drama, que se prolongó por más de una semana con ollas interminables de café y pudines de boda para acompañar el relato mil veces repetido y cada vez más heroico de las sobrevivientes alborotadas”.
En la casa de Aracataca abundaba la presencia de guajiros. Eran indios que ayudaban en los quehaceres domésticos y que alimentaban la imaginación de los moradores con sus creencias que iban más allá del mundo racional. Fueron, en gran medida, los grandes responsables de inculcar en Gabriel un sinnúmero de supersticiones. Cataure y Visitación, personajes de Cien años de soledad, cumplirán un papel similar.
Ninguna casa del Caribe está completa sin su patio. En la casa de Aracataca abundaban las flores, las mariposas amarillas y los árboles frutales. En un patio de aspecto parecido, Remedios la Bella ascendió en cuerpo y alma a los cielos, llevándose consigo las sábanas blancas de Fernanda del Carpio.
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