Un 6 de marzo de 1989, día de su cumpleaños número 62, Gabriel García Márquez publicó El general en su laberinto. Fue su octava novela y en ella narró el último viaje que el libertador Simón Bolívar realizó por el río Magdalena hasta llegar moribundo a la quinta de San Pedro Alejandrino (Santa Marta), hacienda donde falleció el 17 de diciembre de 1830.
La idea le llegó gracias al poeta Álvaro Mutis, que fue el primero en concebir el argumento de la novela. Para su escritura, Gabo recurrió a una documentación exhaustiva sobre la vida y el pensamiento de Bolívar. Contó con la colaboración de lingüistas, historiadores, tipógrafos, médicos, políticos y astrónomos para hacer que cada detalle de la trama tuviera un sustento real.
Entre estos amigos que lo ayudaron, el trabajo del historiador colombiano Eugenio Gutiérrez Celys fue indispensable porque elaboró para el escritor un archivo de tarjetas con datos, fragmentos de cartas y anécdotas curiosas sobre Bolívar. Actualmente, un gran número de estas tarjetas se encuentra en los fólderes del Harry Ransom Center de la Universidad de Texas en Austin. Están redactadas a máquina y algunas poseen glosas escritas del puño y letra de García Márquez.
En el Centro Gabo hemos recopilado seis de estas anécdotas curiosas en torno a Bolívar que García Márquez tuvo en cuenta para la concepción de El general en su laberinto. Aquí las compartimos contigo:
Bolívar pidiendo cerveza desde Barranquilla
El 8 de noviembre de 1830, estando en Barranquilla, Bolívar envió a su mayordomo José Palacios a buscar bebidas alcohólicas a Santa Marta. Así está constatado en una carta que le escribe al general Mariano Montilla: “Le sorprenderá a usted la llegada de José por allá, le mando a buscar algunas cosas para mi mesa; pues no tenemos por aquí ni pan ni vino ni nada más que lo que da la tierra… Mando a buscar un poco de jerez seco y cerveza blanca. Me dicen que no hay nada de esto, pero como necesito muy pocas botellas puedo decentemente pedirlas a un amigo; pero yo no soy amigo de Mier y, por lo mismo, a usted le toca esta impertinencia, siempre que no se encuentra en la ciudad; pues de otro modo no admito nada, excepto algunas verduras que tampoco se encuentran en la plaza”.
En El general en su laberinto los propósitos de esta carta son otros: la visita de José Palacios a Santa Marta en busca de alcohol es una excusa de Bolívar para averiguar información confidencial sobre asuntos de estado mayor con Montilla.
La amante obstinada que llegó tarde al funeral del Libertador
En una de las tarjetas de Gutiérrez Celys se encuentra la anécdota de Anne Lenoit, una hermosa francesa que desobedeció a sus padres para salir en busca de Bolívar, a quien consideraba su gran amor. Lenoit viajó a Cartagena y Barranquilla, ciudad donde cayó enferma, luego se dirigió a Santa Marta llegando el 18 de diciembre, justo después del funeral del Libertador. “Regresó a Tenerife”, dice la tarjeta, “muriendo en el año 1868”.
Con esta historia Gabo arma una leyenda. En El general en su laberinto escribe: “…En el cementerio de Tenerife hubo una tumba con la lápida de la señorita Anne Lenoit, que fue un lugar de peregrinación para enamorados hasta fines del siglo”.
Cuando Bolívar halló la prueba de que Dios existe
Cuenta Gutiérrez Celys que al subir el cerro que separa la pequeña colina de Santa Ana de los llanos de Mariquita, Bolívar se detuvo a contemplar el panorama y, después de un breve silencio, expresó: “¡Qué grandeza, qué magnificencia! ¡Dios se ve, se siente, se palpa! ¿Cómo puede haber hombres que lo nieguen?”.
El dadivoso extremo
Las anécdotas de los desprendimientos materiales del Libertador hacían que su composición como un personaje literario fuera más interesante. Así lo narra H.L Ducoundray, cuyo testimonio fue seleccionado por Gutiérrez Celys para Gabo: “Debo sin embargo, hacerle justicia diciendo que no fue nunca avaro, porque es generoso y se preocupa poco o nada con el dinero. Lo vi a menudo vaciar su bolsa y darle su último doblón a cualquier oficial que le pedía algo a cuenta de su salario, y en alejándose, oí siempre al Libertador que decía riéndose: ‘Le pauvre diable!, está más necesitado que yo y para mí no tiene valor esa miseria de oro; le he dado todo lo que tenía’”.
Esta dadivosidad extrema fue, entre otras razones, uno de los argumentos por los que se decía que Bolívar no viajaba a Europa: se gastaba tanto sus fondos en los menesterosos que no tendría dinero suficiente para presentarse con dignidad en el exterior.
Los baños acalorados de Bolívar y Alejandro Magno
En Honda, un 11 de mayo sin año preciso, Bolívar pidió a un criado una sábana de la maletera y dijo que iba a bañarse. El general Joaquín Posada Gutiérrez le advirtió sobre el riesgo que había en hacer eso a esa hora:
– Recuerde, vuestra excelencia, que Alejandro Magno murió en la flor de su edad por haberse bañado estando acalorado –le dijo.
– Cuando Alejandro se bañó acalenturado, estaba en el apogeo de su gloria –repuso Bolívar–, yo no corro ya ese peligro; además, la muerte de Alejandro la atribuyen unos a que Antípater lo hizo envenenar… y otros a que su enfermedad se agravó por el exceso del vino de una orgía, y yo jamás me he embriagado.
El maestro de los hijos ilustres
A Bolívar llegaban los hijos de personajes ilustres de la época para que se curtieran con las guerras del Libertador y aprendieran de su destreza militar y ejecutiva. El capitán Iturbide, por ejemplo, era hijo de Agustín I de México; el patriota irlandés O’Connell también envió a su hijo “para que admirando e imitando vuestro ejemplo, sirva bajo vuestras órdenes”. Algo parecido hizo Sir Robert Wilson, veterano de todas las guerras de su tiempo; así como un sobrino de Kosciusko y un hijo de Murat.
Sobre Iturbide, Gabo cuenta en El general en su laberinto: “Tres cosas conmovieron al general desde los primeros días. Una fue que Agustín tenía el reloj de oro y piedras preciosas que su padre le había mandado desde el paredón de fusilamiento, y lo usaba colgado del cuello para que nadie durara de que lo tenía a mucha honra. La otra era el candor con que le contó que su padre, vestido de pobre para no ser reconocido por la guardia del puerto, había sido delatado por la elegancia con que montaba a caballo. La tercera fue su modo de cantar”.