En agosto de 1994, Gabriel García Márquez fue invitado a una cena en Martha's Vineyard con el presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton. Aunque a la cita asistieron catorce personas, toda la actividad intelectual de aquella velada giró en torno a cuatro hombres: Clinton, García Márquez, el escritor mexicano Carlos Fuentes y el anfitrión, el novelista norteamericano William Styron.
En "El amante inconcluso", un breve perfil sobre Clinton que Gabo publicó el 25 de enero de 1999 para la revista Cambio, se cuentan los pormenores de este encuentro que comenzó a las 8:00 pm y terminó a la medianoche. "La conversación se redujo poco a poco a una suerte de torneo literario entre el presidente y los tres escritores", escribió García Márquez. En efecto, luego de hablar sobre la próxima Cumbre de las Américas, el narcotráfico en Colombia y las relaciones de los Estados Unidos con Cuba, el diálogo se decantó hacia las preferencias literarias de los invitados estelares. "Entusiasmado, Clinton nos preguntó por nuestros libros preferidos", contó Gabo. "Styron le contestó que el suyo era Huckleberry Finn de Mark Twain. Yo hubiera escogido Edipo Rey de Sófocles, que es mi libro de cabecera desde los veinte años, pero preferí El conde de Montecristo, sólo por razones técnicas que me costó mucho explicar".
Poco después de esta revelación, una lectora de Bogotá envió una carta a la revista Cambio en la que le pedía a García Márquez más información sobre las "razones técnicas" que sustentaban su preferencia por la novela de Alejandro Dumas. El escritor colombiano respondió el 8 de febrero de 1999 con un texto publicado en la misma revista dentro de una sección llamada "Gabo contesta". La respuesta consistió en un análisis de la transformación de Edmundo Dantés en el Conde de Montecristo y los recursos que Dumas utilizó para hacerlo con verosimilitud y maestría literaria.
Desde el Centro Gabo compartimos contigo este escrito de García Márquez en torno las virtudes técnicas de El conde de Montecristo, su libro favorito:
Una lectora curiosa escribió a CAMBIO la semana pasada -a propósito de mi nota sobre el presidente Clinton- para preguntar cuáles son "las razones técnicas" en que me fundé para decir que El conde de Montecristo es uno de mis libros favoritos. Le contesto encantado con la única condición de que no se los cuente a nadie.
El conde de Montecristo, del francés Alejandro Dumas, es una bella adivinanza para lectores acuciosos. ¿Cómo pudo lograr el autor que Edmundo Dantés, un marinero ignorante y podre, escapara de una fortaleza infranqueable convertido en el hombre más rico y culto de su tiempo? La solución genial de Dumas fue que cuando Dantés entró en el castillo de If -condenado por las intrigas de tres enemigos mortales- ya estaba dentro el abate Faría, que era en realidad el personaje que el novelista necesitaba: uno de los hombres más ilustrados, ricos y mundanos de su tiempo.
Habría sido inverosímil que Edmundo Dantés se convirtiera en el protagonista ideal aun estando en libertad y por sus propios e ínfimos recursos. Pero mucho menos creíble hubiera sido que lo lograra dentro de la cárcel. Sin embargo, así fue.
Para empezar: ¿Cómo hizo Dumas que los dos presos convivieran en prisión si estaban en celdas separadas y en régimen de aislamiento absoluto? El castillo de If era la cárcel más severa de Francia. Esto permite suponer que el autor escogió a propósito la ciudad de Marsella para cimentar su gran novela con la proeza técnica de una fuga imposible. El abate Faría, preso por causas políticas y uno de los sabios más distinguidos y actualizados de su tiempo, no estaba ya en edad de fugarse, y sin embargo lo intentó por un túnel excavado casi con las uñas. Lo que le falló no fueron las fuerzas sino las matemáticas, y al cabo de largos años de trabajo no salió al aire libre sino a la celda de Edmundo Dantés. Entonces se dio cuenta de que no tendría vida para empezar de nuevo y resolvió que el joven, vigoroso y apuesto marinero lo sustituyera no sólo en la fuga sino también en la historia. En el tiempo desmesurado de la prisión le enseñó la esencia misma de su sabiduría y el modo de ser de la decadente aristocracia europea. Una vez seguro de su obra, le enseñó la forma de escapar: cuando el abate muriera, Dantés sacaría el cadáver del talego de lienzo en que lo pondrían para tirarlo en el fondo del mar, y se metería él en su lugar. Por último, con el aliento final, el abate le reveló al discípulo las claves de un tesoro fantástico escondido en la isla de Montecristo, que lo convertiría en uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo.
Es decir: Dumas cambió un personaje por el otro. Es claro que hizo marinero a Edmundo Dantés para que pudiera salir del talego mortuorio con un lastre de rozas en los tobillos, y para que nadara hasta la costa. Cuando llegó la hora, tal como lo habían planeado, lo único que quedaba de su identidad original era el cuerpo del buen nadador, y el resto era el sabio Faría dentro de él. Al día siguiente de la fuga los guardianes encontraron el cadáver del abate en la celda vacía, y descubrieron el túnel hasta la celda contigua, también vacía. Demasiado tarde. A esa hora ya existía en el mundo -creado para el asombro y la memoria de la humanidad- un tercer personaje indestructible: el conde de Montecristo, dueño de una sabiduría universal, una fortuna incontable y una sed de venganza que no lograría saciar aún después de haber castigado sin tregua ni piedad a sus enemigos.