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Luis Cobelo, fotógrafo de estirpes condenadas en Macondo

Luis Cobelo, fotógrafo de estirpes condenadas en Macondo

Orlando

Mon, 07/07/2025 - 02:06

Hay días en los que Luis Cobelo quisiera no haber retratado al hijo número dieciocho del coronel Aureliano Buendía. Se llamaba Silcedo, remendaba ropa a máquina y gastaba las noches de su vejez solitaria en las tiendas y billares de Aracataca. Cuando Cobelo viajó por segunda vez al pueblo natal de Gabriel García Márquez buscando los personajes reales de Cien años de soledad, le contó a Silcedo la historia de su filiación macondiana. Aunque García Márquez sólo había mencionado la existencia de diecisiete hijos, Cobelo estaba seguro de que Silcedo era el vástago perdido del coronel que se le había escapado al novelista.

Ante el anciano sastre, el fotógrafo habló de los aurelianos marcados con cruces de ceniza y de cómo todos ellos habían sido exterminados a lo largo del libro por una violencia secreta. Silcedo lo escuchó en silencio. Luego permitió que Cobelo lo retratara con una cruz de ceniza en la frente similar a la de sus hermanos de tinta. Tres meses después, durante un altercado por una botella de aguardiente, un amigo de copas le asestó una puñalada mortal en el corazón.

Fue una muerte que confirmó su pertenencia a la estirpe. Desde entonces, cada vez que Cobelo exhibe su foto en algún museo o galería, trata siempre de encender una vela por Silcedo, el hombre cuya alma fue reclamada por la ficción.

 

La primera expedición a Macondo  

 

El 21 de octubre de 1982, cuando la Academia Sueca informó que Gabriel García Márquez había ganado el Premio Nobel de Literatura, Luis Cobelo todavía no era fotógrafo y tampoco un gran lector. Era un niño de once años recién llegado a Madrid. En el Colegio Público Salzillo Valle Inclán, sus profesores habían reaccionado al anuncio del nuevo Nobel de Literatura mandando a leer Cien años de soledad. Para Cobelo, que sólo había mostrado interés en las tiras cómicas del periódico, la novela del escritor colombiano fue un ladrillo intolerable. “No pasé de la cuarta página”, me dice.

En cambio, cuando volvió a agarrar el libro a los dieciocho años, la saga de la familia Buendía le voló la cabeza. Ahí comenzó una obsesión por las historias de García Márquez. Le gustaban no sólo por la forma como habían sido escritas, sino también porque en ellas sentía de vuelta todo el calor del trópico latinoamericano, especialmente el calor que venía entremezclado con los recuerdos de su infancia en Venezuela.

En el 2007, Cien años de soledad era un libro que Cobelo ya había leído seis veces. Entonces estaba casado, tenía un hijo y una carrera de fotoperiodista que deseaba dejar atrás para dedicarse a la fotografía artística. Para dar ese paso, le propuso a la revista española Yo Dona un viaje a Aracataca con el propósito de fotografiar a las mujeres reales de Cien años de soledad. Tenía el presentimiento de que en aquel pueblo del Magdalena iba a localizar las Úrsulas, Amarantas y Remedios que habitaban Macondo. La directora aceptó encantada, pues ese año se cumplían cuatro décadas de la primera edición de la novela y se preveían varios homenajes a García Márquez.

Fue así como Luis Cobelo hizo su primera expedición a Aracataca. El día de su llegada, durante una excursión por los alrededores del pueblo, un habitante le mostró con especial interés un árbol enorme.

—Es un macondo —le dijo.

Cobelo creyó que ese era un apodo que le habían puesto al árbol para rendir tributo a García Márquez.

— No —le aclaró el hombre—. Así se llama esa especie de palo.

Esa fue la primera foto que tomó.

Se hospedó en un hotel donde cobraban poco más de un dólar la noche. “Me topé con un pueblo virgen”, me dice. Tenía, como ahora, el cabello largo y la piel blanquísima, con los brazos envueltos en manillas y brazaletes de diversos colores. Su irremediable pinta de extranjero llamaba la atención de los transeúntes. “Parecía Pietro Crespi”, recuerda, “el italiano que llevó la pianola a Macondo”.

Con una cámara Hasselblad de 6x6 guindando del cuello, Cobelo fotografió las piedras del río, seducido por el símil de García Márquez que las comparaba con huevos prehistóricos. También capturó en su lente las plantaciones de banano, la vieja fábrica de hielo, los rieles del tren y las ruinas consumidas por el monte en donde alguna vez, hace casi un siglo, estuvieron los gallineros electrificados de la United Fruit Company. Fueron jornadas alucinadas en las que tropezaba con docenas de mujeres jóvenes que decían ser Remedios la bella, vírgenes solitarias que se identificaban con Amaranta y madres autoritarias que posaban como Úrsula.

De ese proyecto, la diseñadora barranquillera Silvia Tcherassi compró algunas imágenes y las utilizó para una de sus colecciones dedicadas al universo literario del escritor colombiano.

Silcedo también fue retratado en esta ocasión. Tiene nueve años menos que su versión con la cruz de ceniza y aparece sentado en plena calle ante su máquina de coser. Remienda, muy concentrado, el cuello de una camisa. Sobre él todavía no se cifraba el aciago destino que se escaparía de la novela para alcanzar su vida.

 

Zurumbático, la segunda expedición

 

Cobelo regresó a Aracataca en 2016, un año antes de que se cumplieran los cincuenta años de la primera edición de Cien años de soledad. Esta vez no sólo iba en busca de las mujeres de Macondo, sino de todas las imágenes prodigiosas que García Márquez había sembrado en cada rincón de su novela. Había reemplazado la Hasselblad por una Leika digital y llevaba consigo un ejemplar de Cien años de soledad que había subrayado hasta el cansancio.

En este libro, encerrados en círculos rojos y verdes, estaban un pelotón de fusilamiento, un bloque de hielo, un mono que puede adivinar el pensamiento, un catalejo para acortar las distancias y otros objetos y metáforas que Cobelo clasificó dentro de un universo alucinante llamado Zurumbático. “Empecé a marcar todo lo que me parecía fotografiable o digno de un stage”, me dice.

Al principio, tenía la intención de preparar las fotografías, convencido de que para capturar las imágenes inventadas por García Márquez era necesario un impulso artificial. No obstante, pronto advirtió que no había que meterle mano a la realidad. “No tengo que hacer nada”, concluyó, “solamente tengo que estar alerta, todo está frente a mí”.

Estuvo en Aracataca tres semanas y de todo lo vivido en esa estancia produjo el fotolibro Zurumbático. “Todos somos zurumbáticos”, me dice. “Es nuestra realidad. Todos, en cierto momento, tenemos momentos zurumbáticos”.

“El discurso de García Márquez fue una luz para hacer periodismo en medio de la oscuridad”: Mónica González

“El discurso de García Márquez fue una luz para hacer periodismo en medio de la oscuridad”: Mónica González

Redaccion

Sun, 07/06/2025 - 19:58

Por: Mónica González

 

Macondo está de fiesta. Por la agónica línea férrea, único punto de contacto entre la magia y la geografía, llegó la noticia: el mundo se inclina en reverencia para anunciar que, de ahora en adelante, el pueblo de las lluvias decenales y el sol anaranjado y redondo es propiedad de la cultura universal. El cuarto Premio Nobel de Literatura atesorado por un latinoamericano viene a ser el reconocimiento a una narrativa pujante y poderosa, inspirada en el territorio y el hombre, encadenando el uno al otro en un tiempo limítrofe entre la esclavitud y la redención. Letras de espacios abiertos, de montañas prodigiosas, de pobreza y magia, de esperanza y libertad. Dicen que cuando el coronel Aureliano Buendía lo supo, le tiritó la barbilla y dijo en voz muy baja: Llegó el momento de otra revolución… y esta voy a ganarla”.

Así difundió la revista chilena Análisis -uno de los pocos medios independientes que enfrentaban en esos días la feroz censura y represión de la dictadura encabezada por el general Augusto Pinochet- el anuncio que se expandió desde Suecia el jueves 21 de octubre de 1982: el escritor colombiano Gabriel García Márquez era el nuevo Premio Nobel de Literatura.

Era la única noticia que se podía celebrar de todas las informaciones que contenía esa edición. Porque el resto daba cuenta de un país sumergido en una noche oscura. Al terror impuesto por los servicios secretos de la dictadura se agregaban ahora los efectos devastadores de una gravísima crisis económica.

1982 y 1983 fueron los peores años de recesión en Chile desde la década de los años 30. La cesantía superaba el 30%. Pero ese índice no incluía a los miles de trabajadores del Plan de Empleo Mínimo (PEM), creado por la dictadura para demoler la dignidad de los trabajadores. Los otrora orgullosos obreros ahora sólo transportaban piedras, basura y escombros de un lugar a otro en jornadas de 40 horas a la semana y con un salario de US$25 dólares al mes.

La vieja y sólida estructura del “macho proveedor” -que en los sectores populares también imponía normas a respetar en el hogar- se desplomaba: ese dinero solo alcanzaba para comprar 1 kilo de pan al día. Las ollas comunes se multiplicaban al mismo ritmo que la represión en los suburbios.

Pinochet había prometido metas y no plazos al firmar su nueva Constitución en 1980, impuesta en un plebiscito fraudulento, sin padrón electoral, con el control total de los medios de comunicación. Con los servicios de seguridad desplegándose por todo el país para mantener el terror, reafirmó su decisión de “Yo o el caos”. Pero algo inédito había ocurrido poco antes de ese plebiscito. Y se cristalizó la tarde del miércoles 27 de agosto de 1980, cuando el entorno del Teatro Caupolicán, ubicado en una céntrica calle de Santiago, se transformó en un territorio en guerra. Policías fuertemente armados ocuparon todas las calles aledañas intentando impedir que miles de chilenos se congregaran para decirle NO a la Constitución de la dictadura.

Miles de hombres y mujeres vencieron el miedo y colmaron desde temprano las graderías. En las afueras otros cientos, hombro con hombro, rodeados de amenazantes policías, reforzaban esa decisión. Por primera vez, trabajadores, pobladores, estudiantes y profesionales de izquierda (socialistas y comunistas, principalmente), coincidían con sus pares democratacristianos. Desde que la Democracia Cristiana se convirtiera en férreo opositor de la Unidad Popular y apoyara el Golpe de Estado de septiembre de 1973, una fosa los separaba. Pero habían transcurrido siete años y la Democracia Cristiana había dado un giro. Al punto de que el general Pinochet ordenó asesinar en Italia a uno de sus principales dirigentes, Bernardo Leighton (sufrió un atentado junto a su esposa y sobrevivieron con graves secuelas).

Antes del que el mitin se iniciara se respiraba la tensión. Nadie sabía qué podía pasar en esa manifestación y si habría arremetida policial. De improviso, el grito “¡Allende, Allende, el pueblo está contigo!” retumbó en el Teatro Caupolicán. “Allende” hizo eco hasta competir –con sesgo bélico- con el grito “¡Frei sí otro No!”, que un grupo compacto de democratacristianos hizo salir potente de sus gargantas. La tensión amenazadora escaló varios escaños en las graderías. Hasta que una voz ronca y potente irrumpió:

– ¡La esperanza de Chile no tiene el nombre de una persona! ¡Tiene el nombre del pueblo de Chile! –lanzó Eduardo Frei Montalva, presidente de Chile entre 1964 y 1970, quien le entregó la banda presidencial a Salvador Allende en 1970 y líder máximo de la Democracia Cristiana.

Frei Montalva fue esa noche el único orador del primer acto masivo de oposición a la dictadura (aunque el primero fue el entierro de Pablo Neruda en Santiago, el 23 de septiembre de 1973, doce días después del Golpe de Estado). Terminó emplazando a Pinochet a un debate directo sobre la nueva Constitución. Y precisó: “Estoy dispuesto a apoyar, sin condiciones y sin ninguna pretensión personal la forma de transición que he señalado o cualquier otra que reúna los requisitos indispensables para la causa de la democracia, que es la causa de Chile”. Una ovación cerró sus palabras. Frei se convirtió esa noche en un líder más allá de las fronteras de la Democracia Cristiana. Miles de hombres y mujeres caminaron por calle San Diego con renovados bríos, casi indemnes al frío de la noche y al rostro duro de la represión.

La Constitución se impuso en Chile y la muerte siguió golpeando fuerte. Pero el ruido subterráneo que corría por las calles del país siguió su curso en un cauce subterráneo que fue engrosando día a día. 

Un año después, en julio de 1981, la Coordinadora Nacional Sindical, organización que reunió a sindicatos de la construcción, textil, campesinos, mineros y también pobladores, entre otros, desafió al régimen dictatorial y lanzó su “Pliego Nacional”. Su presidente, el dirigente textil democratacristiano Manuel Bustos y otros miembros de la directiva fueron detenidos y llevados con grilletes a los tribunales. Al día siguiente, Eduardo Frei acudió a una secreta reunión en la Vicaría de la Pastoral Obrera. Su principal interlocutor sería otro líder sindical, Tucapel Jiménez, presidente del poderoso gremio de los empleados fiscales (ANEF) y hasta poco antes partidario de la dictadura. En el secreto telón de fondo, se inició la organización del primer paro nacional contra Pinochet y su régimen. Era la primera vez que Frei Montalva participaba de una reunión de esas características: se planificaba una osada acción política junto a socialistas y comunistas.

Lo que ninguno de los presentes sospechó fue que cada palabra que en esa reunión se dijo fue grabada por un agente infiltrado de la policía secreta de Pinochet. Lo que allí se decidió desató una cacería feroz de los servicios secretos de inteligencia.

La respuesta de Pinochet no tardó. El 11 de agosto de 1981 fueron condenados al destierro cuatro de los firmantes del recién formado comité de defensa de los sindicalistas presos. Eduardo Frei, influyente líder de la Internacional Democratacristiana de la época, e integrante de la Comisión Norte-Sur, encabezada por uno de los políticos socialdemócrata más importantes de esos días, el alemán Willy Brandt, se había convertido en blanco a eliminar para Pinochet.

En esos mismos días ocurrió un hecho que durante muchos años se mantuvo en el más absoluto secreto. Un coronel del Instituto Bacteriológico recibió un llamado telefónico que lo hizo interrumpir su rutina diaria. Le pedían que retirara de la Cancillería (que funcionaba en La Moneda) una caja muy delicada. En la caja venía un tubo con un contenido letal: la bacteria “clostridium botulinum”. Se iniciaba una nueva fase del terrorismo de Estado.

 

La cacería logra sus trofeos

 

El 7 de diciembre de 1981, al interior de la Galería N°2 de la Cárcel Publica de Santiago, un hecho escabroso provocó inquietud. La información fue escueta: como resultado de una extraña intoxicación, siete presos están gravemente enfermos. Cinco de ellos eran presos políticos, militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Y se dijo que, como cada día, los cinco presos políticos recibieron la comida, enviada por sus familias, la que compartieron con dos delincuentes comunes. Algo no calzaba. El mismo alimento había sido ingerido por la familia de uno de los presos, que llevó hasta la cárcel su cargamento, y nada anormal ocurrió. Pero no hubo investigación. La noticia se asfixió. Además, dijeron, finalmente solo fallecieron los delincuentes comunes. Treinta y seis años más tarde fueron condenados los militares que los envenenaron, confirmando lo que ya la investigación periodística adelantó: el uso de armas químicas para eliminar opositores.

Pinochet y sus equipos de inteligencia continuaron sin obstáculos con sus planes. La mayoría de los chilenos seguía con cierta adicción en esos días la búsqueda del asesino de Marcia, la protagonista de una de las más populares telenovelas que registra la televisión chilena: “La Madrastra”. La emitía el canal estatal cuyo director era precisamente un general de ejército cercano a Pinochet.

Es verano en Chile. Han transcurrido solo unos días desde el envenenamiento de los presos en la Cárcel Pública de Santiago. El 22 de enero de 1982, dos hombres esperan impacientes en el estacionamiento de la Clínica Santa María, ubicada en un sector residencial de Santiago. Poco antes de las seis de la tarde, una ambulancia aparece. Tres hombres con delantales blancos descienden. Transportan una escalera de tijera y algunos bultos. No hay apretones de manos ni saludos. Sin perder un minuto, los hombres de blanco son conducidos hasta el ascensor. Descienden en el segundo piso. La pequeña comitiva va hasta el único acceso de la Unidad de Cuidados Intensivos de la Clínica y traspasan la puerta sin que nadie los detenga. Con la misma premura y sigilo se introducen a la habitación donde yace ya fallecido, Eduardo Frei Montalva. Nadie presta atención a que, a diferencia del resto del personal médico, ellos no llevan distintivo alguno que indique a qué institución pertenecen y tampoco su nombre. Su familia nunca supo lo que en esos minutos de intenso dolor le extraían al cuerpo del expresidente de Chile.

Cuando la familia de Eduardo Frei Montalva recibe su cuerpo, su rostro no tiene huellas de ninguna intervención. Lo único que el equipo del doctor Rosenberg dejó intacto fue el cerebro. Todos ignoran que el corazón de Frei, así como su hígado y otros órganos, ya está en tubos con formalina en dependencias del Hospital Clínico de la Universidad Católica. Y allí permanecerían oculto por dos décadas. El mismo tiempo que su asesinato fue ocultado.

Sus funerales congregaron a una multitud. Casi un mes después fue degollado el dirigente sindical Tucapel Jiménez. Se dijo que había sido un crimen cometido por delincuentes que le robaron sus pertenencias. Al día siguiente, en Valparaíso, se encontraba su cédula de identidad. Después, en ese mismo puerto, dijeron haber encontrado el cuerpo sin vida del carpintero Juan Alegría Mundaca. A su lado una carta en la que confesaba ser el autor del asesinato de Jiménez y estar arrepentido.

Nada de todo aquello era verdad. Tucapel Jiménez y el carpintero Alegría fueron asesinados por un destacamento (BIE) de la Dirección de Inteligencia del Ejército, la guardia pretoriana del general Augusto Pinochet. Fue así como abortaron la preparación del primer paro nacional contra la dictadura. Uno de sus asesinos me relataría años más tarde que el carpintero Alegría fue elegido por su extraordinaria soledad.

Soledad era la que sentían muchos chilenos en esos calurosos días del verano de 1982. La misma que García Márquez invocaría meses más tarde ante el mundo entero en Suecia.

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