Un texto escrito en el 2015 por el periodista y ensayista francés Jean-François Fogel sobre la universalidad de la vida, obra y legado de Gabriel García Márquez.
Por: Jean-François Fogel
Hay que haber escuchado el discurso de Juan Manuel Santos en la noche de su reelección como presidente de la República de Colombia para medir qué peso puede tener un escritor en un país que se reconoce en él. Allí sucedió todo, como siempre en estas tardes de victoria electoral: el saludo generoso a los vencidos, el llamado a la unidad de la patria y la promesa de un futuro iluminado. Todo, hasta esta conclusión: «Hoy, colombianos, al recibir su voto de confianza para un segundo periodo de gobierno, me comprometo con ustedes a trabajar por ese país que soñó Gabo y soñamos todos nosotros».
Gabo es Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura de 1982. El presidente reelegido no lo designó de otra manera que con este apodo conocido en toda Colombia y hasta en América Latina. Mejor, después de haber evocado así al novelista que había muerto dos meses antes, el orador solo pidió la ayuda de Dios antes de despedirse de su audiencia en una retórica política directa que solo reconocía al todopoderoso y al autor de Cien años de soledad colocarse naturalmente por encima de las disputas y divisiones de una sociedad. Por supuesto, ningún programa, ningún manifiesto describe este país soñado por el novelista colombiano. Comprometido con la izquierda, pero vinculado por amistades con líderes políticos de todas las tendencias, Gabo nunca formuló con precisión su visión del mundo. Y, sin embargo, todos -incluido el actual presidente colombiano- han encontrado en la indisoluble relación entre su vida pública y el contenido de su obra la resonancia de su propia identidad, frustraciones y expectativas.
«Yo creo que Gabo fue el último premio nobel; después de él no hubo otro», me confió el director del principal semanario colombiano poco después de su muerte, lo que hay que entender de una manera muy directa: en más de treinta años no ha habido lugar para nadie más. Colombiano pero exiliado en México, Gabo nunca ha dejado de estar presente en sus intervenciones públicas, en las referencias a los títulos de sus novelas, en las metáforas improvisadas de sus personajes principales. Y esta omnipresencia ha ido mucho más allá de su país. Perceptible desde el sur del Río Grande hasta la Tierra del Fuego, se ha convertido en un personaje singular, aplastado por su gloria y, sin embargo, con una leve ironía se movía por su vida con una aparente facilidad divertida que escondía en realidad un talento mediático sin par.
Por haberme codeado con él en lugares públicos, en España, México, Cuba y durante un paseo por Manhattan, puedo dar testimonio de esta increíble habilidad, cuando era reconocido en todas partes por los que se llaman “latinos”, para no desanimar los acercamientos sino para cortarlos en seco con una sonrisa, una broma, una palabra lanzada con un brillo en los ojos que bastaba para mostrar la pertenencia común a una cultura, a una lengua, a una forma de estar en el mundo. Nada que ver, digamos, con un Hemingway asumiendo la posición del gran escritor cuyas palabras y posturas concordaban con el heroísmo y el sentido del deber que armaban el destino de sus héroes y que, por tanto, debía ser un poco inalcanzable. Gabo fue América Latina, armada con el poder irrefutable de la poesía que se impuso al mundo con una obviedad percibida por todos los latinos.
«Los artistas son las antenas de la raza», escribió Ezra Pound. Sí, los artistas ven más allá, antes que otros y el estatuto específico de la gloria del novelista colombiano parece hoy evidente: su obra y su fama anunciaron la llegada de lo que hoy se llama países emergentes. A menudo se ha escrito que Cien años de soledad, crónica del surgimiento de un pueblo, narraba una génesis donde podía encontrarse cada caserío de lo que todavía se llamaba -cuando se publicó- el “tercer mundo”. El formidable y asombroso eco que se le dio a la muerte del novelista en la India, en China y en África así lo testimoniaba. Colombia compartió a su gran escritor con continentes enteros.
Entre los latinos las cosas eran y siguen siendo diferentes. Gabo estaba allí más que el Gabo universal. No tiene nada que ver con una diferencia en el grado de notoriedad o fama. Se trata del impacto mismo de la palabra escrita. Puedes ser un gran autor sin tener una multitud de lectores. Gabo fue leído, copiado, pirateado. Habríais debido ver cómo sus libros, con cada nueva publicación, se vendían a automovilistas parados en semáforos rojos de Bogotá o Caracas entre productos de primera necesidad como botellas de agua fresca o pañuelos de papel. Y sus entrevistas en la prensa, en todas partes, eran como el eco repetido de una omnipresencia tanto más inquietante cuanto que nunca parecía cansarse.
En su excelente biografía de Gabriel García Márquez, Gerald Martin reporta una afirmación del novelista: «Todos tenemos tres vidas, una vida pública, una vida privada y una vida secreta». En su despliegue como autor y como actor en la vida pública, Gabo siempre ha dado, con razón o sin ella, la impresión de entregar las dos primeras y de que estas dos existencias estaban en perfecta armonía. Su persona, en todas sus intervenciones, hace la síntesis imposible entre los dos polos de una obra tendida entre el amor y el poder. En él encontramos tanto el poder inextinguible del sentimiento de amor como la aceptación del poder absoluto del caudillo que es el amo en los dominios civil y militar.
En este sentido, el escritor se encontró siempre al mismo nivel que quienes se le acercaban y podían encontrar en él el eco romántico de las palabras de un vallenato o un bolero como la resonancia histórica de tantos líderes que, desde Bolívar, han querido gobernarlo todo en regímenes autoritarios. Novelista de los de abajo, capaz de contar a los de arriba y la misma locura de los hombres de su continente, Gabo es precisamente este caso asombroso de artista que todos podrían escuchar como el eco de lo que desean y ya no quieren aguantar más en un “país de ensueño”.
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