Cien años de soledad ha sido reconocida globalmente como metáfora no solo de la historia colombiana y latinoamericana sino de la “aldea universal” -síntesis de las etapas evolutivas de la especie humana, condenada a la reiteración de sus errores bajo el signo fatal de “la soledad”.
El motor más evidente del ciclo de violencia que caracteriza la historia de Macondo es la invasión de fuerzas foráneas sobre la aldea, en particular las que representan el dominio político y militar del Estado, y las asociadas al imperialismo. La ciencia y la tecnología se suman al poder público al exponer a Macondo, desde su primera apertura, al poder del conocimiento, el cual irrumpe con la tribu de Melquiades y cobra como víctima a José Arcadio Buendía, subsumido gradualmente por el ímpetu de saber. La segunda invasión es la llegada del capital, de la mano de Úrsula, quien seducida por las “máquinas de bienestar” abre la ruta del comercio, funda la primera empresa e instaura las clases sociales en Macondo.
Con la llegada del primer Corregidor se introduce el poder de la Nación, cuya disputa desata la guerra bipartidista en la que se degenera Aureliano, se corrompe Arcadio y mueren los descendientes de los fundadores de Macondo. Al final de la guerra arriban los hijos desperdigados del Coronel, y con ellos “el inocente tren amarillo”, siguiente gran motor de expansión. La nueva ola de gentes y tecnologías lleva a los macondinos, como a su patriarca original, a perder el sentido de lo real, efecto agravado por el advenimiento de la United Fruit Company, cuyos inconmensurables recursos hacen parecer su poder una fuerza “sobrenatural”. Con la “fiebre del banano” se instalan además los obreros, cuya explotación y matanza es el clímax de “los acontecimientos que habían de darle el golpe mortal a Macondo” (CAS 255).
El impacto de las formas de poder y violencia de las que los Buendía son actores, no incautos participantes, es menos explícito en la novela. Un estudio atento de la relación entre violencia pública y violencia “íntima” en la obra cumbre de Gabo contradice la lectura de Macondo como espacio edénico cuyo orden es destruido por fuerzas externas, situando la violencia en el núcleo familiar de los Buendía y sustentando una comprensión de la misma no como efecto fortuito del poder sino como su medio y sostén. Las conexiones entre intimidad y poder resultan, a su vez, más obvias, al rastrear la complementariedad de la violencia estatal y social con las agresiones cotidianas que marcan las relaciones afectivas y sexuales de los macondinos.
Los Buendía encarnan la batalla personal y colectiva generada por el imperativo de ajustar el deseo de ser a las demandas del “deber ser”. En su expresión más ubicua, el poder se sirve de la supresión de nuestro impulso instintivo de autonomía para reemplazarlo por formas socialmente convencionalizadas de “libertad” que garantizan nuestra adhesión al cuerpo público –desde la tribu hasta la Nación. No obstante, las libertades asociadas a la ciudadanía son, en realidad, privilegio de quienes cuentan con recursos y oportunidades, mientras continúan siendo inaccesibles para tantos otros. La distribución desigual de derechos y privilegios garantiza el control directo e indirecto de los individuos por parte de quienes poseen los medios de producción y quienes controlan el flujo de la información.
La violencia pública surge de la cadena de desposesiones que detona el acaparamiento de los recursos por parte de la élite económica y política. Manifiesta en primera instancia en las agresiones de esas élites, a menudo legitimadas por el Estado, la violencia es el medio para retener sus privilegios y reprimir la amenaza de rebelión de los sujetos “inferiores”. Imitando a los primeros, y ante la precariedad de los medios necesarios para ejercer autonomía, reclamar sus derechos y realizar sus ambiciones, los segundos recurren a la violencia para ejercer control sobre los aún más débiles. Las jerarquías ante la diferencia, y los prejuicios que las sostienen, proveen la excusa para oprimir a otros en función de género, raza o clase, y aliviar las ansiedades creadas por la vulnerabilidad ante el poder económico de los escasos beneficiarios de la cadena de desigualdad.
Cuanto más desposeídos los individuos, tanto por las carencias económicas como por las jerarquías sociales que les marginalizan, más propensos y vulnerables a ser objetos, y actores, de la expresión violenta del afán de poder propio –la dominación de otr@. Consecuencia de la inequidad y de la cultura de la violencia, la percepción de que el derecho propio compite con el de los otros, conduce a la expresión colectiva de la “soledad”: la ausencia de solidaridad.
El poder se sirve asimismo de otra de nuestras necesidades universales, la urgencia de existir en conexión con los demás. En principio esa necesidad es suplida por el amor supremo de las madres, encargadas de la formación biológica, psíquica y social de los sujetos. Reemplazado ese amor por la aprobación condicionada de otros –el padre a menudo distante, los compañeros del colegio, los amigos o las potenciales parejas– aprendemos a ajustarnos a las categorías sociales para ser aceptados y evadir la amenaza de la soledad. El poder se instala en nuestras relaciones más íntimas al supeditar la satisfacción de nuestras necesidades afectivas a nuestra conformidad con las convenciones sociales que regulan nuestra apariencia, comportamiento y estilo de vida. Nos hace cómplices en nuestra subordinación al enseñarnos, además, que para ser admirados o deseadas, tenemos que controlar, o que dejarnos controlar.
La violencia íntima resulta de la reducción de las relaciones afectivas y sexuales a relaciones de dominación. Refiriéndose a su caracterización del patriarca, Gabo dice en El olor de la guayaba que “el poder es un sustituto del amor… la incapacidad para el amor es lo que impulsa [a los tiranos] a buscar el consuelo del poder” (59). Su afirmación podría aplicarse no solo a las figuras del poder público, sino a la tiranía íntima cotidiana. Al promover la subordinación de las necesidades y deseos de las mujeres a las de los hombres, las desigualdades de género, en particular, proveen las condiciones para que el control en nombre del “amor” sea una de las expresiones más generalizadas del poder necesario para que el hombre se afirme en sus libertades y, al mismo tiempo, se sienta respetado o “amado”; y para que la mujer se conforme, en cambio, con formas de placer y afectividad que reducen su voluntad y autonomía.
Como sugiere Úrsula durante las lúcidas reflexiones de su vejez, el estigma de la soledad que identifica a la estirpe de los Buendía es resultado de su incapacidad para amar. Pero ¿es la soledad una tara genética que inhabilita a los Buendía para el amor y los aboca al consuelo del poder, o es el afán de poder el que, al incapacitarlos para el amor, los condena a la soledad? En la siguiente entrega me referiré a esa expresión personal de “la soledad” ahondando en la violencia que caracteriza las relaciones íntimas de los Buendía.
1. García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1976 [Edición No. 48]
2. ---. El olor de la guayaba: conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza. Bogotá: La Oveja Negra, 1982.
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