Loro

Breve oración para no morir en domingo

Las posibles fuentes de inspiración de la muerte del doctor Juvenal Urbino, personaje de El amor en los tiempos del cólera.
JV Fernández de la Gala

Ya saben que El amor en los tiempos del cólera (1985) tiene momentos absolutamente sublimes. Para cualquier lector se volvieron ya inolvidables las desesperadas serenatas de amor de Florentino Ariza, el viaje de olvidos en que embarcaron a Fermina Daza o la muerte doméstica y accidental del doctor Juvenal Urbino mientras intentaba atrapar un loro. Gracias a los críticos, a la pesquisa casi policial de los biógrafos y al testimonio feliz de Vivir para contarla, sabemos hoy hasta qué extremos de asombro lo autobiográfico impregna todas esas páginas. No es un secreto que esa pasión llena de obstáculos que vivieron Florentino y Fermina no fue solo un recurso argumental: es una transposición literaria del noviazgo de los padres de Gabo en Aracataca. Todos sabían en el pueblo que ni el coronel Nicolás Márquez ni Tranquilina Iguarán veían con buenos ojos al telegrafista sin fortuna Gabriel Eligio, que rondaba su casa con arpegios de violín para engatusar a su hija y que siempre acababa burlando todas las advertencias y las estrategias de desesperación que ellos ponían por medio. El último recurso para alejar a Luisa Santiaga de los asedios de amor de “Gabriel, el del violín” fue enviar a la niña Luisa a “temperar” a casa de unos parientes, en una peripecia de olvido, por las cornisas rocosas de la Sierra Nevada de Santa Marta.

Pero lo que resulta menos conocido son los fundamentos biográficos del accidente de Juvenal: su caída mortal de una escalera mientras intentaba recuperar al loro, que se había trepado en lo alto del mango del patio. Todos hemos leído ese párrafo crucial con el alma aliviada y contrariada. Aliviada, por el cielo abierto que dejaba para el amor de Fermina y Florentino. Y contrariada, por la muerte de Juvenal, un personaje que empezaba a hundirse en el fango de su decrepitud y al que uno había empezado ya a cogerle afecto. Este es el fragmento:

Subió el tercer travesaño, y el cuarto enseguida, pues había calculado mal la altura de la rama, y entonces se aferró a la escalera con la mano izquierda y trató de coger el loro con la derecha. Digna Pardo, la vieja sirvienta que venía a advertirle que se le estaba haciendo tarde para el entierro, vio de espaldas al hombre subido en la escalera y no podía creer que fuera quien era de no haber sido por las rayas verdes de los tirantes elásticos.

-¡Santísimo Sacramento! -gritó-. ¡Se va a matar!

El doctor Urbino agarró el loro por el cuello con un suspiro de triunfo: ça y est. Pero lo soltó de inmediato, porque la escalera resbaló bajo sus pies y él se quedó un instante suspendido en el aire, y entonces alcanzó a darse cuenta de que se había muerto sin comunión, sin tiempo para arrepentirse de nada ni despedirse de nadie, a las cuatro y siete minutos de la tarde del domingo de Pentecostés.

Fermina Daza estaba en la cocina probando la sopa para la cena, cuando oyó el grito de horror de Digna Pardo y el alboroto de la servidumbre de la casa y enseguida el del vecindario. Tiró la cuchara de probar y trató de correr como pudo con el peso invencible de su edad, gritando como una loca sin saber todavía lo que pasaba bajo las frondas del mango, y el corazón le saltó en astillas cuando vio a su hombre tendido bocarriba en el lodo, ya muerto en vida, pero resistiéndose todavía un último minuto al coletazo final de la muerte para que ella tuviera tiempo de llegar. Alcanzó a reconocerla en el tumulto a través de las lágrimas del dolor irrepetible de morirse sin ella, y la miró por última vez para siempre jamás con los ojos más luminosos, más tristes y más agradecidos que ella no le vio nunca en medio siglo de vida en común (1).

¿Qué referencias biográficas pudieron inspirar en el genio de Gabo esta escena tan memorable? Dos hay. Y muy evidentes ambas. La más remota de ellas fue la caída aparatosa que sufrió su abuelo Nicolás hacia 1935, mientras comprobaba el nivel de agua en los depósitos que alimentaba una motobomba, según Dasso Saldívar (2), o al tratar de atrapar al loro cegato que se había escapado, según recoge Gerald Martin y rememora el propio escritor (3). Aquel accidente marcó el comienzo de la decadencia física de Nicolás Márquez. Gabito tenía escasamente ocho años y desde entonces recuerda a su abuelo caminando con ayuda de un bastón, tal como retrató fielmente en La hojarasca (1955) al personaje del coronel.

Sin embargo, treinta años después, mientras se escribían las líneas maestras de una nueva novela, un buen amigo suyo, médico también como Juvenal, sufrió en Santa Marta un accidente doméstico que guarda sorprendentes paralelismos con la historia que nos ocupa. El doctor José Rosario Durán Porto, “Peperre” para los amigos, nació, como Gabito, en Aracataca y se graduó en Medicina en Bogotá, en la Universidad Nacional de Colombia. Contrajo matrimonio con Olga Linero (“Olguilla”) y, gracias a una beca, ambos pudieron trasladarse a París entre 1955 y 1956. Allí el doctor Durán inició su formación como psiquiatra en La Sorbona, mientras Olguilla trabajaba como secretaria del expresidente colombiano Eduardo Santos. Se alojaban, al igual que Gabo, en el Hôtel de Flandre (hoy Hôtel des Trois Collèges), en el número 16 de la Rue Cujas. “¡Qué chiquito es el mundo!”, se sorprendió el doctor al toparse con Gabo en pleno Boulevard Saint-Michel. “Carajo, Peperre ¡qué grande es Cataca!”, le rectificó él.

La cercanía de ambos amigos permitió a Peperre ser una de las primeras personas en leer los borradores iniciales de El coronel no tiene quien le escriba, poco antes de que la pareja se marchase a Valencia y de que Gabo abandonase la mansarda del Hôtel de Flandre para compartir habitación con Tachia Quintana en la Rue d’Assas.El doctor Durán Porto terminó sus estudios de psiquiatría en 1957 en Valencia (España) el otoño histórico del desbordamiento del río Turia, que dejó un recuerdo de fango y más de ochenta muertos en la ciudad. Allí nació también su primera hija, Patricia.

Ya de vuelta en Colombia, el matrimonio Durán-Linero ─y las tres hijas que vinieron después─ se asentaron definitivamente en Santa Marta, donde el doctor combinaba su consultorio con una intensa actividad cívica y con su afición a la lectura y a la poesía. Son tres rasgos que lo conectan directamente con el personaje de Juvenal Urbino. Cuatro, si pensamos que ambos se formaron como médicos en París. Al igual que Juvenal Urbino, el doctor Durán Porto se cayó de una escalera un domingo, mientras trataba de podar un árbol en el jardín de su casa. No buscaba recuperar el loro escapado en lo alto de un mango, como hacía el doctor Urbino en el momento de su accidente, sino podar de una vez la rama imposible de un falso ébano que hacía tiempo les estorbaba en el porche.

Mientras Olguilla se afanaba en la costura, Durán buscó por toda la casa el machete de poda que solía usar el jardinero. Las niñas estudiaban ya en Barranquilla y en Bogotá, así que los esposos estaban solos en la casa aquella tarde. El doctor Durán trepó por la vieja escalera de madera hasta el alero del tejado, húmedo aún bajo el frescor del último aguacero. No era un hombre habilidoso en este tipo de tareas. Olguilla le recordó la última vez que se cortó con ese mismo machete tratando de podar el limonero. Desde el cuarto de costura escuchó varios machetazos rítmicos, luego un golpe seco y luego silencio. Llamó a su marido sin obtener respuesta y salió al jardín presagiando ya alguna desgracia. Lo halló en el suelo, inconsciente. La sangre manchaba la solería del porche, como si el doctor hubiese intentado arrastrarse después de caer. Corrió a llamar a un vecino médico. Fueron momentos muy duros; incluso al recordarlos Olga Linero revive la misma angustia de aquella anochecida. Era ─no lo ha olvidado─ la noche del domingo 16 de octubre de 1983.

De resultas de la contusión cerebral, el doctor Durán Porto pasó más de tres años encamado, en estado comatoso, reconociendo a duras penas a los suyos, con períodos lucidez intermitente. Se sometió a varias intervenciones quirúrgicas, aunque con poco resultado. Durante estos años, Gabriel García Márquez escribía El amor en los tiempos del cólera y quiso insertar allí el accidente del doctor Durán, atribuyéndoselo en la ficción al doctor Urbino.

Treinta años después, Olga Linero vive aún recluida en aquella casa. Culta, mamagallista, de muy grata conversación, Olga nada en la anestesia clemente de los recuerdos, aunque note que algunas veces no hace pie en esa parte del dolor más honda. El árbol que causó la muerte de su marido sigue allí, creciendo en el centro del patio; es un falso ébano o lluvia de oro (Laburnum anagyroides). De sus ramas colgantes siguen abriéndose, cada mes de abril, las flores amarillas de la fatalidad.

 

N.B: Mi agradecimiento a Olga Linero y a sus hijas Norma y Patricia, por animarse a compartir con nosotros esta historia. La dedicamos al doctor José R. Durán Porto, in memoriam.

 

Referencias:

1. GARCÍA MÁRQUEZ, G. (1987): El amor en los tiempos del cólera. Madrid, Mondadori. pp. 63-64.

2. SALDÍVAR, D. (2016): García Márquez. El viaje a la semilla. Barcelona, Ariel. p. 128.

3. MARTIN, G. (2011): Gabriel García Márquez. Una vida. Barcelona, Debolsillo. p. 86.

  GARCÍA MÁRQUEZ, G. (2002): Vivir para contarla. Barcelona, Mondadori. p. 99.

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