La soledad de las Buendía

Una discusión del "poder" femenino y sus contradicciones en las mujeres Buendía
Nadia Celis Salgado

Enfrentada al dilema del amor de Aureliano Babilonia por su tía, la última sobreviviente de los fundadores de Macondo, Pilar Ternera, señala cómo la historia de la familia Buendía “era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje” (¿?). Si el ímpetu de los hombres de la estirpe es la fuerza que pone a girar la rueda y activa su cíclica violencia, son las mujeres de Macondo el eje que sostiene esa rueda y aplaza su desgaste definitivo.

 

Desde la capacidad empresarial de la inquebrantable Úrsula, hasta la vitalidad del “Pilar” sexual y reproductivo de la estirpe, pasando por la tenacidad de cada una de las jóvenes Buendía, en el paisaje de Macondo se destaca, sin duda, la fortaleza de sus mujeres vibrantes e imbatibles. Los “poderes” de las Buendía van desde las habilidades para abastecer los desaforados apetitos de maridos, hijos y amantes, hasta expresiones maravillosas de fertilidad y clarividencia. No obstante, en una fiel reproducción de los imaginarios culturales caribeños y latinoamericanos, en el universo macondiano las mujeres existen y son valoradas en función de su rol en la vida de los otros y la voz narrativa parece no poder concebir la liberación de sus personajes femeninos.

 

Rasgos comunes entre la ficción garciamarquiana y los parámetros tradicionales en torno a los géneros y la sexualidad en la Colombia y la Latinoamérica real son, por una parte, la clasificación de las mujeres respecto a la disponibilidad de su sexualidad, que constituye en Macondo un recurso al servicio de las necesidades físicas y psíquicas de los hombres, en el mejor de los casos intercambiable para satisfacer necesidades afectivas o de reconocimiento social. El universo macondino reitera, por otra parte, aspectos particulares a la historia del género y la sexualidad en el Caribe como la prevalencia de sociedades “matrifocales” (con frecuencia confundidas con “matriarcados”) donde reina el machismo pese a la ubicuidad de las mujeres cabeza de hogar, su creciente educación formal e independencia económica. El coraje atribuido a las míticas “matriarcas” caribeñas dificulta ver que tanto su sexualidad –primariamente reproductiva— como su “poder” se limitan a la transmisión de los privilegios masculinos.

 

La paradoja de esta representación se traduce en las lecturas críticas sobre los personajes femeninos tanto en la obra como en las declaraciones públicas de García Márquez. En su iteración más reciente el debate parece haber dejado como únicas opciones acusar a Gabo de machista y detractor de las mujeres, o declarar a quienes lo acusan “malas lectoras” y defender el feminismo del autor y su obra. Ni uno, ni lo otro, ni todo lo contrario.

 

Parte de la dificultad para evaluar los personajes femeninos en la obra de Gabo es el uso y la atribución a las mujeres de nociones de poder que responden a proyecciones masculinas. Las mujeres de Macondo y sus alrededores son esforzadas y duras –atributos tradicionalmente asociados a la fortaleza femenina, que al celebrar, por ejemplo, la entereza ante la adversidad y los beneficios morales del “sacrificio”, disponen a las mujeres para aguantar desde la explotación laboral hasta los abusos de maridos e hijos. Se puede decir de algunas que son además “poderosas” en el sentido de que logran ejercer control, aunque limitado, sobre sus congéneres. Ahora bien, ni las macondinas ni sus descendientes logran ejercer la forma más básica de “poder”: el control sobre sus propios destinos. Más aún, toda la autoridad y capacidad de control que acumulan se pone al servicio, voluntario o forzado, no de la satisfacción de deseos o necesidades propias, sino de las urgencias y el sostenimiento de los privilegios de los hombres a los que se ligan íntimamente.

 

Las contradicciones en torno al poder femenino llegan a su cumbre en la caracterización de Úrsula Iguarán. La matriarca es, por un lado, quien conecta a Macondo con el comercio y el mundo moderno, quien mantiene a la familia, amplía la casa de los Buendía, y hasta quien financia involuntariamente la incursión de su hijo en la guerra, gracias a su industria de muñequitos de caramelo. En contadas ocasiones, Úrsula logra incluso ejercer influencia más allá del ámbito doméstico, desafiando con éxito limitado la autoridad pública de su nieto Arcadio y del Coronel, su hijo. El precio que paga por este “poder” se revela, sin embargo, en la segunda parte de la novela, en el deterioro físico que la reduce a una “ciruela pasa” y el desdén de sus tataranietos que llegan a jugar con ella como una muñeca y hasta a hacerle creer que está muerta, precipitando la aceptación de su derrota ante el afán autodestructivo de su descendencia.

 

Nadie más sola que Úrsula en su perenne trabajo y sacrificio, en el abandono de su vejez y su ceguera, en su muerte y en el olvido anticipado por su entierro, su cuerpo en un cajoncito minúsculo y su memoria desplazada por el alboroto de una lluvia de pájaros muertos. Igual de solas están las tantas madres latinoamericanas condenadas a la incondicionalidad de un amor que se da por descontado y no amerita, a menudo, ni siquiera el agradecimiento consistente.

 

Mientras Úrsula es María, arquetipo de una sexualidad reproductiva y no erótica legitimada por el matrimonio, Pilar es Eva, arquetipo de la sexualidad “pecaminosa” que la ubica como cuerpo disponible. Pese al desparpajo atribuido a este personaje, el origen de su sexualidad es, como el primer encuentro entre Úrsula y su marido, una violación, a los catorce años, a manos de un hombre “ajeno”.  El mito de la alegre y disponible sensualidad de caribeños y caribeñas se ve amplificado y ratificado a todo lo largo de la obra garciamarquiana por el desenfado de las amantes y las prostitutas, cuya aparente celebración tampoco escapa a la economía sexual patriarcal. De hecho, la sexualidad de uso y consumo de mujeres como Pilar Ternera o Petra Cotes completa y, al permitir el sosiego de los deseos masculinos, hace posible, el continuum que mantiene a las vírgenes a la espera, haciéndolas aptas para el matrimonio, y que reduce a las madres a cuerpos sin erotismo. El doble estándar sobre la sexualidad, cuyo ejercicio “público” o fuera del ámbito del matrimonio denigra a las mujeres mientras reafirma la virilidad de los hombres, al igual que las expectativas desiguales que el deseo y el “amor” posan sobre hombres y mujeres, son también evidentes en el paisaje sentimental de Macondo.

 

A las distinciones entre buenas y malas mujeres, se aúnan además las de clase y raza para crear una jerarquía que desdibuja el papel fundamental en el sostenimiento del hogar, en la extensión de la estirpe y en la prosperidad económica del pueblo no solo de Pilar, madre, abuela y tatarabuela de los Buendía, sino de Visitación, la mujer indígena, de la incondicional Santa Sofía de la Piedad, cuya virginidad es comprada por Pilar para su hijo Arcadio, y de Petra Cotes, la emblemática “querida” mulata, cuyo erotismo cimenta la riqueza de Aureliano Segundo.

 

Sin embargo, el extraordinario prisma cultural de Cien años de soledad nos brinda las claves para entender la condición injusta de la situación de las mujeres. Las jóvenes Buendía, en particular, expresan un deseo de autonomía que excede las fantasías masculinas que las restringen ya sea a la pasividad o al goce masoquista que el narrador mismo atribuye a los telúricos encuentros sexuales que amenazan romperles los huesos. Las Buendía no solo exponen la infelicidad ante la represión de su erotismo, sino que recurren al desfogue “ilegítimo” del mismo: Amaranta, en los juegos sensuales con sus sobrinos; Rebeca, en su desafuero con su hermano de crianza; Meme, en su amorío con Mauricio Babilonia; y Amaranta Úrsula, en el goce con su esposo y con el penúltimo Aureliano, con quien acabará concibiendo el temido niño con cola.

 

Iluminado por la soterrada rebeldía de las mujeres de su estirpe, incluso el ascenso de la inescrutable Remedios, la Bella, podría interpretarse, ya no como el clímax de su pureza sino como su escape de un mundo que no podía aceptarla libre. Remedios es emblemática tanto de las proyecciones del deseo sexual masculino –que ella no entiende— sobre los cuerpos femeninos, como de los dilemas enfrentados por aquéllas que se resisten a “vestirse” con los roles prefabricados para las mujeres por una sociedad patriarcal, de la cual el machismo no es más que la punta del iceberg.

Notoriamente, sin embargo, las rebeliones de las Buendía son todas sosegadas o castigadas –con el aislamiento social y la amargura, el enclaustramiento y el olvido, además de la muerte trágica. Incluso la “mágica” desaparición de Remedios puede considerarse, en este marco, evidencia de la carencia de lugar en Macondo para una mujer que no acepte someterse a los hombres, ni siquiera en nombre del amor.

 

Aunque Gabo no defendió a las macondianas de la subyugación tampoco salvó a sus hombres ni a Macondo de la destrucción. Prefirió cerrar el ciclo de violencia, quizás invitando con el fin de la aldea –su brillante metáfora de la historia de América Latina— a una nueva era. A medio siglo y un año de ese clásico que nos puso en el mapa del mundo, sigue siendo importante aprender de sus advertencias, salir del ciclo y construir, empezando en la intimidad de nuestros hogares, una Colombia y una Latinoamérica libres de las taras de Macondo. 

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