Un momento y el calor se detenía en alto sobre el abanico verde de las bananeras. Los viejos trenes amarillos, que iban de Santa Marta a Aracataca, pasaban puntualmente a lo largo de la plantación. Desde las ventanillas polvorientas, al calor de las tres de la tarde, Gabito podía leer el rótulo en letras grises a la entrada de la finca: M-A-C-O-N-D-O, decía el cartel.
La simple resonancia poética de aquella palabra, por entonces desconocida para él, creció con el tiempo y se volvió lo suficientemente mágica como para alcanzar a nombrarnos los sueños. Solo cuando ya había usado este nombre extraño y sonoro en tres de sus libros, Gabo se enteró, al fin, que Macondo no era solo la patria de sus sueños, sino también el nombre de un árbol del trópico, un árbol de madera tierna y esponjosa que crece en los bosques de Panamá y Colombia, un género que los botánicos, tan aficionados a las voces de ensalmo, llamaron Cavanillesia platanifolia, Cavanillesia umbellata, Cavanillesia cordata, Cavanillesia arborea.
Los macondos, parientes cercanos del baobab y de la ceiba, crecen casi siempre en escaso número y muchas veces solo se encuentran ya viejos ejemplares aislados, testigos de antiguos bosques que sucumbieron a la fiebre maderera de los trópicos. Denominado también cuipo, hamelí o barriguda, al macondo se le puede reconocer bien por su tronco liso, algo inflado en la base, su madera blanda, ideal para tallar canoas o artesas de cocina y por su altura portentosa.
Personalmente, estoy convencido de que la palabra “macondo” procede de una lengua africana del grupo kikongo. Su origen etimológico más razonable podría estar en el adjetivo amacunda, que significa ‘el que se siembra solo’. La mayoría de los botánicos que se acercan a un macondo se sorprenden de la facilidad con que sus semillas germinan por sí solas en cuanto caen al suelo, antes incluso de que se termine de pudrir el fruto.
Nicolás Behr es un botánico poeta los días laborables y un poeta botánico los fines de semana. Vive en Brasilia y siente particular devoción por los macondos. Creo que sus fotos describen mucho mejor que yo esta prodigalidad mágica de las semillas. Ver crecer a la plántula con ese vigor imposible nos trae a la memoria aquel “apártense vacas que la vida es corta” y el halo de incontenible fecundidad que transpiraba Petra Cotes.
Pero sé que la etimología es un arte efímero, que nace al rumor cambiante de las palabras y los tiempos. De ser cierta nuestra suposición ̶ y la estimamos bien fundada─, la palabra “macondo” no sería colombiana: habría nacido en los remotos bosques del golfo de Guinea. Tuvo luego que viajar en el vientre aceitoso y ruin de los barcos negreros hasta arribar un día, enferma de noches de mala mar, a la luz amarilla del Caribe colombiano. Allí, en Turbaco, Alexander von Humboldt escuchó ya el nombre de macondo o mocunda brotando de labios palenqueros. Amacunda, el que se siembra solo. Hoy los macondos se elevan magníficos sobre el techo del bosque, con sus delicados frutos membranosos de color cobre oscilando trémulos a las brisas de abril, como linternas de papel.
Los antecedentes botánicos del macondo trepan también largamente por las ramas de la Historia: el género Cavanillesia fue documentado la primera vez por los españoles Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón, durante la Expedición Botánica al Virreinato del Perú (1777-1788). Acompañados por dos dibujantes y por el médico francés Joseph Dombey, Ruiz y Pavón tuvieron la testarudez científica necesaria para pasar once años viajando a lo largo de los territorios coloniales españoles de Perú y Chile, recogiendo, describiendo, herborizando y dibujando plantas nunca antes vistas por los ojos de un botánico. De vuelta en España, publicaron su Florae Peruvianae et Chilensis Prodromus en 1794. En la página 97 del primer tomo se registra una descripción minuciosa del árbol macondo, acompañada de una breve nota que explica su decisión de llamar a este género Cavanillesia como una ofrenda floral perenne al profesor Antonio José de Cavanilles, director del Real Jardín Botánico de Madrid. Una ilustración anexa, salida del pulso experto de Manuel Alagre (lámina xx), muestra cuidadosamente los más finos detalles anatómicos de las flores, los frutos y las semillas del macondo.
Luego, casi dos siglos después, un escritor colombiano nacido en Aracataca acertó a plantar estas semillas en el terreno abierto y fértil de sus mejores párrafos. Desde entonces muchos lectores nos mudamos para siempre a leer y a vivir bajo la sombra mágica y sensual de ese Macondo. Aquí, viviendo entre líneas, nos hemos vuelto tan indolentemente felices que hasta hemos olvidado ya para siempre si Macondo era el nombre de una aldea, el nombre de un árbol, o el nombre de una estirpe maldita que dicen que un día pudo existir sobre la faz de la tierra.
1. El bosque de macondos de Turbaco (Bolívar, Colombia) fue descrito en su día por Alexander von Humboldt en su libro Researches concerning the institutions & monuments of the ancient inhabitants of America (pág. 96). La obra está disponible para consulta en la web de la Biodiversity Heritage Library, en la dirección electrónica: https://www.biodiversitylibrary.org/item/125538#page/544/mode/1up [consulta: 10.VI.2014]. Lamentablemente, la subpoblación colombiana de Cavanillesia se encuentra hoy amenazada.
2. Una primera reflexión del autor sobre el origen kikongo de la palabra “macondo” se publicó ya en la revista Panace@ sobre lenguaje, medicina y traducción en junio de 2014 (Vol. XV, nº 39, pp. 163-164).
©Fundación Gabo 2024 - Todos los derechos reservados.