Una de las anécdotas que siempre me han gustado de García Márquez es la que le escuché en un taller de periodismo de la FNPI. En esta un electricista llama a la casa del escritor a las ocho de la mañana y tan pronto como le abren dice: «Hay que cambiar el cordón de la plancha». Inmediatamente el electricista comprende que se ha equivocado de puerta, pide excusas y se va. Horas después, Mercedes, la mujer de García Márquez, conecta la plancha y el cordón se incendia. Muchas historias como esa contaba él para exaltar, y de acuerdo con su fe, probar el poder infinito de la imaginación.
Desde hace mucho no se rendían tantos honores como los que se ofrecieron ante su muerte. Se imprimieron selvas de periódicos y revistas dedicadas a él, así como millones de fotos y artículos circularon por redes sociales. Se oficiaron misas para salvar el alma del difunto. Los poderosos repitieron su aburrido libreto oficial, echaron discursos con pañuelos secos en la mano, mientras el pueblo lo lloraba en incontables parrandas y se reunía a leer en voz alta sus cuentos y novelas.
Mientras una senadora colombiana condenaba al escritor a las pailas del infierno, un astrónomo chileno pidió que un cráter de la Luna, o por lo menos un cometa, fuera bautizado con su nombre. Miles de ediciones piratas de sus libros tomaron los semáforos y aceras de las ciudades. Los sacerdotes, personajes frecuentes de sus historias, registraron en sus libros bautismales a cientos de niños que hoy llevan el nombre del creador de Macondo. Viendo todo ese carnaval, me resultaba inevitable pensar que su muerte ya había sido contada por él mismo, de forma indirecta, en Los funerales de la Mamá Grande.
En los últimos meses se han dicho tantas cosas sobre su vida y obra que resulta muy fácil llover sobre mojado, y aunque la sensatez invita a quedarse callado un buen tiempo después de ese vendaval mediático, a petición de un buen amigo intento compartir aquí algunos recuerdos, producto de los varios encuentros que tuve con él. Junto así memorias, curiosidades y observaciones sobre la vida y obra de uno de los escritores más interesantes de la historia de la literatura universal.
En el 2002, nos encontramos en un hotel, frente a la Plaza del Zócalo en México D. F. Una amplia delegación de escritores colombianos, periodistas, y funcionarios culturales participábamos en las conferencias y conversatorios de la Feria del Libro del Zócalo. Se programó un almuerzo en el que García Márquez era el invitado especial; esa oportunidad de compartir con él nos ilusionó a todos por igual.
Al empezar el almuerzo, hubo una rápida presentación de todos los comensales, y al final García Márquez dijo que quería saber cómo veíamos a Colombia, su situación social y política, para ver qué tan buenos observadores de la realidad éramos nosotros. Mi decepción fue inmediata, se lo comenté al novelista Alonso Sánchez Baute, autor de la novela Al diablo la maldita primavera, quien estaba a mi lado. La gran mayoría de quienes nos encontrábamos allí éramos escritores, poetas, cuentistas y novelistas, que deseaban conversar de lo que más nos gustaba, de la creación y sus misterios. Además, Gabo era dueño de la revista Cambio, y no existía la duda de que estaba más informado sobre el país que todos los que estábamos allí, gracias a las decenas de periodistas que trabajaban para él. Hablar de política, guerra y conflictos me resultaba tedioso, sobre todo cuando pensaba que ese tiempo podíamos invertirlo en hablar de sus experiencias creativas, sus formas de investigar, las técnicas y recursos de escritura, sus modelos de composición, así como los criterios acerca de aquello que se deja adentro, o se saca de las historias, para que cumplan su función, la solución invisible que une todo eso. En algún momento, Hernando Cabarcas, funcionario cultural, dijo que estaban presentes varios escritores del Caribe, y nos presentó. Me señalaron, y entonces Gabo me preguntó que cuál era el hecho noticioso que más llamaba mi atención por esos días. Sin pensarlo, tal vez por el desgano que sentía, tras escuchar tanto sobre política, guerrilla y narcotráfico, le respondí que para mí, lo más grave que pasaba era que Junior, el equipo de fútbol de la ciudad de Barranquilla, llevaba más de veinte fechas sin ganar un partido.
Todos se rieron, tal vez solo por lo inesperado de la respuesta; mientras tanto, Gabo hizo un gesto con la mano pidiendo silencio, al tiempo que decía «por respuestas como esas es que no toman en serio a los periodistas y escritores costeños». Ante un jalón de orejas en público, de tamaña proporción, decidí guardar silencio, y comentarle a Alonso Sánchez que era increíble que «un mamador de gallo» profesional, un bromista permanente como Gabo, saliera con esas actitudes de pontífice.
Afortunadamente, a los pocos minutos pude escaparme del salón, me fui a recorrer los pasillos de la feria del libro, a ver ediciones raras de libros, y conversar con gente en las esquinas, lo cual me trajo suerte porque terminé conociendo a una chica de Guadalajara, que hoy recuerdo con mucho cariño, y que se convirtió en mi lazarilla el resto de mi travesía mexicana.
Cartagena de Indias es un lugar especial, una ciudad donde todavía hay locos de la calle que tocan a la puerta de cualquier casa para pedir un vaso de agua, y donde todavía hay mucha gente que los da, incluso hasta tienen un vaso especial para darle esa agua que no se puede negar. Allí uno descubre, contra toda apariencia, que los milagros son cosa de la vida diaria, algo que nos rodea por todas partes, como el aire, y a veces los vivimos, pero sin saberlo.
Hoy, como si fuera ayer, recuerdo mi último encuentro con García Márquez en la Cartagena del 2007. Era enero y empezaba la noche, me marchaba para mi casa, seguro que pensaba en llegar a ver alguna película junto a una buena copa de vino, o tal vez a seguir leyendo otra novela policiaca, como quien pone en práctica aquello que nos aconseja Oscar Wilde, «adoro los placeres sencillos; son el último refugio de los hombres complicados».
Y fue entonces cuando me tropecé en la calle con el periodista Renson Said, quien no tuvo que esforzarse mucho para convencerme de que lo acompañara en búsqueda de un sitio con buena música, pista de baile y una que otra cerveza gratis. Así fue como llegamos a Bazurto Social Club, un bar de buena música y amigos, en el costado del Parque del Centenario. Ya sabemos que el azar es más cumplido que mil citas, lo digo porque apenas entré me encontré con Jaime Abello y Roberto Pombo. Jaime me acompañó hasta donde Gabo, que se encontraba junto a su esposa Mercedes, y me presentó como un escritor que había sido su alumno en los talleres de la FNPI y que había nacido en San Luis de Sincé, el pueblo donde nació el padre del Gabo, y en donde el escritor había vivido en su infancia junto a sus hermanos, algo que cuenta con mucho fervor en sus memorias.
Soy muy tímido, por eso tengo que esforzarme en ser extrovertido, lo digo porque fue gracias a las tres cervezas que había tomado en el camino, que me atreví a saludarlo, sentarme a su lado y conversar. Me preguntó por el pueblo. Yo le respondí con mis comentarios de siempre, le dije que ya la aldea era tan importante que le habían cambiado el nombre, ahora la llamaban Sinceslovaquia, aunque algunos también lo llamaban Sincequistán, así, como un imperio. También, que la única diferencia entre Sincé y Nueva York eran las torres gemelas, y esas ya se habían caído. Él por fin se rió, me llamó embustero, y no me defendí. Más bien le pregunté por aquello que me interesaba, su relación con Faulkner, le recordé el «Apéndice Compson», ese capítulo que escribió Faulkner al final de su novela El sonido y la furia, y cuyo tono, ritmo y construcción se parecen tanto a las primeras páginas de Cien años de soledad. Fue entonces, por algún motivo que él solo sabrá, que me recordó aquella frase de Proust, «mira, muchacho, a los libros hay que tratarlos como un par de lentes para mirar el mundo, si ellos no te sirven, entonces toma otros».
Un buen mago no revela sus mejores trucos, pensé, o tal vez pueda contarlos pero no tendrían el mismo efecto en manos ajenas. Mejor volví al tema del pueblo, le dije que un amigo mío, Antonio Hernández Gamarra, había encontrado la partida de bautismo de un personaje real, que, de acuerdo con muchos detalles, podría haber sido el modelo para inventarse a Melquiades, el gitano de Cien años de soledad.
No me respondió, se tomó un trago, y me preguntó en qué andaba. Le dije que seguía escribiendo, cuentos y poemas, pero que aún me faltaba aprender mucho sobre el oficio. Me contó que días atrás había visto un boceto en carboncillo de Francisco de Goya, el artista español, dibujado a la edad de 80 años. En el boceto había un anciano encorvado por la edad y apoyado en dos bastones. El anciano era el mismo Goya, y en la parte superior estaba escrito: «Aún aprendo». Y agregó, después de tomarse otro trago, «pero lo importante es ser curioso, no lo olvides, me acuerdo que yo de niño era tan curioso, que cuando me iba a dormir quería dejar los ojos colgados en la ventana para no perderme lo que pasaba en la calle».
Quién curiosea el nudo aprende a soltarlo, dice el refrán árabe, y como todo buen creador García Márquez era sobre todo un ser curioso. Había, entre todos los temas, un misterio que ocupaba gran parte de su atención, y para el que nunca economizó energías: el misterio de la creación. Él mismo se interrogaba al respecto en Me alquilo para soñar: «lo que más me importa en este mundo es el proceso de creación. ¿Qué clase de misterio es ése que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella; morir de hambre, frío o lo que sea, con tal de hacer una cosa que no se puede ver ni tocar y que, al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada?».
Hay que tener presente, a la hora de valorarlo, que García Márquez irrumpió como un pagano en la sacrosanta literatura nacional, era distinto en la forma de concebirla, como en tantas otras cosas vitales. Su literatura nace en medio de una tradición de cuentos y novelas que no buscaban contar una buena historia lo mejor posible, sino tumbar el gobierno o denunciar alguna injusticia, lo cual convertía esos libros en folletines y panfletos, mientras que los lectores querían algo que les proporcionara placer en su lectura y una forma digna de verse representados. Toda buena novela es una adivinanza del mundo, es escribir las cosas que le pasan a la gente, repetía cada vez que podía: «a mí me encanta escribir, no sé cómo se pudo inventar eso de que la literatura es un sufrimiento. Otra cosa, cierto, es lograr que el lector me crea. Esa sí es una desesperación hasta que se calienta el brazo y todo sale, y se mezcla, y empieza, en fin, a tomar forma».
No hay muerto malo, ni recién nacido feo, por eso ahora que ha desaparecido físicamente García Márquez, es normal que muchos reconozcan su importancia como artista, y que otros lo lapiden o cuestionen públicamente por asuntos extraliterarios. En mi caso siempre estaré agradecido por sus cuentos y novelas, por habernos enseñado lo que es inventarse a sí mismo desde la nada, contra viento y marea, algo que de seguro muchos olvidarán hoy. Algunos escritores ni siquiera reconocerán que empezaron a escribir para probar que se podía escribir de forma diferente a García Márquez, pero buscando tener el mismo encanto y efecto de sus obras. Su gran influencia estética no es reconocida por muchos escritores latinoamericanos, o de lengua española; sin embargo, los autores de lengua inglesa y otros idiomas no dejan de expresar su gratitud para con su obra. La lista es larga, Salman Rushdie, Paul Auster, John Irving, Tony Morrison, y muchísimos más. Todos consideran que el mundo literario de García Márquez ayudó a construir sus propios mundos. Esa vasta meditación, a través de sus personajes, sobre el amor, la soledad, la muerte, y sobre la búsqueda de sentido y felicidad en la vida.
Ahora recuerdo lo que sobre él dijo el novelista Norman Mailer: «en este momento el único gran escritor que puede manejar cuarenta o cincuenta personajes y tres o cuatro décadas es García Márquez. Cien años de soledad es una obra asombrosa. Logra hacerlo, pero cómo, no lo sé».
Yo lo evoco sobre todo por su ejemplo vital, el de aquel muchacho que llega a Cartagena con el único patrimonio de sus libros leídos, duerme su primera noche en una banca del parque Bolívar porque no tiene un centavo para pagar el hotel, y cincuenta años después tiene el mundo a sus pies, no por el arte del dinero, que todo lo corrompe, sino por la gracia de sus historias. Lo recuerdo convencido de que la vida es buena, aunque la muerte, la muy perra, se atreva a decir lo contrario.
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