El día que entrevisté al Gabo

Relato del día que entrevisté a un Gabo que no quería entrevistas
Por:
Maritza Jiménez

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Esa mañana, Teodoro Petkoff dio el pitazo: almorzaría ese día con García Márquez en El Hatillo. Así que todos estábamos sobre aviso para dar ese tubazo. Como reportera de la fuente literaria del diario, me correspondía esa responsabilidad y ese honor. Solamente había una condición: El Gabo no quería entrevistas, así que, bajo ninguna circunstancia, podía saber que era periodista.
 
Cerca del mediodía, Sandra Bracho, cámara en mano,  y yo sin armas con qué defenderme, “paseábamos” casualmente por el Hatillo, frente a aquel restaurant “La Gorda”, creo se llamaba, donde el Gabo disfrutada de un arroz con pollo junto con Teodoro, a quien, “por casualidad” pasamos a saludar, y gentilmente nos presentó al Nobel colombiano.
 
La conversación transcurrió tal como la redacté en la noticia que ese día, 8 de mayo de 1988, salió publicada en el diario El Nacional. Yo hacía las preguntas como al azar, y, recordando las recomendaciones de mis maestros de Periodismo en la Universidad Central de Venezuela, trataba de retener todo en mi memoria. Fácil no fue. Terminando ya de comer, Teodoro dice que es hora de irse. Unas muchachas, al reconocer al Gabo, se acercan a pedirle autógrafos, que él concede gentilmente. Y es ahí cuando se dirige a mí, y, a quemarropa:
 
-¿Y ustedes por qué preguntan tanto? ¿Son periodistas?
    
-Sí.
 
-¿De qué medio? ¿El Nacional? ¿Y cómo hicieron para entrar ahí? Yo nunca pude. ¡Si hasta envié a su concurso de cuentos, y ni siquiera fui mencionado!
 

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Apenas entramos al vehículo del diario, saqué mi libreta  y empecé a escribir todo lo que recordaba.  Al llegar a la redacción, los compañeros me esperaban curiosos, sonrientes. Y volé a mi máquina, para someterme al fuego de la escritura. Ya casi había terminado, cuando Nelson Hippolyte Ortega, el gran entrevistador del suplemento Feriado, quiso leer lo redactado. “¡¿Cómo que de memoria?!”, preguntó sorprendido, cuando le conté. A mí no me parecía una proeza. Pensaba que formaba parte de mi obligación como profesional. Pero Nelson, más agudo y avezado que yo, me dijo: “¡Tienes que ponerlo! ¿Tú crees que cualquiera puede hacer eso?”
 
Fue así como, animada por mi amigo Nelson, escribí: “Una conversación en privado que, de pronto, se ha convertido en secreta entrevista. Prohibido todo apunte. Hay que escuchar, apenas. Retener de memoria los fragmentos de este diálogo”. 
 
Al día siguiente, otro colega del diario, Cristóbal Guerra, docente en la Universidad Católica Andrés Bello, me comenta que una de sus alumnas le dice: “¿Y quién cree ella que le va a creer ese cuento?”. Para mí, la mejor prueba de que lo había logrado. Esa noche fue el brindis. Gabo se acercó a felicitarme.
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