Dos historias en torno al ajedrez escritas por Gabriel García Márquez.
Gabriel García Márquez encontró en el ajedrez una metáfora perfecta para explicar el modo como operan los cuentos y novelas producidos por la imaginación. “La literatura es un tablero de ajedrez en que uno le explica al lector, desde el comienzo, cómo va a mover las fichas”, afirmó durante una entrevista concedida al poeta Juan Gustavo Cobo Borda en marzo de 1981. “Una vez que empieza el juego, no se pueden cambiar las reglas que uno mismo impuso”.
Hizo esta comparación entre el arte de contar historias y el deporte de 64 escaques a propósito de un cuento de Hemingway, “La breve vida feliz de Francis Macomber”, en el que consideraba que el autor norteamericano había cometido “un error imperdonable” por haber cambiado las reglas de su relato hacia el final de la historia (“Hemingway nos dice qué piensa Macomber, qué piensa Wilson, qué piensa la mujer, qué piensa el león, qué piensa el búfalo, y al final hace una trampa: dice que no sabe si la mujer lo mató deliberadamente o por accidente”, argumentó García Márquez).
Como deporte practicado por los personajes de su obra literaria, el ajedrez ocupa un lugar especial en la construcción de rivalidades tan amistosas como legendarias. Destacan, por ejemplo, los enfrentamientos del coronel Aureliano Buendía con el general conservador José Raquel Moncada, futuro alcalde de Macondo en Cien años de soledad. O las partidas nocturnas entre el doctor Juvenal Urbino y su adversario más compasivo, el refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, en el primer capítulo de El amor en los tiempos del cólera. En su novela sobre los últimos meses de vida de Simón Bolívar, El general en su laberinto, García Márquez menciona las partidas de ajedrez entre Bolívar y el general O’Leary durante las Campañas del Sur, y agrega que el Libertador incluyó el ajedrez en sus programas de instrucción pública como uno de los juegos útiles y honestos que debían enseñarse en las escuelas, a pesar de que era un pasatiempo que no despertaba tanta emoción en él (“El ajedrez no es un juego, sino una pasión. Y yo prefiero otras más intrépidas”, dice Bolívar en un aparte del libro).
Por otro lado, en su obra periodística, García Márquez se centró en las intrigas y efusiones que suscitaban las partidas entre dos buenos adversarios. En el Centro Gabo hemos seleccionado dos de estas notas de prensa en las que el narrador colombiano reflexionó sobre el ajedrez. Las compartimos contigo:
Un enfrentamiento alucinante en una casa de Bogotá entre el reputado pianista austríaco Paul Badura-Skoda y el maestro internacional Boris de Greiff, hijo del poeta colombiano León de Greiff. García Márquez lo relató para El Espectador y El País de España en una columna publicada el 17 de marzo de 1981. Es un texto en el que se mezclan la música clásica, la comida, el alcohol y las aperturas más conocidas del juego, todo con la gracia narrativa del novelista colombiano.
La larga noche empezó a las ocho. Por una cortesía pura con sus anfitriones, Badura-Skoda tocó en el plano, sin un punto de inspiración, la tercera partita de Juan Sebastián Bach. Estaba en un estado de tensión que no había padecido la noche anterior, en el concierto, ni esa mañana, ante las cámaras. Sólo cuando se sentaron frente al tablero pareció sumergirse en una ciénaga de serenidad. Boris de Greiff contó que en la Olimpiada mundial de Leipzig, en 1960, no se había usado un timbre como señal de partida, sino el aria para la cuerda de sol de la suite para orquesta número 3, de Bach. A Badura-Skoda le pareció bien que se usara en aquel momento, y el dueño de casa, que es el más compulsivo fanático de Bach y del sonido electrónico en Colombia, puso el disco a un volumen prudente. Boris de Greiff, jugando con las blancas, abrió con el peón del rey. Badura-Skoda le replicó con la defensa siciliana. En ese instante terminó el aria para la cuerda de sol, y siguió una gavota. Los testigos tuvieron la impresión real de que a Badura-Skoda se le pusieron los pelos de punta. «Me gusta mucho Bach y me gusta mucho el ajedrez, pero no los soporto juntos», dijo, con su buena educación exquisita. Entonces quitaron el disco, desconectaron el teléfono y el timbre de la puerta, y encerraron los perros amordazados en el dormitorio. Los dueños de casa y la esposa de Boris de Greiff se encerraron con una botella de whisky en el comedor vecino, y la casa y el barrio, y la ciudad entera quedaron sumergidos en un silencio sobrenatural.
La guerra duró seis horas. Badura-Skoda se concentró hasta el punto de que sólo dijo tres veces la misma palabra en alemán después de tres de sus propias jugadas. Boris de Greiff entendió que decía: «Muy mal». Y, en efecto, lo dijo siempre después de las tres jugadas que determinaron su derrota. No levantó la vista del tablero un solo instante, y sólo movió la mano para jugar. «Desde el principio me di cuenta que debía empeñarme a fondo», dice Boris de Greiff, «pues no podía hacer un papelón frente a un jugador tan serio». Aunque De Greiff es un fumador intenso, y fuma siempre mientras juega, esta vez se abstuvo por consideración a la austeridad de su adversario.
Jugaron cuatro partidas. Badura-Skoda perdió tres, y la cuarta quedó en tablas. No quedó satisfecho, por supuesto. A las tres de la madrugada se empeñó en analizar las partidas, hasta que Boris de Greiff le ayudó a establecer cuáles fueron sus errores decisivos. Luego, cuando le acompañó al hotel, le pidió que subiera al cuarto para explicarle el sistema especial de notación del redactor de ajedrez del Times, y siguió hablando de ajedrez hasta que la ciudad amaneció en las ventanas. A todos los testigos de esa noche irrecuperable les quedó la impresión de que Badura-Skoda -que es uno de los pianistas más notables de nuestro tiempo- es en realidad un ajedrecista que sólo toca el piano para vivir.
Una contienda afuera del tablero por parte de varios ajedrecistas con diversos títulos nobiliarios. Se trata de una de las célebres “Jirafas” que García Márquez escribía para el periódico barranquillero El Heraldo bajo el seudónimo de “Septimus”, en honor al personaje Septimus Warren Smith de La señora Dalloway, la novela de Virginia Woolf. En esta columna, publicada el 5 de enero de 1951, Gabo comenta el violento desacuerdo entre el marqués Constantine Patrize y el club de ajedrecistas de Roma, integrado por el duque Martini Crete, el marqués Popu Di Bagno, el barón Francesco Barracco, el conde Ranielli Di Campello y el príncipe Gregorio Boncampagne Ludovisi. El conflicto estalla porque cada uno de los cinco miembros del club decide rechazar las aspiraciones de Patrize como socio benemérito del club de ajedrecistas, a lo que Patrize responde con una invitación a batirse en duelo mediante “pistolas mordidas”.
El marqués Constantine Patrize irrumpió tempestuosamente en el Club de ajedrecistas de Roma. Sentados en torno a una mesa, con un gigantesco tablero de ajedrez por fondo, los miembros del comité de admisión acababan de concluir una endemoniada deliberación y se disponían a dirigirse a sus respectivas casas. Lo único que se había acordado en la sesión de esa noche era el rechazo del marqués Constantine Patrize, como aspirante a socio del benemérito club de ajedrecistas.
El duque Martini Crete, uno de los miembros del comité de admisión, debía llegar cuanto antes a su casa, donde lo aguardaba su señora esposa para asistir a una cena en casa de una familia amiga. El marqués Popu Di Bagno debía cumplir, a las nueve, una cita en la cual concluiría, según sus cálculos, la partida de ajedrez iniciada con un astuto colega desde la penúltima semana del año anterior. El marqués Di Bagno, mientras transcurrían las deliberaciones, había planteado la jugada fría, certera, con la cual quedaría perfeccionado ese largo y accidentado golpe de cuartel con que pensaba derrocar al monarca de su adversario.
El barón Francesco Barracco no se sentía bien. Antes de asistir a la sesión, se había atragantado de pasteles, de suerte que mientras sus compañeros exponían los motivos por los cuales el marqués Patrize no debía ser admitido, él se limitaba a aprobar, con un ligero gesto del mentón, cada. uno de los argumentos, mientras los pasteles ejecutaban saltos de caballo en su digestión y lo amenazaban con un sueño atiborrado de pesadillas. Lo único que deseaba era llegar a su residencia, en las afueras de Roma, para administrarse una categórica descarga de bicarbonato.
El conde Ranielli Di Campello, se iba sencillamente a dormir. Las dos noches anteriores había estado celebrando el advenimiento del año nuevo, en forma que la había hecho olvidar los serios compromisos que todo buen caballero tiene con su almohada. Sólo el príncipe Gregorio Boncanpagne Ludovisi, un botarate solterón de cuarenta años, que durante la guerra se distinguió como capitán de aviación, se sentía dispuesto a gastarse la noche, metro a metro, en cualquier establecimiento nocturno. El príncipe estaba en el mejor de los humores.
Entonces fue cuando el rechazado marqués Constantino Petrize irrumpió como una tromba y desafió al comité de admisión del Club de ajedrecistas, en sesión plena, a un duelo a pistola mordida.
La proporción era un poco complicada. Dada la natural circunstancia de que el desafiante no disponía sino de una sola boca para morder las cinco pistolas de sus adversarios y éstos disponían, en cambio, de cinco bocas para morder una sola pistola -o dos, en último caso- ya que el desafiante, por desgracia, no tenía sino las dos manos proverbialmente admitidas por el clasicismo anatómico, la ceremonia del duelo sería sencillamente un disparate. A no ser que el conde Petrize, al concertar el duelo, estuviera contando con algún extraño artefacto de cinco cañones que le permitiera hacer lo suyo sin necesidad de resucitar, después de cada descarga, a morder el cañón del adversario que se encontrara en el círculo de los prevenidos.
Por desgracia el príncipe Gregorio Boncanpagne Ludovisi tenía el buen humor necesario para hacerse cargo del duelo en representación de sus cuatro compañeros del comité y el encuentro, que prometía ser una endiablada ecuación de pistolas mordidas, quedó convertido en un vulgar compromiso de armas entre dos nobles que, en el peor de los casos, llegan a un acuerdo antes de conocer el sabor frío y metálico de las respectivas pistolas.
Es verdaderamente triste que los nobles modernos hayan perdido el instinto del disparate.
Entrevista a Gabriel García Márquez para el Noticiero TV Hoy en 198...
Autor: Rodrigo Alejandro Paredes
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