Gabo, junto a algunos de sus alumnos en el primer taller de reportaje que dictó en la fundación, en Barranquilla (Colombia).
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El debut de Gabo como maestro de su fundación

Así fue el primer taller de reportaje que dictó el nobel en la fundación que hoy lleva su nombre, del 24 al 28 de mayo de 1995, en Barranquilla.

 
Créditos: 
Cortesía Andrés Grillo
Andrea Jiménez Jiménez

Llevó a un perfilador de retratos hablados y allí, en una casona de estética republicana, en medio del señorial barrio El Prado, en Barranquilla, lo hizo dibujar a una de las alumnas para que todos se dieran cuenta de las posibilidades de la descripción, ese poderoso instrumento del relato que muchas veces se diluye en la marejada de verbos que plagan los textos periodísticos. 

Era mayo de 1995 cuando se conocieron Tatiana, Winston, Sylvie, Luz María, Luis Francisco, José María, Carlos Alberto, Andrés, Mónica y Francesca. Y Gabo. Cuando juntos hicieron el ejercicio de descripción junto al investigador del desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad -DAS-. Y cuando juntos cenaron, una noche y otra, durante cinco días, escuchando las anécdotas de Gabo y Cortázar, Gabo y sus ganas de ser Kafka, Gabo y sus historias primigenias, antes de ser lo que acabaron siendo: Crónica de una muerte anunciada, El general en su laberinto, Relato de un náufrago

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Era el runrún del momento. Las redacciones se iban enterando de a poco que Gabriel García Márquez, el Nobel de Literatura, erigido en lo más alto del pedestal de las letras universales, iba a dictar un taller de reportaje con la fundación que recién se había inventado. Y en Barranquilla.

No había nada de mentira en el rumor. Aunque era una verdad increíble. Garciamarqueana, digamos.

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Tatiana Escárraga llegó porque la eligieron, luego de escribir un texto para la edición dominical de El Heraldo, donde trabajaba, sobre la noche en que, durante un concierto de Joe Arroyo, acabó coincidiendo con Gabo y conversando con él. Andrés Grillo y Luz María Sierra llegaron de carambola, porque los primeros elegidos en sus respectivas redacciones -Cambio 16 y El Tiempo- no pudieron asistir, y ellos se ganaron entonces ese lugar. Cada uno recuerda cosas distintas, aunque todos se emocionen por igual. Cada uno ayuda a reconstruir los días del primer taller que Gabo dictó en la fundación que hoy lleva su nombre -para entonces, Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, o FNPI- con sus historias, pero coinciden en una: en la del hombre que hacía retratos hablados.

No quería gente mayor: quería jóvenes -ojalá que no superaran los 30 años- a quienes pudiera transmitirles el caudal de conocimiento que él fue acumulando, entre prueba y error, hasta convertirse en el referente que ya era para entonces.

Recuerdan todos también que les costaba imaginarse a García Márquez en su faceta como maestro, como educador. Siendo nobel, ¿qué ganas tendría uno de enseñarle a unos ‘pelaos’, algunos sin siquiera terminar la universidad? Gabo las tenía todas, y además, una preocupación, como señala Tatiana, su alumna por entonces: “Que las universidades no estuvieran enseñando bien el periodismo”. Y tenía razón.

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“Descubrirlo en esa faceta fue como una revelación, porque realmente era magnífico, era un gran maestro. Cambió mi percepción previa que tenía sobre él, muchísimo, en este y en el taller que tuve la oportunidad de tomar con él en Madrid ese mismo año. Más que enseñar, lo que quería era poder transmitir su conocimiento y hasta qué punto el periodismo había sido tan importante en su carrera como novelista. Eso para mí fue una sorpresa muy grande”.

Andrés Grillo llegó de Bogotá al taller, fascinado con la idea de conocer a quien leía desde los 11 años. Puede hoy mencionar con precisión las referencias de periodismo que Gabo halló y les compartió, como John Dos Passos, y cómo lo sorprendieron los escritos de periodismo más militante que aún no había descubierto del autor colombiano.

Guardó todas las lecturas que García Márquez les entregó a lo largo de esos cinco días, y aunque hoy su oficio de editor lo mantenga algo alejado de las aulas, no fue sino hasta hace muy poco que dejó de compartirlas con las generaciones de estudiantes que pasaron por él en algunas de las más reconocidas facultades de periodismo de Colombia.

Y si guarda eso, ¿cómo no conservar las principales lecciones de un taller de esas proporciones? “Uno: que la realidad siempre supera a la ficción. Y dos: Que un dato falso en una historia periodística falsea toda la historia, y que un dato verdadero en una historia literaria le da toda la verosimilitud”.

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Debe ser por eso que Luz María Sierra no recuerda el tema que ella eligió para contar en uno de los ejercicios propuestos en el taller, sino el de un compañero que eligió la historia de una mujer “que estaba como loca, que se enamoró personaje que era como alguien que recaudaba impuestos, y la señora terminó haciendo un matrimonio con ese hombre, pero sin la presencia de él”.

Pese a todos los ingredientes garciamarqueanos, y contra todo aparente pronóstico, Gabo sugirió que era mejor no tocar un tema así, puesto que se salía de los límites de cualquier verosimilitud, y hasta en el realismo mágico debe haber cierta dosis. “Me pareció súper interesante la lección que nos dio ese día…”.

Derribó prejuicios, pero también dejó ver sus obsesiones. Lo de contar historias hasta ‘las mil y quinientas’ -como se dice en el Caribe que tanto amó para hiperbolizar el tiempo-, pasadas las ocho de la noche, y que los alcanzaba en la cena en cualquier restaurante de la ciudad. O lo de llevar a esos primeros alumnos al cementerio local para buscar historias y casi enloquecerse con una, como esa de la depuración del cuerpo de policías en Barranquilla, en la que cayó un uniformado que recientemente había descubierto el caso de una universidad que compraba cadáveres de habitantes de calle para usarlos en los laboratorios de su facultad de Medicina. 

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Fue maestro, conversador y editor. De una nobleza y generosidad que Tatiana describe de la mejor manera posible, sin dudarlo: “como su personaje de Un señor muy viejo con unas alas enormes. Podría ser, si se quiere, la de un señor muy bueno con unas alas enormes, que se iba a pie luego del taller, en la casona Villa Heraldo, a su casa en Barranquilla, también en el barrio El Prado, y al que se podía acompañar caminando junto a él. La de quien podía hacerlo todo por un alumno prodigioso, como bien los tuvo, aunque jamás reconociera que era él quién estaba detrás, haciendo su magia, para lograr una beca, un taller, una oportunidad.

Andrés Grillo, Tatiana Escárraga y Luz María Sierra han ganado todos el Premio de Periodismo Simón Bolívar. No debe ser gratuito haber llegado, por una razón u otra, a ese taller que quedará para la historia como uno de los más importantes de la historia de la Fundación Gabo, y de su creador mismo, quien no solo se encargó de dejar un legado excelso en la literatura y en el periodismo, sino en la vocación del maestro, de quien enseña, porque solo quien conoce el genuino valor de la educación se empeña en cultivarla. Esa educación que, como no se cansaba de repetir, “nos abra al fin -y para siempre- la segunda oportunidad sobre la tierra”. 

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