Las reseñas críticas del escritor colombiano sobre cuatro películas dirigidas por Vittorio De Sica.
En octubre de 1950 se estrenó en Barranquilla la película Ladrones de bicicletas y Gabriel García Márquez logró ver por primera vez un trabajo de Vittorio De Sica. El joven escritor salió tan impresionado del teatro que el lunes 16 de ese mismo mes publicó en El Heraldo una columna en la que confesaba su admiración por De Sica y el arte cinematográfico italiano en general. “Los italianos están haciendo cine en la calle, sin estudios, sin trucos escénicos, como la vida misma”, escribió. “Y como la vida misma transcurre la acción en Ladrones de bicicletas, que puede calificarse, sin temor de que se vaya la mano, como la película más humana que jamás se haya realizado”.
Cuatro años después, cuando desempeñó el oficio de crítico de cine para el periódico El Espectador, García Márquez siguió de cerca los diversos largometrajes que en poco tiempo serían considerados grandes exponentes del neorrealismo italiano. Su guionista preferido de entonces era Cesare Zavattini, autor de muchos de los argumentos en las películas emblemáticas de Vittorio De Sica. Esa fue una predilección que jamás se extinguió y que siempre estuvo presente en las incursiones de Gabo dentro de la industria cinematográfica. En marzo de 1996, durante una entrevista concedida a la revista Variety, todavía creía que la técnica narrativa y audiovisual de cineastas como Zavattini, De Sica y Roberto Rossellini era la que más le convenía al cine latinoamericano. “La gran revelación del cine fue para mí el neorrealismo italiano, especialmente el guionista Zavattini”, afirmó aquella vez. “Él creó un cine que era barato, sentimental y muy simple, pero muy buen cine. Esa fórmula, siempre me ha parecido, es la gran fórmula para América Latina”.
En El Espectador, en su columna “El cine en Bogotá. Estrenos de la semana”, Gabo reseñó cuatro películas de Vittorio De Sica: Milagro en Milán, el 24 de abril de 1954; Stazione Termini, el 23 de octubre de 1954; Los niños nos miran, el 3 de enero de 1955; y Umberto D, el 5 de febrero de 1955. Todas estuvieron colmadas de elogios, aunque tuvo reparos con algunas escenas “lamentables” e “innecesarias” de Stazione Termini.
En el Centro Gabo hemos recuperado estas reseñas críticas de García Márquez sobre los filmes de Vittorio de Sica. Las compartimos contigo:
Milagro en Milán ha desconcertado por igual a dos públicos extremos: el admirador de Ladrones de bicicletas, Alemania, año cero, y en general las producciones italianas de posguerra, y al admirador de El ladrón de Bagdad, El hombre invisible y las películas de dibujos de Walt Disney. Los primeros han manifestado su perplejidad ante el hecho de que los campeones del realismo cinematográfico hayan puesto a los miserables de las barracas a volar en escobas, en lugar de matarlos de hambre, que habría sido lo natural. Los segundos no acaban de entender, o de aceptar, que un cuento de hadas tenga por escenario un muladar, donde los príncipes orientales han sido sustituidos por una cuadrilla de pordioseros.
Totó el bueno, la novela de donde ha sido extraído Milagro en Milán, tenía por escenario una ciudad imaginaria, en la cual la fantasía del autor disfrutaba de una entera libertad. Una ciudad sobrenatural llamada Bamba. César Zavattini, el autor de la novela, y Vittorio De Sica, al adaptarla al cine, prefirieron situar la acción en una ciudad real, Milán, en donde los pobres son absolutamente pobres y los ricos fabulosamente ricos. El compromiso con el público fue entonces más difícil de cumplir, pues se trataba de humanizar la fantasía, de hacer pasar la fábula por el filtro del crudo realismo italiano, sin que aquélla perdiera su encanto ni perdiera éste su elevada temperatura humana. En Ladrones de bicicletashay un episodio tan fantástico como el de las escobas en Milagro en Milán: el de la adivina, que Ricci visita para averiguar el paradero de su bicicleta, y cuyo vaticinio («la encontrarás hoy o no la encontrarás nunca») se cumple exactamente en el film. Sin embargo, aquel episodio fantástico fue fusionado de manera tan sabia con los elementos de la realidad, que su esencia sobrenatural pasó inadvertida.
La historia de Milagro en Milán es todo un cuento de hadas, sólo que realizado en un ambiente insólito y mezclados de manera genial lo real y lo fantástico, hasta el extremo de que en muchos casos no es posible saber dónde termina lo uno y dónde comienza lo otro. Por ejemplo: el hallazgo de un poco de petróleo es un acontecimiento enteramente natural. Pero si el petróleo que brota es refinado, gasolina pura, el hallazgo resulta enteramente fantástico, así como la circunstancia de que en lo sucesivo baste con horadar la tierra con el dedo para que brote una fuente de petróleo. Otro ejemplo: la escena de los vagabundos disputándose un rayo de sol, que ha sido considerada como un acontecimiento fantástico, es sin embargo, enteramente ideal. Y en cuanto al desdentado anciano comiéndose un pollo, hay que reconocer honorablemente que no se sabe al fin y al cabo si es el más real o el más fantástico de todos. Igual cosa ocurre con el entierro de la señora Lolotta, que es estéticamente un golpe de genialidad.
(…)
Lo extraordinario del cuento de Milagro en Milán no es el cuento mismo, que está hecho con todos los desperdicios de la literatura fantástica, como se ha dicho. Lo extraordinario en la manera como ha sido contado por Vittorio De Sica, con la colaboración de Francesco Golisano, un muchacho feo y sin gracia como debía serlo el mismo Totó, cuyo papel desempeña. La fuerza humana que los realizadores de Milagro en Milán han logrado comunicar a este puñado de pordioseros, la carga de verdad que hay en cada situación por muy disparatada que sea, y ese ambiente de cruda miseria y de sueño increíble y esa palpitación de vida que contagia hasta a las estatuas, eso es lo que hace de Milagro en Milán una película extraordinaria, convincente, humana, iluminada contantemente por el soplo de la genialidad.
(…)
Milagro en Milán recuerda a Chaplin en la actitud de los vagabundos frente a la vida, y especialmente en la escena del rayo de sol y en la forma como Totó consuela al compañero que quiere suicidarse. Recuerda a René Clair en la fuente de petróleo refinado que cada habitante del mulada tiene en el jardín de su casa, y recuerda a cada instante, en cada cambio de situación, en cada matiz, a los grandes maestros del cine que De Sica y Zavattini han sabido asimilar y que han adoptado sin limitación a sus propios, prodigiosos fines.
Sin duda alguna el público sabrá apreciar justamente esta pieza magistral del arte cinematográfico, que fue por cierto, hasta ayer, el único estreno apreciable de la semana.
Indiscreción de una esposa norteamericana es el largo y no muy adecuado título con que nos ha llegado la película Stazione Termini, de Vittorio de Sica, con Jennifer Jones y Montgomery Clift. Su director ha manifestado en diversas ocasiones su inconformidad con este film, ha hecho públicas las limitaciones a que fue sometido por parte de los productores y especialmente de David O. Selznick, esposo y contratista de la actriz, y se ha lamentado de la forzosa circunstancia de que la protagonista del drama sea norteamericana y no italiana, como estaba previsto para acentuar la fatalidad del desenlace. Una esposa norteamericana puede divorciarse de su marido y volver a Roma en busca del amante italiano, ha manifestado De Sica. En cambio una esposa italiana católica, no podría hacerlo. El final del drama sería definitivo.
Sin embargo, esas manifestaciones de inconformidad parecen ser simples veleidades del director. Lo indiscutible y evidente es que Stazione Termini, tal como ha sido realizada, es una película magistral. El hecho de que los protagonistas no abandonen, en ningún momento, la estación de Roma, ni estorba al desenvolvimiento del drama, ni fatiga al público, ni es una novedad en el cine. La antesala del infierno, de Wyler, y La luna es azul, de Preminger, son dos recientes películas con escenario invariable, ambas magistrales. Los dramas de esa clase son una prueba de fuego para el director, pero por el mismo hecho de que lo sean sólo corren el riesgo los virtuosos, y la experiencia ha demostrado que en muy pocos casos ha fracasado la tentativa.
Jennifer Jones y Montgomery Clift son dos actores excepcionales. El drama está enteramente a cargo de ellos, y su actuación, especialmente la de Clift, es de aquellas que olvidan con dificultad. La historia de Stazione Termini–basada en una novela de Cesare Zavattini, el infalible colaborador de De Sica– es enteramente subjetiva. El mundo de la estación no cuenta. Lo esenciales el conflicto interior de los protagonistas. Y la forma como De Sica lo ha trasladado al cine, con prodigiosos diálogos de Truman Capote, es sencillamente sorprendente.
En realidad, es esta una película insólita en la obra del gran director italiano. Pero el temperamento creador de Ladrones de bicicletas y Milagro en Milánestá presente en cada pausa de Stazione Termini: en el hombre de las naranjas, en los niños que comen barras de chocolate, en la formidable recepción a un presidente que no se ve ni se sabe, a fin de cuentas, qué preside. En cambio, hay que lamentar el inexplicable declive de la escena en la inspección de policía, una escena frustrada, débil y absurdamente resuelta por falta de elementos de convicción. Igual observación hay que hacer a la escena en que la protagonista trata de socorrer con dinero al obrero italiano, y a la innecesaria intervención del sobrino en un drama en el que no hacía falta.
Como está siendo proyectada, la película es sospechosa de mutilación. No sólo porque su duración alcanza difícilmente setenta minutos, sino porque algunos aspectos secundarios parecen sueltos del relato general. Con todo, Indiscreción de una esposa es una obra maestra, cuyo final abrumadoramente lógico, podría desconcertar a los mismos incautos que se sintieron desconcertados con el final de Ladrones de bicicletas.
Esta misma semana se está exhibiendo una película de Vittorio De Sica en la que se advierte el apasionante interés y la penetración del gran director italiano en la psicología infantil: Los niños nos miran. Así como podría pensarse en que esa misma preocupación se ha originado en Carol Reed por su permanente contacto con Graham Greene, podría pensarse que De Sica es una evidente influencia de Cesare Zavattini. Los inolvidables e inquietantes niños en Milagro en Milán, Ladrones de bicicletas e Indiscreción de una esposa tenían en Los niños nos miran un antecedente desconocido para nosotros, pues en realidad esta película de De Sica que ahora se exhibe es una de sus primeras realizaciones.
Le rest est silence es una breve novela francesa en la que un niño relata la infidelidad de su propia madre. Algo así de amargo, pero tratado con una implacable crueldad, es lo que se cuenta en Los niños nos miran, un film de Vittorio De Sica que todavía no era el maestro genial que hoy conocemos, pero que ya empezaba a conseguir su pulso seguro y definitivo. Nadie se atrevería a negar que hay melodrama en Ladrones de bicicletas o en Milagro en Milán. Pero es el melodrama de la vida diaria; un melodrama mesurado, discreto y en ningún modo explotado con fines comerciales. La misma dosis de melodrama que se advierte en aquellas dos películas de De Sica es la que aparece en Los niños nos miran, sólo que menos controlado, un poco fuera del dominio de un director todavía inexperto para conducir su historia por esa cuerda floja que va de lo sublime a lo ridículo. Sin embargo, allí está ese Vittorio de Sica implacable en el análisis de las situaciones más crueles, y más cruel quizás, pero igualmente magistral en la disección del corazón humano, y especialmente maestro en el conocimiento del corazón de los niños.
Esta es la historia de un hombre pobre. Vittorio De Sica y Cesare Zavattini dispusieron que fuera italiano y que se llamara Umberto Domenico Ferrari. Pero la nacionalidad y el nombre son en este caso elementos puramente circunstanciales: en cualquier parte del mundo –tal vez en todas partes– se encuentra ahora este personaje, paseando por las calles con su perro, y con una tremenda dignidad que impide conocer su drama. De Sica y Zavattini han penetrado por la puerta falsa en la vida de Umberto Domenico Ferrari, lo han sorprendido con la guardia baja, y han elaborado una historia sencilla, cruelmente verídica, contada por el revés de la dignidad. Así han podido decir qué es y qué significa en la sociedad contemporánea un hombre digno, un hombre decente, y han demostrado que la virtud es más dramática que la depravación.
Hay que establecer una profunda diferencia entre la historia de Umberto D y la manera de contarla, que son dos méritos diferentes del film, aunque la concurrencia de los dos sea lo que hace de él una obra inmortal, la pieza maestra en la historia del cine. La historia de Umberto Domenico es válida porque es verdadera, es verdadera porque es humana. Si fuera más humana que la vida de un hombre, sería una historia falsa. Su grandeza está en la fidelidad con que se parece a la vida. Pero hay una fabulosa distancia entre la concepción y la narración de la historia. Y la más grande manifestación del genio de Cesare Zavattini, que fue concebir y elaborar la historia de Umberto Domenico Ferrari, estuvo perfectamente compensada por la manera de contarla.
Una historia igual a la vida había que contarla con el mismo método que utiliza la vida: dándole a cada minuto, a cada segundo la importancia de un acontecimiento decisivo. De Sica y Zavattini han dividido el drama en espacios infinitesimales, han planteado el tremendo patetismo que hay en el simple acto de acostarse, de volver a casa; en el hecho sencillo, inevitable y trascendental de existir un segundo. Curiosamente, esa insondable concepción del arte cinematográfico no alcanza en plenitud en ninguno de los momentos de Umberto Domenico Ferrari –que es el soporte del drama– sino en la secuencia del despertar de la sirvienta encinta, cada uno de cuyos imperceptibles, inútiles pero ya irremediables movimientos son un precioso gasto de vida que no puede pasar inadvertido.
Los profesionales de la literatura, inevitablemente, tienen que haber recordado a Joyce. Los cineístas, inevitablemente, tienen que haber recordado todo el cine que han visto, y haber llegado a la conclusión de que no ha sido inútil haber visto tanto cine malo, tanto cine mediocre, tanto cine bueno e incluso extraordinario, si esa era una condición indispensable para que la especie humana produjera a Umberto D, una obra de arte que honra a la especie humana.
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