Cinco artículos del escritor colombiano sobre los prodigios y costumbres de los barberos en sus lugares de trabajo.
Contar la vida y las costumbres de los barberos fue una de las obsesiones de Gabriel García Márquez. Para el escritor y periodista colombiano, las barberías eran una institución fundamental en los pueblos, lugares en donde se libraban discusiones filosóficas y se llevaban a cabo ociosas partidas de damas o dominó. Allí se encontraban las figuras más destacadas del poder político con aquellas que no lo eran tanto, y todas tenían voz y voto.
La peluquería de La mala hora es un buen ejemplo de esto. Por sus asientos transitan los personajes centrales de la trama y a través de los diálogos que estos sostienen con el barbero, el lector se adentra en el ambiente político planteado por la novela. Diálogos políticos, sí, aunque en la pared del fondo haya clavado un aviso que dice: “Prohibido hablar de política”.
En el Centro Gabo hemos seleccionado cinco notas de prensa de Gabriel García Márquez sobre las barberías y sus barberos. Las compartimos contigo:
Fue uno de sus primeros artículos en torno los barberos. Lo publicó en El Heraldo de Barranquilla el 16 de marzo de 1950, en ese icónico espacio que bautizó “La Jirafa” y en el que escribió bajo el seudónimo de Septimus (en honor al personaje de La señora Dalloway, de Virginia Woolf). El texto se pregunta por el barbero del entonces presidente Mariano Ospina Pérez y por las conversaciones que sostiene con el mandatario colombiano.
A García Márquez le fascinaba el hecho de que este hombre fuera “el único mortal sufragante que puede permitirse la libertad democrática de acariciar el mentón del presidente con el afilado acero de una navaja barbera”.
¿Quién será ese caballero influyente a quien todas las mañanas el señor Ospina comunica sus preocupaciones de la noche anterior, a quien relata, con cuidadosa minuciosidad, la trama de sus pesadillas, y quien es, al fin y al cabo, un consejero eficaz como debe de serlo todo barbero digno?
Muchas veces la suerte de una república depende más de un solo barbero que de todos sus mandatarios, como en la mayoría de los casos –según el poeta– la de los genios depende del comadrón. El señor Ospina lo sabe y por eso, tal vez, antes de salir a inaugurar el servicio telefónico directo entre Bogotá y Medellín, el primer mandatario, con los ojos cerrados y las piernas estiradas, se entregó al placer de sentir muy cerca de su arteria yugular el frío e irónico contacto de la navaja, mientras por su cabeza pasaban, en apretado desfile, todos los complicados problemas que sería necesario resolver durante el día. Es posible que el presidente hubiera informado a su barbero de que esa mañana iba a inaugurar un servicio telefónico perfecto, honra de su gobierno. «¿A quién llamaré en Medellín?», debió de preguntar, mientras sentía subir la afilada orilla por su garganta. Y el barbero, que es hombre discreto, padre de familia, transeúnte en las horas de reposo, debió guardar un prudente pero significativo silencio. Porque en realidad –debió de pensar el barbero– si él en lugar de ser lo que es, fuera presidente, habría asistido a la inauguración del servicio telefónico, habría tomado el receptor y, visiblemente preocupado, habría dicho con voz de funcionario eficiente: «Operadora, comuníqueme con la opinión pública».
La historia del asalto a un barbero y vendedor de pistolas en el poblado de Lincoln (Massachusetts) que García Márquez debió de leer en los cables internacionales que llegaban a El Heraldo. El joven periodista la reescribió, fiel a sus principios estéticos, y la publicó en su Jirafa el 3 de octubre de 1950.
En la trama del artículo, cuyo desenlace es muy parecido al cuento “Los asesinos” de Hemingway, el barbero se plantea como un personaje indispensable en la estructura social y rutinaria del pueblo, algo que sería característico en algunos cuentos y novelas posteriores del escritor colombiano.
Todo pudieron esperarlo los laboriosos vecinos de Lincoln, menos que el barbero, Oscar M. Powell, protagonizara un hecho como el del último domingo. Cuando la policía lo supo, no pudo menos que manifestar su pasmosa admiración, antes de iniciar sus actividades.
(…)
El último domingo, cuando ya se disponía a cerrar su establecimiento para asistir a un cine, se presentó un caballero bien vestido, en quien el barbero saludó a un nuevo cliente, pues no figuraba en la lista de ciudadanos que él llevaba, escrupulosamente seleccionados, por orden alfabético, en el ordenado fichero de su memoria. Powell saludó al recién llegado con una profunda reverencia de barbero clásico, de serio corte latino, y lo hizo sentar en la alta silla giratoria. De manera especial se esmeró Powell en la ejecución de su trabajo y hasta roció agua de olor al silencioso visitante, después de que retiró la sábana de su cuello, sacudió con el cepillito especial los hombros del cliente recién adquirido y repitió su honda y caballeresca reverencia en señal de que el sacrificio había tocado a su fin.
Pero el barbero debió pensar que la divina providencia se manifestara especialmente pródiga en esa tarde de domingo, cuando el cliente, ya prácticamente desconocido después de la transformación técnicamente ejecutada, advirtió que, además del corte de cabello, estaba interesado en ver una buena pistola.
Silbando alegremente ante la perspectiva de un fin de semana sin antecedentes, Powell extrajo las armas de su armario y entregó al solicitante la de mejor calidad. La pistola más valiosa de todas. El cliente la examinó, la hizo cargar y fue entonces cuando sucedió esa cosa horrible que reblandeció el corazón del inspector de policía cuando Powell llegó a formular la denuncia.
El desconocido –dijo Powell– lo encañonó con la pistola, se apoderó de setenta y cinco dólares que reposaban en la cajita y que constituían las ganancias de la semana, y se alejó con ellos, con el valor del corte de cabello y con la pistola.
Nuevamente el tópico del barbero que atiende a grandes figuras del poder político. Esta vez, se trataba de Josef Pushkevitch, un barbero ruso que en algún momento de vida se encargaba de afeitar a Josef Stalin. Pushkevitch, contó García Márquez, tenía una barbería en Londres y allí les relataba a todos sus clientes su pasado revolucionario, su amistad y conflictos con Stalin durante su destierro en Siberia y las oportunidades que tuvo para degollarlo mientras lo afeitaba.
El artículo se publicó en El Heraldo el 25 de mayo de 1951.
Josef, el barbero, debía ser un hombre sin rencores, porque asegura que a la vuelta de pocos años trabó amistad casi íntima con el Josef que estuvo a punto de ser sacrificado en la mesa. Pero esta vez fue la experiencia de barbero lo que le valió esa predilección. Al futuro Stalin le gustaba la manera como Josef arreglaba el cabello. Y eso era suficiente para que echaran los antiguos odios al cajón de la basura y se sacaran a relucir las tijeras y los demás utensilios de una sincera amistad.
Recordando esa época, el barbero Josef dice: «En una ocasión por poco le corto el cuello. Yo estaba afeitando a Stalin. Casi nunca cerraba los ojos en el sillón de barbería, pero esta vez lo hizo. Yo tenía la navaja sobre su cuello cuando abrió los ojos. Y se quedó sentado, allí; contemplándome.
Cuando los parroquianos de Josef, quienes están satisfechos de tener en el barrio un barbero con imaginación internacional, le preguntan por qué no lo hizo, por qué no dio el navajazo definitivo a la historia universal, el modesto, tranquilo y reminiscente barbero responde con un suspiro nostálgico: «Es que en ese tiempo yo perdía a cada momento la ecuanimidad”.
Un artículo sobre las diferencias entra las barberías de pueblo y las de la ciudad. Para García Márquez, los barberos urbanos no son barberos sino “científicos” del cabello y el vello facial. Los de las zonas rurales, en cambio, son “filósofos” en cuyos espacios de trabajo se puede jugar una partida de dominó o conversar de igual a igual con el alcalde, el coronel y el bobo del pueblo.
Se cree que el texto se publicó en El Heraldo en 1950 o 1952 (los archivos originales se perdieron). Lo cierto es que fue reeditado por el mismo periódico el 17 de octubre de 1967, pocos meses después de la publicación de Cien años de soledad.
Lo malo de las barberías de las ciudades es que no parecen ser lo que son, sino gabinetes dentales. La higiene, los progresos de la técnica, acabaron con el encanto de esa institución rural, más pintoresca que otra cualquiera. En las barberías de las ciudades hay más antisépticos que recetas filosóficas; más preocupación por la política internacional que falsos testimonios; más revistas ilustradas, más ventiladores eléctricos y menos ociosidad, que en esas oscuras y polvorientas barberías de los pueblos en las que el alcalde, el coronel y el bobo tenían voz y voto, como en un espontáneo y natural parlamento corporativo.
El barbero de la ciudad es un científico. El del pueblo es un filósofo, que piensa mal de todos y habla bien de todo el mundo; que tiene mujer con ocho hijos y que sin embargo reserva uno de los ventrículos de su corazón para que le sirva de domicilio a la doncella incógnita que dos o tres veces por semana es víctima propiciatoria de un soneto. El barbero del pueblo, lo dijo Luis Carlos López: «Es un empedernido jugador de baraja que oye misa de hinojos y habla bien de Voltaire».
Sin hacer paradojas, hay que decir que lo peor que tiene el barbero de las ciudades es precisamente lo mejor que tiene. Que habla poco. Como profesional en la difícil técnica de arreglar el cabello, es inobjetable el barbero de la ciudad. Él mismo tiene algo de ese automatismo científico que ha hecho de su establecimiento más precisamente un laboratorio del embellecimiento que un lugar donde se le descompone la domesticidad al vecino y se juega una partida de damas o dominó, con el pretexto de que se nos esquile como a cualquier oveja sin descarriar. Creo que la diferencia es esa: que a la barbería del pueblo se va a todo lo divino y lo humano, menos a que se nos corte el cabello.
(…)
Entonces hay que decir, no que la barbería ha perdido su encanto, sino sencillamente que no existe en las ciudades. Quien desee ver un barbero legítimo, aunque no le corte el cabello a nadie, tiene que ir al pueblo. Tiene que verlo los domingos, en tres quince, como se dice guiñándole el ojo a las doncellas, mientras conduce a sus tres pares de gemelos a que escuchen la retreta.
Una breve semblanza de la decadencia de los barberos a través de la historia. García Márquez la escribió a propósito de una huelga de barberos en Buenos Aires, Argentina. La nota fue publicada por El Espectador el 27 de enero de 1955.
Son imprevisibles las últimas consecuencias de una huelga de peluqueros. Es posible, sin embargo, que falte muy poco para que ellas sean conocidas en Buenos Aires, donde las peluquerías están cerradas desde hace varios días, por disposición sindical. Así que los argentinos se han visto precisados a no cortarse el cabello, a rasurarse en casa, a resignarse a un progresivo regreso a una edad de piedra sin peluqueros.
La peluquería es un producto de la civilización. Con el transcurso de los tiempos, a fuerza de civilizarse la humanidad, el barbero quedó reducido al oficio elemental de cortar el cabello de sus semejantes. El progreso lo despojó de casi todos sus privilegios. Le dejó la navaja en la mano, exclusivamente destinada al pulimento del mentón ajeno, ya sin el otro filo, el filo científico con que se abría la vena del enfermo para extraer la mala sangre. Hubo un tiempo en que el barbero era médico, además de cortador del cabello. Cuando dejó de serlo, siguió siendo filósofo.
Un barbero conversando era una enciclopedia con delantal blanco. No había en el mundo nada susceptible de ser pensado que no fuera al mismo tiempo susceptible de ser analizado por el barbero, desmenuzado finamente, como si la navaja capaz de cortar un pelo en el aire fuera también capaz de convertir el pensamiento humano en puro, nítido y sutil picadillo verbal. Pero el tiempo –que todo lo desmenuza– ha ido desmenuzando al barbero, lo ha reducido a su mínima expresión, hasta el extremo de que en los momentos actuales un barbero ya no es nada más que un barbero, a mucha honra.
Tal vez a ello se deba que en Buenos Aires se hayan cerrado las peluquerías y nada haya pasado. La ciudad sigue su marcha, al mismo ritmo del cabello de esos impecables y ceremoniosos argentinos que se detienen frente al cilindro serpenteado de blanco y de rojo, y descubren que la puerta está cerrada, sabe Dios hasta cuándo. Hace años, una huelga de barberos era al mismo tiempo una huelga de médicos, una huelga de filósofos, de poetas y de políticos. Hoy es, sencillamente, una huelga de barberos.
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