Diez reflexiones del escritor colombiano sobre el periodista y escritor Álvaro Cepeda Samudio.
Álvaro Cepeda Samudio fue tal vez el mejor amigo de Gabriel García Márquez. Gabo encontró en él un compañero de parrandas, tertulias literarias, aventuras periodísticas y experimentos cinematográficos. Lo conoció en septiembre de 1948 durante un viaje a Barranquilla, cuando él era un joven columnista de El Universal de Cartagena y Cepeda Samudio un periodista de El Nacional. Juntos exploraron los burdeles y cantinas de Barranquilla, profundizaron en los universos narrativos de novelistas como William Faulkner y Virginia Woolf y compartieron una visión renovada del periodismo, sobre todo entre octubre y diciembre de 1953, período en el que a Cepeda Samudio le ofrecieron hacerse cargo de El Nacional y contrató a Gabo como director de la edición vespertina.
Cepeda Samudio fue también una gran influencia en la relación que García Márquez mantuvo con el cine. Ya en 1960 los dos amigos contemplaban la creación de una escuela de cine en Barranquilla, sin duda un precedente de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños que Gabo fundaría en 1986.
En la novela Cien años de soledad, publicada en 1967, Cepeda Samudio aparece como “Álvaro”, uno de los “cuatro discutidores” que se reúne en la librería del sabio catalán a despotricar sobre literatura, filosofía e historia. Antes de que Macondo sea borrado por un huracán bíblico, el narrador nos cuenta que Álvaro huye del pueblo embarcándose “en un tren que nunca acababa de viajar”.
Cinco años después, en 1972, Cepeda Samudio incluyó a García Márquez en Los cuentos de Juana, en el relato “A García Márquez le oyó Juana”. Ese mismo año, el escritor barranquillero murió en Nueva York de un cáncer. Sobre este suceso existe una carta donde Gabo contó la devastación que le causó la noticia. “Estoy hecho una mierda, en un estado miserable de desconcierto y desmoralización” le escribió a su amigo Alfonso Fuenmayor, “y por primera vez en mi vida no encuentro por dónde salir”.
En el Centro Gabo hemos seleccionado diez reflexiones que García Márquez hizo sobre la vida y obra de Álvaro Cepeda Samudio. Las compartimos contigo:
Álvaro Cepeda Samudio era antes que nada un chofer alucinado –tanto de automóviles como de las letras–; cuentista de los buenos cuando bien tenía la voluntad de sentarse a escribirlos; crítico magistral de cine, y sin duda el más culto, y promotor de polémicas atrevidas. Parecía un gitano de la Ciénaga Grande, de piel curtida y con una hermosa cabeza de bucles negros y alborotados y unos ojos de loco que no ocultaban su corazón fácil. Su calzado favorito eran unas sandalias de trapo de las más baratas, y llevaba apretado entre los dientes un puro enorme y casi siempre apagado.
Vivir para contarla, 2002.
Quienes conocen a Álvaro Cepeda Samudio apenas superficialmente, no entienden cómo hace para escribir sus cuentos. Quienes lo conocen más a fondo lo entienden menos. Aunque en alguna parte del mundo haya vivido más de dos años consecutivos, Álvaro Cepeda Samudio no ha permanecido quieto más de una hora en toda su vida. Sus cuentos serían explicables si se demostrara que los ha ido escribiendo de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo en las paredes, en las mesas, detrás de las puertas. Uno no puede entender que un día se haya sentado frente a una máquina y hubiera escrito y luego corregido y por fin puesto en su forma definitiva una cosa tan hermosa y lograda como “Hoy decidí vestirme de payaso”. Pero el caso es que lo ha escrito –y ocho cuentos más– con el mismo cuidado con que ha leído, sin que nadie entienda cómo ni cuándo, a Saroyan y a Faulkner, a Joyce y a Hemingway, y a todo Pío Baroja y Arturo Barea y Benito Pérez Galdós, y a otros muchos escritores heterogéneos, algunos de los cuales tan extraños que parecen inventados por él mismo.
“Álvaro Cepeda Samudio”.
Artículo de Gabriel García Márquez escrito para El Espectador, agosto de 1954.
Durante muchos años (…) soñé con escribir un cuento del cual sólo tenía el título: “El ahogado que nos traía caracoles”. Recuerdo que se lo dije a Álvaro Cepeda Samudio en una fragosa noche de la casa de amores de Pilar Ternera, y él me dijo: «Ese título es tan bueno que ya ni siquiera hay que escribir el cuento». Cari cuarenta años después me sorprendo de comprobar cuán certera fue aquella réplica. En efecto, la imagen del hombre inmenso y empapado que debía de llegar en la noche con un puñado de caracoles para los niños se quedó para siempre en el desván de los cuentos sin escribir.
“El mar de mis cuentos perdidos”.
Columna de Gabriel García Márquez escrita
para El Espectador y El País de España, agosto de 1982.
Poco antes de morir, Álvaro Cepeda Samudio me dio la solución final de la Crónica de una muerte anunciada. Yo había vuelto de Europa después de un viaje muy largo, y estábamos en su casa de los domingos, frente al mar miserable de Sabanilla, cocinando su legendario sancocho de mojarras de a 2000 pesos. «Tengo una vaina que le interesa», me dijo de pronto: «Bayardo San Román volvió a buscar a Ángela Vicario». Tal como él lo esperaba, me quedé petrificado. «Están viviendo juntos en Manaure», prosiguió, «viejos y jodidos, pero felices». No tuvo que decirme más para que yo comprendiera que había llegado al final de una larga búsqueda.
“El cuento del cuento”.
Columna de Gabriel García Márquez escrita
para El Espectador y El País de España, agosto de 1981.
La casa grandees una novela basada en un hecho histórico de la Costa Atlántica colombiana en 1928, que fue resuelto a bala por el ejército. Su autor, Álvaro Cepeda Samudio, que entonces no tenía más de cuatro años, vivía en un caserón de madera con seis ventanas y un balcón con tiestos de flores polvorientas frente a la estación del ferrocarril donde se consumó la masacre. Sin embargo, en este libro no hay un solo muerto, y el único soldado que recuerda haber ensartado a un hombre con una bayoneta en la oscuridad no tiene el uniforme empapado de sangre “sino de mierda”. Esta manera de escribir la historia, por arbitraria que pueda parecer a los historiadores, es una espléndida lección de transmutación poética. Sin escamotear la realidad ni mistificar la gravedad política y humana del drama social, Cepeda Samudio lo ha sometido a una especie de purificación alquímica y solamente nos ha entregado su esencia mítica, la que quedó para siempre más allá de la moral y la justicia y la memoria efímera de los hombres. Los diálogos magistrales, la riqueza viril y directa del lenguaje, la compasión legítima frente al destino de los personajes, la estructura fragmentada y un poco dispersa que tanto se parece a la de los recuerdos, todo en este libro es un ejemplo magnífico de cómo un escritor puede sortear honradamente la inmensa cantidad de basura retórica y demagógica que se interpone entre la indignación y la nostalgia.
“Un experimento arriesgado”.
Texto de Gabriel García Márquez para la contraportada de La casa grande, 1967.
[En Barranquilla] fuera del barrio chino había otras casas legales o clandestinas, y todas en buenos términos con la policía. Una de ellas era un patio de grandes almendros floridos en un barrio de pobres, con una tienda de mala muerte y un dormitorio con dos catres de alquiler. Su mercancía eran las niñas anémicas del vecindario que se ganaban un peso por golpe con los borrachos perdidos. Álvaro Cepeda descubrió el sitio por casualidad, una tarde en que se extravió en el aguacero de octubre y tuvo que refugiarse en la tienda. La dueña lo invitó a una cerveza y le ofreció dos niñas en vez de una con derecho a repetir mientras escampaba. Álvaro siguió invitando amigos a tomar cerveza helada bajo los almendros, no para que folgaran con las niñas sino para que las enseñaran a leer. A las más aplicadas les consiguió becas para que estudiaran en escuelas oficiales. Una de ellas fue enfermera del hospital de Caridad durante años. A la dueña le regaló la casa, y el parvulario de mala muerte tuvo hasta su extinción natural un nombre tentador: «La casa de las muchachitas que se acuestan por hambre».
Vivir para contarla, 2002.
La casa grande, además de ser una novela hermosa, es un experimento arriesgado, y una invitación a meditar sobre los recursos imprevistos, arbitrarios y espantosos de la creación poética. Y es, por lo mismo, un nuevo y formidable aporte al hecho literario más importante del mundo actual: la novela latinoamericana.
“Un experimento arriesgado”.
Texto de Gabriel García Márquez para la contraportada de La casa grande, 1967.
Todos estábamos a la esperaes, para mi modo de interpretar las cosas, el mejor libro de cuentos que se ha publicado en Colombia. A otros –tal vez a la mayoría– parecerá discutible esa afirmación. Pero sin duda todos estarán de acuerdo en que es el más interesante.
“Álvaro Cepeda Samudio”.
Artículo de Gabriel García Márquez escrito para El Espectador, agosto de 1954.
Cuando Álvaro viajó a Columbia University, iba realmente empujado por un interés muy distinto al de hacerse un profesional del periodismo, aunque su apretada inteligencia le hubiera alcanzado para eso y para mucho más. Tengo la impresión de que iba, más que por cualquier cosa, por conocer la abigarrada metrópoli de Dos Passos y poder decir después si el autor de Manhattan Transfer era realmente el genio que parecía ser o un imbécil más en la millonada de imbéciles que debe de haber en Nueva York. Iba por conocer los pueblecitos del sur –no tanto del sur de los Estados Unidos como del sur de Faulkner– para poder decir a su regreso si es cierto que en Memhis los amantes ocasionales tiran por las ventanas a las amantes ocasionales o si son esos episodios dramáticos patrimonio exclusivo de Luz de agosto. Iba por saber si es cierto que hay por allá gente bestial, atropellada por los instintos como las que viven en las novelas de Caldwell. O si existían hombres acorralados por la naturaleza, como los de Steinbeck.
“Álvaro Cepeda Samudio”.
Columna de Gabriel García Márquez escrita para El Heraldo, junio de 1950.
Todos estábamos a la esperason cuentos nostálgicos. Escritos por un hombre que vive lamentándose íntimamente de que no se haya inventado un tren que lo lleve a sus recuerdos. Así me explico yo su permanente y un poco agresiva inconformidad, y así me explico estos cuentos en que los personajes viven en un tiempo que quiere ser presente y no es más que una desolada y hermosa tentativa de reivindicación del pasado. Por eso son sinceros.
“Álvaro Cepeda Samudio”.
Artículo de Gabriel García Márquez escrito para El Espectador, agosto de 1954.
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