Seis reflexiones del escritor colombiano sobre el novelista inglés Graham Greene.
Según su autobiografía, Vivir para contarla, Gabriel García Márquez leyó por primera vez al novelista inglés Graham Greene en Bogotá, cuando estudiaba Derecho en la Universidad Nacional de Colombia. Como en ese entonces no tenía dinero para comprar las traducciones de Greene que llegaban desde Buenos Aires, las conseguía a través de sus amigos en los cafés estudiantiles. Pasaba las noches en vela leyéndolas porque estaba obligado a devolverlas al día siguiente. Fue así, con un ímpetu febril, como Gabo entró al universo literario del hombre que escribió El poder y la gloria.
Varios años después, cuando ya era un escritor consagrado, García Márquez confesó que Graham Greene era un escritor cuyos libros compraba siempre en cada uno de sus viajes. “A Virginia Woolf y Graham Greene, generalmente los compro donde voy”, declaró a la revista Gente en una entrevista de octubre de 1982. Tal vez esa era su manera de decirse a sí mismo que ya nunca más tendría que devolver al día siguiente los libros que leía durante la noche.
De Graham Green, Gabo solía decir que era un escritor latinoamericano porque muchas de sus novelas se desarrollaban en América Latina. Incluso confesó que fue gracias al autor inglés que él pudo entender el secreto para “descifrar el trópico”, algo que le resultó muy útil en la escritura de El otoño del patriarca. Por esta y otras lecciones sobre el oficio narrativo, García Márquez consideraba que Greene merecía el Premio Nobel.
En el Centro Gabo compartimos contigo seis reflexiones del escritor colombiano en torno a Graham Greene, considerado por muchos lectores y críticos como uno de los autores más destacados del siglo XX:
Graham Greene me enseñó nada menos que a descifrar el trópico. A uno le cuesta mucho trabajo separar los elementos esenciales para hacer una síntesis poética en un ambiente que conoce demasiado, porque sabe tanto que no sabe por dónde empezar, y tiene tanto que decir que al final no sabe nada. Ese era mi problema con el trópico. Yo había leído con mucho interés a Cristóbal Colón, a Pigafetta y a los cronistas de Indias, que tenían una visión original, y había leído a Salgari y a Conrad y a los tropicalistas latinoamericanos de principios del siglo que tenían los espejuelos del modernismo, y a muchos otros, y encontraba una distancia muy grande entre su visión y la realidad. Algunos incurrían en enumeraciones que paradójicamente cuanto más se alargaban más limitaban su visión. Otros, ya lo sabemos, sucumbían a la hecatombe retórica. Graham Greene resolvió ese problema literario de un modo muy certero: con unos pocos elementos dispersos, pero unidos por una coherencia subjetiva muy sutil y real. Con ese método se puede reducir todo el enigma del trópico a la fragancia de una guayaba podrida.
El olor de la guayaba, 1982.
Es difícil encontrar en este siglo un escritor que sea víctima de tantos juicios apresurados como lo es Graham Greene. El más grave de ellos es la tendencia a que se le considere como un simple escritor de novelas de misterio, y que, aun si así fuera, se olvide con tanta facilidad que muchas novelas de misterio circulan por los cielos más altos de la literatura.
“Graham Greene: la ruleta rusa de la literatura”.
Columna para El País de España, febrero de 1982.
No conozco a ningún otro escritor que se parezca tanto a la imagen que yo tenía de él antes de conocerlo como me ocurrió con Graham Greene. Es un hombre de muy pocas palabras, que no parece interesarse mucho en las cosas que uno dice, pero al cabo de varias horas se tiene la impresión de haber conversado sin descanso. Una vez, durante un largo viaje en avión, le comenté que él y Hemingway eran unos de los pocos escritores a quienes no se les podían detectar influencias literarias. «En mí son evidentes –me contestó–: Henry James y Conrad». Luego le pregunté por qué, a su juicio, no le habían dado el premio Nobel. Su respuesta fue inmediata. «Porque no me consideran un escritor serio». Es curioso, pero esas dos respuestas me dieron tanto en qué pensar, que conservo el recuerdo de aquel viaje como si hubiera sido una conversación continua de cinco horas. Desde que leí El poder y la gloria me imaginé que su autor debía ser como en efecto es.
El olor de la guayaba, 1982.
Graham Greene nos concierne a los latinoamericanos, inclusive por sus libros menos serios. En El poder y la gloria dejó plasmada una visión fragmentaria, pero muy conmovedora, de toda una época de México. Comediantes es una exploración en el infierno de Haití bajo la tiranía vitalicia del doctor Duvalier. Nuestro hombre en La Habana es una mirada fugaz, pero de una ironía amarga, sobre el burdel turístico del general Fulgencio Batista. El cónsul honorario fue una de las pocas noticias que la literatura nos ha dado sobre el despotismo oscuro del general Stroessner en el Paraguay. Por todo esto alguna vez le pregunté si no se consideraba un escritor de América Latina. No me contestó, pero se quedó mirándome con una especie de estupor muy británico que nunca he logrado descifrar.
“Graham Greene: la ruleta rusa de la literatura”.
Columna para El País de España, febrero de 1982.
Graham Greene es uno de los escritores que he leído más y mejor, y desde mis tiempos de estudiante, y uno de los que me han ayudado más a descifrar el trópico. En efecto, la realidad en la literatura no es fotográfica, sino sintética, y encontrar los elementos esenciales para esa síntesis es uno de los secretos del arte de narrar. Graham Greene lo conoce muy bien y de él los aprendí, y creo que en algunos de mis libros, sobre todo en La mala hora, eso se nota demasiado.
El olor de la guayaba, 1982.
De un modo consciente o inconsciente, Graham Green fue siempre a buscar sus fuentes de inspiración en lugares distantes y arriesgados. En cierta ocasión, siendo muy joven, jugó a la ruleta rusa. El episodio está contado sin dramatismos en el primer volumen de sus memorias, que llegan hasta cuando cumplió veintisiete años. Desde antes se había hablado de eso con cierta frecuencia, como una extravagancia de la juventud. Pero, si se piensa con más cuidado, Graham Greene no ha dejado casi nunca de jugar a la ruleta rusa: la mortal ruleta rusa de la literatura con los pies sobre la tierra.
“Graham Greene: la ruleta rusa de la literatura”.
Columna para El País de España, febrero de 1982.
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