Tantas veces Anícoro ha contado que la mujer de su vida se le escurrió de las manos por culpa de los auxiliares, horarios, meses y días con el libro de aquel año que procedieron a su primer encuentro amoroso, que en algún momento creí que se trataba de una de sus aventuras de joven soñador. Sin embargo, hace pocos días en El Cordano, una cantina limeña de historia extensa y construcción tétrica, a orillas de Palacio de Gobierno, me dijo que la culpa de todo lo había tenido un libro de Gabriel García Márquez, así como lo escuchaba.
Creí que había empezado a idealizar sus ensueños de amante desenfrenado. Porque me cuesta creer que sus historias sean verosímiles. Pero continuó: “Florentino Ariza soy yo, o algo así. Sólo que el amor que me desborda, yo más bien no lo di”. Hubo un incómodo silencio que aprovechamos para tomar unas algarrobinas. Entonces ya estaba, como siempre, con los ojos húmedos mientras yo le daba ánimos por que encuentre una mujer digna, de esas Ferminas que andan por ahí, a millones, esperando encontrarse con un Florentino en una circunstancia de lo más irreal. Por fin me soltó que de adolescente, cuando estaba preparándose para ingresar a una universidad, conoció a Analú; ¡cómo no recordar ese nombre, tantas veces repetido y llorado!; una señorita de arrabal que le ordenó la vida, lo orientó en las materias que él no conocía y lo dejó con su sonrisa larga de delfín en un limbo eterno de tranquilidad.
Pero El amor en los tiempos del cólera lo despertó como se despierta a una persona, entre débil y tonta y con los nervios de punta. Entonces, como el héroe de la historia le escribió cartas de su puño y letra que prolongaba todas las noches sin poder identificar un punto final para sus deseos. Así se hubo pasado interminables noches, dejando de lado la preparatoria, asistiendo sin saber qué clases seguían y durmiendo sobre las carpetas cuando tocaban los simulacros de semana.
Por eso, luego de siete meses de desidia y unos celos de felino increíbles ante la inminencia de un doctor Urbino, decidió mandarle una última carta, en cuyo interior estaba previsto su futuro incierto y su amor escurridizo, que como siempre ella no se dignó contestar. Terminado el año, siguieron las vacaciones forzosas, forzosas, y nunca más, amigo, me dijo, la he vuelto a ver.
Después de pedir la cuenta, ya era de noche y decidimos partir a una fiesta en común. Nos montamos en un autobús de la Avenida Abancay, y yo tuve la pena más grande de mi vida, que me desentrañaba las vísceras y me punzaba la cabeza, por no tener el coraje de decirles a ustedes que en realidad soy yo el personaje de esta historia.
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