La guayabera que no fue premiada

Un cuento sobre la guayabera y el liquiliqui de Gabo en la entrega del Premio Nobel.
Por:
Mariano A. Cely

Desde que se supo la noticia fue lo primero que se empacó en una de las maletas. Siempre el maestro malició que su obra daría para un premio de esa naturaleza, tamaño y magnitud. También dijo que el frac era una prenda para un desfile de zombis y que él nunca lo usaría, que su atuendo para recibir el galardón sería la guayabera, eso estaba claro. Lo demás eran cosas que se debían resolver, como a quién invitar, qué entrevistas dar, qué invitaciones aceptar.
 
Llegar en diciembre a la tierra de los vikingos en el Báltico, eso para unos caribeños sería desalmado e inhumano, se necesitaría mucho ron, champaña, vodka y así fue, muchas comidas, muchos cocteles, muchas ceremonias previas a la gran ceremonia. Los amigos fueron llegando, unos desde el propio país, otros directo de Europa, aparecieron los periodistas españoles y los editores catalanes que hacían como propio el reconocimiento, también estuvieron los bailarines y los músicos con su caja, su guacharaca y su acordeón, en todas partes les hacían cantidades infinitas de retratos, la fotografía más famosa -aparte de cuando recibió de manos de su majestad el galardón- fue la tomada en el hotel poco antes de salir para el ceremonial, rodeado de sus amigos todos de frac negro, sus amigas de seda y él vestido de lino blanco y que Plinio describió con lujo de detalles.
 
Pero lo que nunca se supo fue lo que aconteció antes. Mercedes empacó todas las cosas cuando estaban el D.F. y la guayabera fue lo primero, y en ese ir y venir, cambiar por una maleta más grande, que esto no se olvide, que no se quede aquello, que no falte tal cosa, y así la prenda seleccionada se quedó en casa en la maleta que no se utilizó, y su falta sólo se advirtió en el Gran Hotel tres días antes del gran evento. Al saberlo el maestro, no murmuró nada, nunca era capaz de reprocharle a ella un error. “Ya sabrás que hacer, mira qué se te ocurre, como siempre” opinó al rato.
 
Y era verdad, tres lustros atrás, para poder terminar con el primer libro ella “trancó la caña” y sostuvo los gastos de la casa y del papel. Y ahora le tocaba resolver algo tan simple, como una simple camisa, pero que esa simple camisa tenía que ser como él la quería, porque del frac ni pensarlo, “es de mala suerte”.
 
¿Dónde conseguir una guayabera en estas tierras nórdicas tan gélidas? ¡Si eso es del Caribe, de tierras calientes! Pensó en llamar a su amigo el presidente Miterrand para que le proporcionara un avión Concorde y viajar hasta el D.F. a buscarla o ir al Corralito de Piedra donde todos usan guayaberas, pero cuando llamó a la recepción del hotel para solicitar la conexión telefónica descubrió que no sabía hablar en sueco y entonces desechó la idea.
 
La solución, como pasa casi siempre por aquí, se encontraba a unos cien metros de la amplia suite de aspecto casi real, sobre la misma Avenida del Muelle sur de Blasieholms en un restaurante llamado Mathias Dahlgren, sitio escogido por la directora de la revista oficial de la Academia Sueca para entrevistar a Mercedes. El lugar brindaba algo de intimidad que en el hotel hubiese sido imposible dada la cantidad de paparazis y periodistas de todo el mundo y la solicitud para la conferencia era de tres horas. Mercedes salió caminado, sola, por la puerta auxiliar del hotel aprovechando la oscuridad de la casi media mañana, algo que nadie reparó, y se introdujo en el restaurante, que para esas horas tenía recogidos los parasoles de color verde que adornaban las ventanas de los cinco pisos del edificio donde estaba ubicado.
 
La periodista la esperaba en una mesa cerca de la ventana y, sin levantarse, la saludó de mano, con un saludo frío como el clima. Mercedes le sugirió cambiar de mesa a otra más cerca del calefactor, cuando se apoltronaron y empezaron a charlar, la expectativa y atención de Mercedes cambió hacia una persona del escenario que tocaba una música como “ambiental” en un arpa, pero su interés no estaba en la música que interpretaba de forma aceptable, sino en el vestido y en los pequeños compases de otras melodías que Mercedes si entendía y que el músico hacía en los intermedios de las canciones incomprensibles.
 
Mercedes afanó la conversación sin dejar de ver al músico, la comunicadora tal vez lo dedujo, solo agradeció y salió del lugar, al verse sola terminó de beber el julmust que había ordenado y al ser una gaseosa sin alcohol con sabor a diversas especias muy disponible en tiempos de navidad, consideró tener los suficientes ánimos para buscar al artista. Cuando estuvo cerca del escenario le hizo una seña y rogó a todas las vírgenes que hablara en español.
 
– ¿Cómo está? ¿Toca usted joropos?
 
– Sí señora –contestó él, alegre de que alguien por fin alguien le hablara en su idioma.
 
Prontamente, él le contó que era colombiano, que se llamaba Benedicto y que desde niño vivía con sus padres en Venezuela, en el estado de Apure, en un pueblo llamado Achaguas, que estaba estudiando química por una beca en la Universidad de Upsala, que en vacaciones trabajaba como músico para pagar sus estudios, que el vestido que tenía puesto lo había traído desde Venezuela, que sí tenía otro de repuesto, que estaba nuevo y que sí se lo podía vender por la cantidad de dólares que Mercedes le ofrecía.
 
El día de la ceremonia el maestro vio llegar a sus amigos a la suite vestidos de frac como unos zombis y mientras se burlaba de ellos, estando él en calzoncillos largos y térmicos, Mercedes lo “invitó” a vestirse. El escritor se puso el liquiliqui de lino blanco y salió como una súper estrella hacia el palacio de conciertos a recibir su medalla y su pergamino de manos del rey.

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