Un joven de bigote, cabello desalineado, camisas equivocas y pantalones deshilachados se apresura con innatural puntualidad a llegar a la calle San Blas, en el corazón de la Barranquilla irreverente de final de los años 40 y estacionada en el murmullo de los albores de los revolucionarios 50.
Allí se encontraba el Restaurante y Café-Bar Japy, el sitio más adecuado para sobrellevar el sopor inconmensurable del medio día. Las terrazas amplias del lugar permitían el paso de la brisa refrescante y era el campamento natural a la hora del almuerzo para aquellos que buscaban la compañía exclusiva de los intelectuales.
El muchacho, recién llegado de un viaje de revelación personal en compañía de su madre, al cual fue con la excusa de ir a vender la casa de los abuelos en su pueblo natal, iba en busca de saldar una deuda tan personal e ineludible como lo podían ser seis pesos de la época, prestados para costearse el viaje hasta la Zona Bananera.
Sentado a la mesa, la misma de siempre, una de seis puestos, con aires mediterráneos y sus escudriñadores ojos azules, se encontraba Ramón Vinyes, el ‘sabio catalán’, un liberal y vanguardista, doblemente exiliado por su misma voluntad de la lejana Cataluña, un genio de las letras que halló en esta tierra tropical las libertades de las que no gozaba en España: las de pensar, hablar, decir y añorar.
“¡Salud, genio!”, dio la bienvenida habitual el veterano escritor a su joven acompañante, que como pudo se tragó los nervios y escaló la muralla de su timidez natural para sentarse en una de las cinco sillas vacías, sin soltar en ningún momento el mamotreto de papeles con tachones y enmendaduras que sostenía en un folder de piel apretado por sus brazos contra el pecho.
La escena era extraña para el muchachuelo, pues en cada uno de sus encuentros la mesa se encontraba repleta por los amigos de siempre: Vargas, Fuenmayor, Cepeda, Rivera, etc. A decir verdad, tras meses de conversaciones de manteles y clases magistrales de los clásicos griegos entre tintos y postres, era la primera vez que Gabriel de la Concordia tenía a Ramón para él solo, para calmarse esa sensación corrosiva que tenía en las entrañas.
“Acá tiene los seis pesos que me prestó, gracias”, dijo Gabriel estirando el brazo con una solemnidad desconocida en él. Ramón se los guardó de la mala gana en la cartera, se sintió culpable, avergonzado y un poco humillado.
El catalán estaba convencido que ese chico, a quien conocía como ‘Gabito’ por la presentación de los amigos en común, había escogido sobre una semana de alquiler el pagar la deuda. “Se los recibo, pero como el recuerdo de un joven que fue capaz de pagar su deuda sin que se la cobraran”, expresó.
Pronto, se dio cuenta que el pago no era más que una artimaña para hablar a solas, Gabo en realidad no cancelaba una deuda, sino que le estaba comprando unos minutos de su compañía. Mucha molestia para algo que igualmente él habría hecho sin necesidad de saldar los seis pesos.
Tratando de devolver el gesto, iniciaron las preguntas superficiales. No fue hasta pasados unos minutos que los ojos de mar incrustados en la tez pálida de Vinyes se clavaron decididamente en el folder. "¿Usted que guarda allí, me permite verlo?".
Lo que don Ramón descubrió al colocarse delicadamente los lentes fueron los borradores del primer capítulo del primer intento de novela salido de la pluma de Gabo, “se llama La Casa”, le expresó Gabriel, mientras le señalaba los detalles insipientes de un argumento que trataba de la epopeya de una familia a lo largo de varias generaciones.
El dictamen del sabio, dueño de la Librería Mundo, definió el futuro de la novela, del Gabriel escritor, del mundo como lo conocemos hoy. “Está crudo, pero va bien. Tenga cuidado con los tiempos, sea consiente que todo eso ya pasó y que los personajes solo están para evocarlo. Una recomendación final, no diga que la ciudad donde ocurre todo es Barranquilla, porque la gente se limitará y no soñará con libertad. Piense con cuidado el nombre… o hágase el palurdo y que le caiga del cielo”, expresó burlonamente al final.
Durante los siguientes veinte años las palabras de Ramón retumbaron en la cabeza de Gabo, por cuenta de esos consejos repensó la forma de narrar la novela, le cambió el título a su historia, desterró de Barranquilla sus líneas y decidió fundar un pueblo imaginario donde tuviera total libertad para plasmar la realidad tal cual la sentía sin las camisas de fuerza de una ciudad que no cree en sus propios y maravillosos absurdos.
Sin embargo, ninguno de los consejos los cumplió tan al pie de la letra como la burlona sentencia del nombre de la población, el cual le llegó sin pensarla mucho, tomado de un árbol que nunca en la vida había visto de cuerpo presente y de una palabra que observó casualmente en un letrero de una hacienda cercana a su natal Aracataca mientras viajaba en tren.
Nunca más vio el letrero y buscó infructuosamente por años donde quedaba la finca Macondo. Al final concluyó que fue una visión, afortunada, inexplicable, sobrenatural, llegada de quién sabe dónde. Caída del cielo, como lo pronostico el ‘Sabio Catalán’, a quién inmortalizó como el dueño de la librería del pueblo donde transcurre Cien Años de Soledad. Al menos, eso dijo García Márquez.
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