Una semilla sembrada

La historia de cómo logré que una niña leyera Cien Años De Soledad en mi voluntariado en México
Por:
Luz Ángela Náder

Era diciembre de 2018 y yo me encontraba en la Ciudad de México haciendo un voluntariado en alianza con AIESEC y el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). Mi trabajo era hablar sobre literatura colombiana a niños de bajos recursos de la colonia Magdalena Contreras de esa ciudad. En función de ese trabajo, yo me encontraba feliz contando las experiencias, que desde niña, he tenido con la vida y obra de Gabriel Garcia Marquez. Todos disfrutábamos leyendo fragmentos de El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba, La hojarasca e incluso haciendo obras de teatro de la muerte de Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada.

Siempre enfatizaba en que, aunque no podíamos leer Cien años de soledad debido a la extensión del curso, todos debían comprar un ejemplar y leerlo antes de volver a clases. Yo insistía en ello todas las clases, esperando que sembrar la semilla de la curiosidad que años antes habían sembrado en mi y que Gabo hizo germinar con sus obras. El tiempo pasó, el voluntariado llegó a su fin y el último día, preparamos una reunión de despedida con todos los voluntarios, los niños que asistieron al proyecto y sus papás. Todo transcurría en tranquilidad, mostramos los resultados del trabajo que habíamos hecho, hubo comida típica mexicana, muestras de bailes típicos, muestras de cariño y tristeza por partir y abandonar a la que había sido nuestra familia y nuestra casa por seis semanas. En uno de esos ires y venires, la mamá de una de las niñas que asistió a las clases, se dirigió a mí y me dijo que agradecía mucho mi presencia allí y el trabajo con su hija porque ella no era muy disciplinada a la hora de leer y se mostraba apática a la hora de tomar un libro y tener curiosidad por investigar qué había allí, pero que gracias a mi insistencia con Cien Años de Soledad la niña había pedido el libro y estaba leyéndolo. En ese momento me invadió la alegría y el gozo porque sentí que mi trabajo estaba hecho, y lo estuvo a través de un lazo inquebrantable que nunca se soltaría y que solo la magia y la pasión que Gabo transmite puede unir. Lloré inconsolablemente porque supe que había sembrado una semilla que con toda seguridad iba a germinar, como quien riega mariposas amarillas en el alma. De esas experiencias conmovedoras que nunca olvidaré.

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