Tuve que gritarle esperando a que me escuchara. No fue posible. No era posible en medio de la barahúnda y el gentío que esperaba, como yo, por lo menos un saludo personal y una firma sobre algunos de los miles de libros que le mostraban desde todos los lados. Bueno, en mi caso buscaba además una declaración, una sola, pretendiendo que fuera una exclusiva mundial acerca de lo que acababa de pasarle minutos antes en el auditorio Getsemaní del Centro de Convenciones de Cartagena de Indias que, ¡vaya paradoja del destino!, fue bautizado como “Julio César Turbay Ayala”, aquel presidente por cuyo régimen tuvo que salir exiliado en 1981 rumbo a México, de donde solo volvería en esporádicas ocasiones. Y no me habló –seguramente porque no me escuchó– pese a que yo estaba en lugar privilegiado a pocos centímetros de él, justo dentro del cordón de seguridad que le habían dispuesto a la salida del auditorio. Y no me escuchó quizá porque lo que acababa de pasarle lo había transportado a una estratosfera mental, no en cuerpo y alma como a Remedios, la bella, pero sí a otro estado en el que no cabían nadie más que él arriba y el mundo a sus pies, por lo menos este mundo occidental que se había reunido aquel 6 de marzo de 2007 para ofrecerle ese homenaje en vida plena por sus 80 años de edad y 40 de haberse publicado la primera edición del nuevo Quijote, Cien años de soledad. Ah, y 25 de haber recibido el Premio Nobel de Literatura en el frío Estocolmo.
Estaba todo de blanco, con un sombrero encintado con los colores de la bandera colombiana y mariposas pintadas. No me escuchó ni firmó mis Cien años de soledad que acababan de entregarme de la edición conmemorativa, hecha por la Real Academia Española de la Lengua; fueron 500 mil ejemplares que ese día comenzaron a distribuir desde Cartagena para todo el mundo, honor que solo había tenido El Quijote con motivo del cuarto centenario de la obra de Cervantes.
Yo había ido por mi cuenta y como director de Radio Súper Bogotá a ese cumpleaños monumental, precedido por el IV Congreso Internacional de la Lengua Española; francamente lo del homenaje sonaba poco atractivo por el despliegue de seguridad alrededor, considerando que estarían allí el expresidente de Estados Unidos Bill Clinton, los reyes de España, el expresidente español Felipe González, el presidente colombiano Álvaro Uribe y una larga lista de notables. La sola presencia de Clinton bastaba para amurallar por segunda vez en su historia a Cartagena. Y sin embargo tuve a Clinton a mi lado, a disposición plena, distinto del gentío que rodeó a García Márquez; me hubiese estrellado con el más famoso de los expresidentes gringos de no ser porque delante de él estaba un miembro del Servicio Secreto, aquellos gigantones cuya única misión en la vida es darla por su protegido; mientras Carlos Fuentes, el gran escritor mexicano, hacía su discurso recordando cuando conoció a Gabo en México en 1962, debí salir hacia la sala de prensa porque ya era el noticiero del mediodía en Bogotá. Tan pronto abrí uno de los portones del enorme auditorio, ahí estaba Clinton acompañado de los bulliciosos Niños del Vallenato y el entonces embajador de Colombia en Estados Unidos, Luis Alberto Moreno, quien al lado del ex mandatario rubio parecía un pajecito. En mi chillurqueño* inglés solo atiné a decirle “Mister President, welcome”; no me salió nada más, no se me ocurrió una sola pregunta (sí, se me ocurrieron muchas, pero en español) pese a que lo tenía justo frente a mis ojos. Solo atiné a pedirle a Clinton una foto que nos tomó, medio movida, una chica de protocolo y en la que Clinton mira para otro lado (y que no he podido encontrar ahora) y aparezco en otras detrás de los Niños del Vallenato. Horas después, pensando demasiado tarde, caí en cuenta de que el embajador Moreno me hubiese servido de traductor.
Mi única satisfacción, finalmente, fue hablar a solas varios minutos con el gran Carlos Fuentes; decepcionado por la frustrada entrevista con Clinton –que hubiese sido mundial pues en Cartagena no le habló a ningún medio– y por no recibir palabra alguna ni autógrafo del Palabrero Mayor de Iberoamérica, Gabriel José de la Concordia García Márquez, encontré a Fuentes desocupado, lejos de cualquier atención a pocos pasos de donde acababa de irse, encumbrado en su gloria eterna, el hijo del telegrafista. Me saludó como si fuésemos viejos amigos de tequilas, me concedió una larga entrevista, nos tomamos fotos y puso su firma para mí en un papel cualquiera en blanco pues ese día no había ningún otro libro que no fuese el de la saga de la estirpe condenada a cien años de soledad.
*Chillurco, corregimiento de Pitalito donde nací.