Palabras pronunciadas por el escritor colombiano en La Habana, Cuba, el 29 de noviembre de 1985 durante el II Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos de Nuestra América.
Siempre me he preguntado para qué sirven los encuentros de intelectuales. Aparte de los muyescasos que han tenido una significación histórica real en nuestro tiempo, como el que tuvo lugar en Valencia de España en 1937, la mayoría no pasan de ser simples entretenimientos de salón. Sin embargo, sorprende que se celebren tantos, y cada vez en número mayor, más concurridos y costosos a medida que se recrudece la crisis mundial. Un premio Nobel de Literatura asegura haber recibido en lo que va del año casi dos mil invitaciones a congresos de escritores, festivales de arte, coloquios, seminarios de toda índole: más de tres diarios en sitios dispersos del mundo entero. Hay un congreso institucional, de frecuencia constante y con todos los gastos pagados, cuyas reuniones se suceden cada año en treinta y un lugares distintos, algunos tan apetecibles como Roma o Adelaida, o tan sorprendentes como Stavanger o Yverdon, o en algunos que más bien parecen desafíos de crucigramas, como Polyphénix o Knokke. Son tantos, en fin, y sobre tantos y tan variados ternas, que el año, pasado se celebró en el castillo de Mouiden, en Ámsterdam, un congreso mundial de organizadores de congresos de poesía. No es inverosímil: un intelectual complaciente podría nacer dentro de un congreso y seguir creciendo y madurándose en otros congresos sucesivos, sin más pausas que las necesarias para trasladarse del uno al otro, hasta morir de una buena vejez en su congreso final.
Sin embargo, tal vez sea ya demasiado tarde para tratar de interrumpir esta costumbre que los artesanos de la cultura arrastramos a través de la historia desde que Píndaro ganó los Juegos Olímpicos. Eran unos tiempos en que el cuerpo y el espíritu andaban mejor avenidos que ahora, de modo que las voces de los bardos era tan apreciadas en los estadios como las hazañas de los atletas. Ya los romanos, desde el 508 antes de Cristo, debieron vislumbrar que el abuso de los juegos era su mayor peligro. Pues por aquellos años instauraron los Juegos Seculares, y más tarde los Juegos Terentinos, que se celebraban con una periodicidad ejemplar para hoy: cada cien o cada ciento tres años.
Congresos de cultura, ya en la Edad Media, lo eran también los debates y torneos de juglares, luego los de los trovadores, y más tarde los de juglares y trovadores a la vez, con los cuales se inició una tradición que todavía sufrimos a menudo: empezaban en juegos y terminaban en pleitos. Pero también alcanzaron tal esplendor, que bajo el reinado de Luis XIV se inauguraban con un banquete colosal, cuya evocación aquí -lo juro- no pretende ser una sugerencia velada: se servían diecinueve bueyes, tres mil pasteles y más de doscientas barricas de vino.
La culminación de este concierto de juglares y trovadores fueron los Juegos Florales de Toulouse, el más antiguo y persistente de los encuentros poéticos -modelo de continuidad-e instaurado hace seiscientos sesenta años. Su fundadora, Clemencia Isaura, fue una mujer inteligente, emprendedora y bella, cuya única falla parece ser que no existió nunca: quizás fue una invención pura de siete trovadores que crearon el certamen en un esfuerzo por impedir la extinción de la poesía provenzal. Pero su inexistencia misma es una prueba más del poder creador de la poesía, pues en Toulouse hay una tumba de Clemencia Isaura en la iglesia de La Dorada, y una calle con su nombre y un monumento a su memoria.
Dicho esto, tenemos derecho a preguntarnos: ¿qué hacemos aquí? Y sobre todo: ¿qué hago yo encaramado en esta percha de honor, yo que siempre he considerado los discursos como el más terrorífico de los compromisos humanos? No me atrevo a insinuar una respuesta, pero sí una propuesta: estamos aquí para tratar de que un encuentro de intelectuales tenga lo que la inmensa mayoría de ellos no ha tenido: utilidad práctica y continuidad.
Para empezar, hay algo que lo distingue. Además de escritores, pintores, músicos, sociólogos, historiadores, hay en este encuentro un grupo de científicos esclarecidos. Es decir: nos hemos atrevido a desafiar el contubernio tan temido de las ciencias y las artes; a mezclar en un mismo crisol a los que todavía confiamos en la clarividencia de los presagios y los que sólo creen en las verdades verificables: la muy antigua adversidad entre la inspiración y la experiencia, entre el instinto y la razón. Saint-John Perse, en su memorable discurso del Premio Nobel, derrotó este falso dilema con una sola frase: «Tanto en el científico como en el poeta -dijo- hay que honrar el desinterés del pensamiento». Que al menos aquí no sigan siendo considerados como hermanos enemigos, pues la interrogación de ambos es la misma sobre un mismo abismo.
La idea de que la ciencia sólo concierne a los científicos es tan anticientífica como es antipoético pretender que la poesía sólo concierne a los poetas. En ese sentido, el nombre de la UNESCO -Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura- arrastra por el mundo una grave inexactitud, dando por hecho que las tres cosas son distintas, cuando en realidad todas son una sola. Pues la cultura es la fuerza totalizadora de la creación: el aprovechamiento social de la inteligencia humana. O como lo dijo Jack Lang sin más vueltas: «La cultura es todo». Bienvenidos, pues, bienvenidos todos juntos a la casa de todos.
No me atrevo a sugerir nada más que algunos motivos de reflexión para estos tres días de retiros espirituales. Me atrevo a recordarles, en primer término, algo que quizás recuerden de sobra: que cualquier decisión a mediano plazo que se tome en estos tiempos de postrimerías es ya una decisión para el siglo XXI. Sin embargo, latinoamericanos y caribes nos acercamos a él con la sensación desoladora de habernos saltado el siglo XX: lo hemos padecido sin vivirlo. Medio mundo celebrará el amanecer del año 2001 como una culminación milenaria, mientras nosotros empezamos apenas a vislumbrar los beneficios de la revolución industrial. Los niños que hoy están en la escuela primaria preparándose para regir nuestros destinos en la centuria venidera, siguen condenados a contar con los dedos de la mano, como los contabilistas de la más remota antigüedad, mientras ya existen computadoras capaces de hacer cien mil operaciones aritméticas por segundo. En cambio hemos perdido en cien años las mejores virtudes humanas del siglo XIX: el idealismo febril y la prioridad de los sentimientos: el susto del amor.
En algún momento del próximo milenio la genética vislumbrará la eternidad de la vida humana como una realidad posible, la inteligencia electrónica soñará con la aventura quimérica de escribir una nueva Ilíada, y en su casa de la Luna habrá una pareja de enamorados de Ohio o de Ucrania, abrumados por la nostalgia, que se amarán en jardines de vidrio a la luz de la Tierra. La América Latina y el Caribe, en cambio, perecen condenados a la servidumbre del presente: los desmadres telúricos, los cataclismos políticos y sociales, las urgencias inmediatas de la vida diaria, de las dependencias de toda índole, de la pobreza y la injusticia, no nos han dejado mucho tiempo para asimilar las lecciones del pasado ni pensar en el futuro. El escritor argentino Rodolfo Terragno ha hecho la síntesis de este drama: «Somos usuarios de rayos X y transistores, tubos catódicos y memorias electrónicas: pero no hemos incorporado los fundamentos de la cultura contemporánea a nuestra propia cultura».
Por fortuna, la reserva determinante de la América Latina y el Caribe es una energía capaz de mover el mundo: la peligrosa memoria de nuestros pueblos. Es un inmenso patrimonio cultural anterior a toda materia prima, una materia primaria de carácter múltiple que acompaña cada paso de nuestras vidas. Es una cultura de resistencia que se expresa en los escondrijos del lenguaje, en las vírgenes mulatas -nuestras patronas artesanales-, verdaderos milagros del pueblo en contra del poder clerical colonizador. Es una cultura de la solidaridad, que se expresa ante los excesos criminales de nuestra naturaleza indómita, o en la insurgencia de los pueblos por su identidad y su soberanía. Es una cultura de protesta en los rostros indígenas de los ángeles artesanales de nuestros templos, o en la música de las nieves perpetuas que trata de conjurar con la nostalgia los sordos poderes de la muerte. Es una cultura de la vida cotidiana que se expresa en la imaginación de la cocina, del modo de vestir, de la superstición creativa, de las liturgias íntimas del amor. Es una cultura de fiesta, de transgresión, de misterio, que rompe la camisa de fuerza de la realidad y reconcilia por fin el raciocinio y la imaginación, la palabra y el gesto, y demuestra de hecho que no hay concepto que tarde o temprano no sea rebasado por la vida. Ésta es la fuerza de nuestro retraso. Una energía de novedad y belleza que nos pertenece por completo y con la cual nos bastamos de nosotros mismos, que no podrá ser domesticada ni por la voracidad imperial, ni por la brutalidad del opresor interno, ni siquiera por nuestros propios miedos inmemoriales de traducir en palabras los sueños más recónditos. Hasta la revolución misma es una obra cultural, la expresión total de una vocación y una capacidad creadoras que justifican y exigen de todos nosotros una profunda confianza en el porvenir.
Éste sería algo más que uno más de los tantos encuentros que ocurren a diario en el mundo si logramos vislumbrar al menos nuevas formas de organización práctica para canalizar el aluvión irresistible de la creatividad de nuestros pueblos, el intercambio real y la solidaridad entre nuestros creadores, una continuidad histórica y una más amplia y profunda utilidad social de la creación intelectual, el más misterioso y solitario de los oficios humanos. Sería, en fin, un aporte decisivo a la inaplazable determinación política de saltar por encima de cinco siglos ajenos y de entrar pisando firme, con un horizonte milenario, en el milenio inminente.
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