Seis artículos del escritor colombiano sobre las aves que anidaron en su obra.
Las aves ocupan un lugar destacado en la obra de Gabriel García Márquez. Un lector interesado en ellas, podrá encontrarlas volando a lo largo de varios cuentos, artículos y novelas del escritor colombiano. En El amor en los tiempos del cólera, por ejemplo, un loro doméstico que habla español, latín y francés resulta esencial para el cierre del primer tramo del libro, pues propicia la muerte del doctor Juvenal Urbino, el último obstáculo entre el amor de Florentino Ariza y Fermina Daza.
Cuando José Arcadio Buendía fundó Macondo, en Cien años de soledad, llenó todas las casas de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos cuyo canto aturdidor fue decisivo para que la tribu de Melquíades encontrara aquel pueblo perdido en el sopor de la ciénaga. Entre las maravillas que estos gitanos llevaron a Macondo había loros pintados de todos los colores que recitaban romanzas italianas y gallinas que ponían huevos de oro al son de la pandereta.
A veces estas aves de Gabo aparecen directamente en el título de un cuento –es el caso de “La noche de los alcaravanes”– o auguran el destino de un personaje central, como en Crónica de una muerte anunciada, novela breve que en su primera página nos adelanta la muerte de Santiago Nasar con un sueño donde el soñador es salpicado por excremento de pájaros.
En el Centro Gabo hemos seleccionado seis artículos sobre loros, gallos, canarios, golondrinas y alcaravanes que García Márquez publicó cuando era periodista en El Heraldo. Los compartimos contigo:
El 28 de abril de 1950 García Márquez publicó este diálogo en su columna habitual de El Heraldo. Dijo haberlo copiado casi al pie de la letra cuando lo oyó en un velorio. Se trata de una conversación entre dos fabricantes de jaulas de Bolívar en la que se discute sobre las costumbres de los canarios y la relación de su canto con el tipo de jaula en la que están encerrados.
Entre unos papeles viejos he encontrado un diálogo que alguna vez obtuve, más o menos textualmente, en un velorio. Aquello fue hace dos o tres años en un pueblo del departamento de Bolívar. Dos carpinteros –fabricantes de jaulas– discutían, entre trago y trago de aguardiente, algo muy parecido a lo que sigue:
– Lo importante de los canarios es que canten a determinada hora y eso depende del sentido en que se vayan metiendo las varillas en los taladros de la jaula –decía uno.
– Pero depende también de la forma en que se hagan los taladros –decía el otro.
– Hago los taladros de abajo para arriba después de armada la jaula.
– Entonces por eso es que los canarios de tus jaulas cantan por las noches.
– De abajo para arriba cantan con juicio, porque el canario está acostumbrado a que el árbol crezca de abajo para arriba.
– Cantar con juicio es cantar por la mañana, si se trata de un canario. De noche para una lechuza o para la palomita de la Virgen. Pero para que el canario cante por la mañana hay que hacer los taladros de arriba para abajo.
– Cantar de noche un canario puede ser también cantar con juicio.
– Bueno, pero de todos modos, eso depende.
– ¡Depende de qué!
– Depende del canario.
– Ahí está la vaina. Yo digo que depende de la jaula. Hasta he creído muchas veces que no es el canario el que canta, sino la jaula.
– Una jaula sola no canta.
– Pero es como si hubiera cantado antes. Una jaula no es completamente una jaula sola, sino que es como si tuviera adentro un pájaro que ya ha dejado de cantar.
Un día después de su “Diálogo sobre jaulas”, el 29 de abril de 1950, Gabo publicó otro diálogo sobre alcaravanes. Podría considerarse como una continuación del artículo anterior. En la conversación de los dos carpinteros es posible entrever los juegos del joven escritor con la relatividad del tiempo, una obsesión que volverá loco a José Arcadio Buendía en Cien años de soledad.
– Los únicos pájaros que cantan en el suelo son el alcaraván y el búho –dijo uno de los carpinteros.
– El gallo también –dijo el otro.
– El gallo no es pájaro.
– Pero canta.
– Y aunque lo fuera, sería como el alcaraván y el búho, que no viven en jaulas.
– Conocí a una mujer que tenía un alcaraván en su jaula y le daba las horas como todos los alcaravanes sueltos.
– Pero te apuesto a que se atrasa.
– Durante tres días dejó de cantas, pero después volvió a dar la hora precisa.
– Eso fue porque el alcaraván no da el cuarto de hora. Cuando se atrasó el primer cuarto de hora nadie se dio cuenta porque no cantó. Después cuando se retrasó otro cuarto, cantó con media hora de retraso y creyeron que estaba dando la hora, pero lo que estaba dando era la media hora anterior.
– Es lo mismo.
– No es lo mismo. Cuando el alcaraván está en la jaula, no puede ver su sombra desde arriba y sólo se guía por la sombra de la jaula en el suelo. Pero como la jaula está levantada, el pájaro ve la sombra más lejos de donde la vería si estuviera sobre la tierra.
– El alcaraván da la hora porque sabe cuándo debe darla, no porque vea su sombra en el suelo.
La historia de un pollo que cantó a los dos días de haber abandonado el cascarón. García Márquez la leyó en los interminables cables noticiosos que llegaban a El Heraldo desde el extranjero. Esta vez desde Peñarroya, España, de donde procedía el granjero que tuvo al pollo “ladrador”. En el artículo, publicado el 4 de julio de 1950, se habla del comportamiento sexual de una gallina que escapa de su gallinero para encontrarse con el gallo del granjero vecino.
…Pasada una semana, cuando ya el gallo y la gallina suspendieron sus habituales paseos vespertinos y pusieron fin a la muy explicable costumbre de hacer la siesta después de cada comida, inclusive del desayuno, la advenediza desposada abandonó el lecho nupcial y cacareó, por media hora consecutiva, como si después de sus ocho días de luna de miel, no hubiera puesto un huevo común y corriente, sino una nueva edición corregida y aumentada de aquellos que, en otro tiempo, había puesto la fabulosa gallina de los huevos de oro. Y fue de ese tan cacareado huevo de donde salió, días más tarde, el codiciado pollo precoz, que no bien había salido del cascarón cuando ya estaba anunciando el alba, en lo más alto del caballete, como correspondía al primogénito de un hogar edificado a costa de sacrificios y clandestinas incursiones cotidianas, cuya abnegada insistencia no permitía dudar que de esa gallinácea unión naciera un ejemplar capacitado pectoralmente para protagonizar, en la próxima semana mayor, el papel del gallo bíblico que le ladró a san Pedro por tres veces. ¿Quién dijo que no ladraban los gallos?
Un pequeño cuento sobre pavos para el fin de año. Gabo lo publicó en El Heraldo el 30 de diciembre de 1950. Relata una bastante escena coloquial, en la que un niño se sube a un bus del transporte público con un pavo bajo el brazo. A su lado, una señora indignada por la presencia del ave desencadenará el nudo de la historia. La humanidad de los pasajeros y la naturaleza animal del pavo irán intercambiando de forma divertida a medida que avanza la narración.
El niño había esperado el bus en la acera marcada con la cinta amarilla y lo había tomado después de que lo hicieron todos los pasajeros. A diferencia de los otros, el niño llevaba un pavo debajo del brazo. Y quienquiera que haya visto un pavo debajo de un brazo, sabe que no hay animal más pacífico, más inofensivo y serio y que, ninguno como él representa con mayor propiedad su papel de víctima propiciatoria.
El niño se sentó en uno de los asientos laterales, contra la ventanilla. Llevaba el pavo para alguna parte. Tal vez a venderlo en el mercado. Tal vez a regalarlo. Tal vez para que algo fuera extraño simplemente lo llevaba a dar una vuelta por la ciudad, como llevan las damas su pekinés favorito. En todo caso, el niño iba allí tan pacífico, inofensivo y serio como el pavo.
De pronto, cuando ya parecía haber pasado el momento oportuno para protestar, la dama que ocupaba el asiento vecino empezó a incomodarse. Primero se incomodó con un gesto displicente. Luego, como en un proceso de reacciones internas, se llevó las manos a las narices, después se estiró, buscó al cobrador con la mirada llena de propósitos amenazantes y, finalmente, cuando el proceso interno llegó a su punto de ebullición, hizo la estridente protesta que pareció un verso fabricado para la literatura de tocador:
– ¡Si no me quitan este pavo me desmayo!
Todos sabíamos, desde luego, que aquella saludable y peripuesta señora era capaz de todo, menos de desmayarse. Pero la protesta había sido formulada en un tono contundente, tan definitivo e irrevocable, que todos empezamos a temer que sucediera lo que sucede siempre. Es decir, que bajaran al niño con el pavo.
Y él iba allí, contra la ventanilla, pegada la frente al borde de madera, sin ninguna preocupación por lo que pudiera decir la señora. En sus brazos, el pavo tenía toda la distinción de un caballero venido a menos, de uno de esos mendigos a quienes todos respetan porque recuerdan que, diez años antes, era uno de los hombres más acaudalados de la ciudad. Digno, intachable, el pavo parecía ser la única cosa lo suficientemente humana como para desmayarse frente a un mal olor.
El milagro de las golondrinas en los países del norte. García Márquez cuenta aquí la historia de Tony Driscoll, un niño de New Jersey que descubre la llegada del verano en las golondrinas que se posan sobre el cableado telefónico que puede observarse desde su ventana. El joven escritor construye su artículo a partir de una carta que Driscoll envía a la sección de preguntas y respuestas del periódico local de Jersey City y que probablemente llegó a El Heraldo en un cable. “Tony, el amigo de las golondrinas” se publicó el 11 de abril de 1951.
En la última estación estival, Tony debió descubrir algo que a los cuatro años ocupaba todavía una zona nebulosa de su conocimiento. Descubrió que una mañana el aire se vuelve líquido, oloroso, a madera nueva y a tierra removida y que en medio del aserradero de las cigarras, del crujir de las ruedas en los ejes sin aceitar y del sofocante olor de la gasolina quemada en una atmósfera abrasante, se abría misteriosamente una curva del aire por donde cabía todo el afán migratorio de las golondrinas. Tony las vio hace algunos meses, fijas, ordenadas, inmóviles, en el hilo telefónico que hace muchos veranos –y desde más allá de su nacimiento– fue tendido junto a los cristales de su habitación.
Al principio debió pensar el pequeño que ese fenómeno era accidental y transitorio. Permaneció en su pieza hasta una hora más avanzada que de costumbre, con la ventana abierta, apoyados los codos en el antepecho, cálidos y abiertos los ojos al maravilloso espectáculo de aquel primer verano consciente que le correspondía vivir. Tony debió de suponer que las golondrinas habían llegado porque era miércoles, porque la noche anterior había terminado a tiempo sus lecciones escolares o porque el cielo era ese día menos gris y denso que las mañanas anteriores. Pero al día siguiente, jueves, y el viernes y el sábado –incluso el domingo– las golondrinas amanecieron otra vez allí, ordenadas en el cordón telefónico que entonces no parecía tener otro significado en la vida local que el de ser un largo y siempre abierto domicilio de las golondrinas. Entonces Tony debió pensar que algo había cambiado en New Jersey –algo que no era exactamente las condiciones atmosféricas, el color del aire o el vestido de los habitantes– y que a ese misterioso cambio obedecía la permanencia y la belleza de las golondrinas junto a su ventana.
Publicado en su Jirafa de El Heraldo el 8 de febrero de 1950, este artículo da vueltas en torno a una noticia que Gabo leyó un cable que llegó al periódico desde el extranjero: un policía retirado de Estados Unidos hizo un testamento en el que lega cuarenta mil dólares a su loro doméstico. El escritor colombiano aprovecha este suceso y lo desarrolla valiéndose de unos disparates geniales.
Es una cuestión tradicional que los caballeros, al llegar a la edad en que la soltería se vuelve un estado irremediable, adquieran un par de pantuflas y un loro. No recuerdo si Gedeón –el protagonista del «Buey Suelto»– cumplió con este ineludible deber del celibato, pero no cabe duda de que George Blair, agente de policía retirado, en Detroit, sí estaba al tanto de las obligaciones adquiridas por quienes dejan de lado la femenina compañía para reemplazarla por la menos costosa aunque quizás no menos conversadora de un loro real. A los cincuenta y dos años, Blair hace su testamento y lega su fortuna de cuarenta mil dólares a su plumado acompañante. Es un caso de gratitud como se registran muy pocos.
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