Cinco historias de Gabriel García Márquez sobre Alejandro Obregón y su pintura.
Este 4 de junio se cumplen cien años del nacimiento de Alejandro Obregón, pintor y escultor colombo-español que contribuyó a transformar el arte contemporáneo de Colombia. Gabriel García Márquez lo conoció en Barranquilla cuando trabajaba como columnista en El Heraldo y reporteaba en Crónica, un semanario cultural ideado por Alfonso Fuenmayor. En sus memorias, Vivir para contarla, Gabo cuenta que su primer encuentro con Obregón ocurrió en una cantina de Barrio Abajo en donde el pintor se comió un grillo vivo que un domador de insectos había llevado para hacer demostraciones circenses. “Agarró el grillo por las alas con la punta de los dedos, y ante el asombro de todos se lo metió en la boca y lo masticó vivo con un deleite sensual. No fue fácil reparar con toda clase de mimos y dádivas al domador inconsolable, más tarde me enteré de que no era el primer grillo que Obregón se comía vivo en espectáculo público, ni sería el último”, escribió el novelista.
Desde entonces, García Márquez y Alejandro Obregón seguirían encontrándose en muchos momentos de sus vidas, compartiendo parrandas, participando en extravagancias e intercambiando elogios desde sus respectivas orillas artísticas. Por ejemplo, Gabo escribió la nota de presentación del catálogo de la exposición que el pintor inauguró en 1982 en el Metropolitan Museum and Art Center de Coral Gable (USA) y nueve años después –es decir en 1991– prologó el libro Alejandro Obregón de la Editorial Lerner & Lerner. Por su parte, el pintor le obsequió al escritor uno de sus lienzos más codiciados: un autorretrato inspirado en Blas de Lezo que había sido baleado por el mismo autor durante una noche de impaciencia.
En el Centro Gabo hemos reunido cinco anécdotas sobre Alejandro Obregón contadas por García Márquez en donde se pueden apreciar la profunda amistad que había entre los dos, la personalidad excepcional del pintor y su talento para la creación. Las compartimos contigo:
Hace muchos años, un amigo le pidió a Alejandro Obregón que lo ayudara a buscar el cuerpo del patrón de su bote, que se había ahogado al atardecer, mientras pescaban sábalos de veinte libras en la ciénaga grande. Ambos recorrieron durante toda la noche aquel inmenso paraíso de aguas marchitas, explorando sus recodos menos pensados con luces de cazadores, siguiendo la deriva de los objetos flotantes, que suelen conducir a los pozos donde se quedan a dormir los ahogados. De pronto, Obregón lo vio: estaba sumergido hasta la coronilla, casi sentado dentro del agua, y lo único que flotaba en la superficie eran las hebras errantes de su cabellera. "Parecía una medusa", me dijo Obregón. Agarró el mazo de pelos con las dos manos y, con su fuerza descomunal de pintor de toros y tempestades, sacó al ahogado entero, con los ojos abiertos, enorme, chorreando lodo de anémonas y mantarrayas, y lo tiró como un sábalo muerto en el fondo del bote.
Este episodio, que Obregón me vuelve a contar porque yo se lo pido cada vez que nos emborrachamos a muerte -y que además me dio la idea para un cuento de ahogados-, es tal vez el instante de su vida que más se parece a su arte. Así pinta, en efecto, como pescando ahogados en la oscuridad. Su pintura con horizontes de truenos sale chorreando minotauros de lidia, cóndores patrióticos, chivos arrechos, barracudas berracas.
“Obregón o la vocación desaforada”.
Fragmento de una columna escrita para El País y El Espectador, octubre de 1982.
Alejandro Obregón, a quien yo había conocido antes en Barranquilla, en el burdel poblado de tortugas y alcaravanes de Pilar Ternera, iba por esos días a Bogotá. Una tarde me dijo que iría a dormir en mi cuarto, y como el timbre estaba descompuesto, le dije que me despertara con una piedrecita en el vidrio de la ventana. Obregón tiró un ladrillo que encontró en una construcción vecina, y yo desperté cubierto con una granizada de vidrio. Pero él entró sin ningún comentario, me ayudó a sacar un colchón que guardaba debajo de mi cama para los peregrinos trasnochados, y se tendió a dormir en el suelo, sin más cobijas que la bufanda de seda italiana que llevaba en el cuello, y con los brazos cruzados sobre el pecho como las estatuas yacentes de las viejas catedrales. Se despertó muy temprano y, con sus intensos ojos de agua fijos en el cielo raso, dijo:
-Eritreno. ¿Qué significa eritreno?
-No sé -le dije-, pero algún día encontraré dónde ponerla.
Necesité más de veinte años para encontrar un sitio donde colgar esa palabra enigmática en una de mis novelas más recientes.
“Un payaso pintado detrás de una puerta”.
Fragmento de una columna para El País y El Espectador, mayo de 1982.
Lo que más me impresionó cuando lo conocí no fueron esos ojos diáfanos de corsario que hacían suspirar a los maricas del mercado, sino sus manos grandes y bastas, con las cuales lo vimos tumbar media docena de marineros suecos en una pelea de burdel. Son manos de castellano viejo, tierno y bárbaro a la vez, como don Rodrigo Díaz de Vivar, que cebaba sus halcones de presa con las palomas de la mujer amada.
Esas manos son el instrumento perfecto de una vocación desaforada que no le ha dado un instante de paz. Obregón pinta desde antes de tener uso de razón, a toda hora, sea donde sea, con lo que tenga a mano. Una noche, por los tiempos del ahogado, habíamos ido a beber gordolobo en una cantina de vaporinos todavía a medio hacer. Las mesas estaban amontonadas en los rincones, entre sacos de cemento y bultos de cal, y los mesones de carpintería para hacer las puertas. Obregón estuvo un largo rato como en el aire, trastornado por el tufo de la trementina, hasta que se trepó en una mesa con un tarro de pintura, y de un solo trazo maestro pintó a brocha gorda en la pared limpia un unicornio verde. No fue fácil convencer al propietario de que aquel brochazo único costaba mucho más que la misma casa. Pero lo conseguimos. La cantina sin nombre siguió llamándose El Unicornio desde aquella noche, y fue atracción de turistas gringos y cachacos pendejos hasta que se la llevaron al carajo los vientos inexorables que se llevan al tiempo.
“Obregón o la vocación desaforada”.
Fragmento de una columna escrita para El País y El Espectador, octubre de 1982.
Cuatrocientos ochenta y dos años después de la llegada de Colón a las Américas, el pintor Alejandro Obregón trabajó sobre el tema de don Blas de Lezo, un teniente general de Felipe V que tenía menos cuerpo para pintar que cualquier otro ser humano, pues había ido dejándolo a pedazos en diversas guerras de España. A los quince años había perdido la pierna izquierda en el combate naval de Vélez Málaga, a los dieciocho perdió el ojo izquierdo en la defensa de Tolón, y a los veintiocho perdió el brazo derecho en el sitio de Barcelona. Con el medio cuerpo que le quedó fue defensor militar y héroe de Cartagena de Indias, y su gobernador hasta la muerte.
Obregón lo sacó del congelador de las academias y trabajó sobre el tema de un modo tan encarnizado y libre, que fue una de sus épocas grandes, como la de los cóndores, o los toros, o las barracudas. Pero fue también el único tema con el cual se identificó tan a fondo que terminó por confundirse con él, y pintó numerosos retratos de sí mismo encarnado en don Blas de Lezo: Obregón tuerto, Obregón con un gancho de hierro en vez de mano, Obregón con una pata de palo. Uno de esos cuadros, en óleo sobre tela, de un metro por ochenta centímetros y con una dedicatoria escrita por el autor en el ángulo inferior izquierdo, es una de sus obras maestras. Pues bien: en la larga y turbulenta historia de las bellas artes, ése es quizás el único cuadro que ha sido terminado a bala.
Sucedió la noche de Año Nuevo de 1979, en Cartagena de Indias, cuando dos mujeres muy cercanas a Obregón, en medio de la fiesta familiar, se pasaron de tono en una disputa sobre cuál de las dos era la dueña del autorretrato todavía olorosa a trementina. «Sentí que el cuadro se estaba volviendo más importante que yo», me dijo Obregón. «De modo que resolví matarlo». Sacó un revólver Smith & Wesson, negro, 38 largo, cañón largo, con cachas de madera, y disparó contra el lienzo la carga completa de balas blindadas. El primer tiro dio en el centro del ojo único. El segundo y el tercero, disparados con el pulso firme y una puntería escalofriante de cazador maestro, entraron por el mismo agujero. La fiesta familiar del Año Nuevo se acabó, por supuesto, pero la disputa se acabó también para siempre. Nadie se atrevió a hablar más del cuadro delante de Obregón, aunque de ningún otro se habló tanto a sus espaldas.
“Historia secreta de un gran cuadro”.
Fragmento de un prólogo dedicado al pintor, noviembre de 1991.
A veces, cuando hay amigos en casa, Obregón se mete en la cocina. Es un gusto verlo ordenando en el mesón las mojarras azules, la trompa de cerdo con un clavel en la nariz, el costillar de ternera todavía con la huella del corazón, los plátanos verdes de Arjona, la yuca de San Jacinto, el ñame de Turbaco. Es un gusto ver cómo prepara todo, cómo lo corta y lo distribuye según sus formas y colores, y cómo lo pone a hervir a grandes aguas con el mismo ángel con que pinta. "Es como echar todo el paisaje dentro de la olla", dice. Luego, a medida que hierve, va probando el caldo con un cucharón de palo y vaciándole dentro botellas y botellas y botellas de ron de tres esquinas, de modo que éste termina por sustituir en la olla el agua que se evapora. Al final, uno comprende por qué ha habido que esperar tanto con semejante ceremonial de sumo pontífice, y es que aquel sancocho de la edad de piedra que Obregón sirve en hojas de bijao no es un asunto de cocina, sino pintura para comer.
Todo lo hace así, como pinta, porque no sabe hacer nada de otro modo. No es que sólo viva para pintar. No: es que sólo vive cuando pinta. Siempre descalzo, con una camiseta de algodón que en otro tiempo debió servirle para limpiar pinceles y unos pantalones recortados por él mismo con un cuchillo de carnicero, y con un rigor de albañil que ya hubiera querido Dios para sus curas.
“Obregón o la vocación desaforada”.
Fragmento de una columna escrita para El País y El Espectador, octubre de 1982.
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