Diez reflexiones del escritor colombiano sobre los déspotas de América Latina.
En la madrugada del 23 de enero de 1958 el general Marcos Pérez Jiménez, hasta entonces dictador de Venezuela durante diez años, se fugó con sus familiares en un avión rumbo a República Dominicana. Unas horas más tarde, en medio de la incertidumbre y el drama, todos los periodistas extranjeros acreditados en Caracas esperaban en el Palacio de Miraflores detalles reveladores sobre la constitución del nuevo Gobierno. En ese grupo se encontraba Gabriel García Márquez, que en esa época integraba la redacción de la revista Momentos. Él y sus colegas se estaban ubicando en uno de los salones de la casa presidencial cuando un oficial del Ejército apareció apuntándolos con una metralleta en las manos, se alejó lentamente, encañonó a un taxista que lo llevó al aeropuerto y huyó del país.
“Lo único que quedó de él fueron las huellas de barro fresco de sus botas en las alfombras perfectas del salón principal”, relató García Márquez en “Los idus de marzo”, una columna de opinión escrita en septiembre de 1981. “Yo padecí una especie de deslumbramiento: de un modo confuso, como si una cápsula prohibida se hubiera reventado dentro de mi alma, comprendí que en aquel episodio estaba toda la esencia del poder”.
Pensando constantemente en estas huidas tan presurosas como cinematográficas, Gabo escribió su novela El otoño del patriarca y la publicó en Barcelona, diecisiete años después –1975–. Allí habló de un dictador del Caribe en el que confluyen las locuras, obsesiones y rasgos culturales de todos los dictadores latinoamericanos del siglo XIX y principios del siglo XX. Se trató de un collage de personalidades tiránicas reunidas en un solo hombre cuyo poder absoluto lo corrompe y lo lleva hacia la soledad más terrible.
Las excentricidades de los dictadores latinoamericanos eran tantas y tan inverosímiles, que para Gabo fue una tarea difícil que su dictador compitiera con la realidad. Al final acabó con un vasto conocimiento sobre los déspotas de América Latina y pudo crear un personaje de más de cien años que dirige un país plagado de hipérboles y monstruosidades.
Desde el Centro Gabo compartimos contigo diez reflexiones sobre los dictadores latinoamericanos a las que llegó el escritor colombiano cuando terminó la redacción de El otoño del patriarca.
El dictador es el único personaje nuevo que hemos inventado en Latinoamérica.
“La buena hora de GGM”.
Cuadernos hispanoamericanos, abril de 1969.
He seguido buscando un personaje que sea verdaderamente la síntesis, el gran animal mitológico de la América Latina, el personaje para el cual todo es posible y me parece que fueron los grandes dictadores, pero esos dictadores primitivos, llenos de superstición y de magia, de un inmenso poder. Por eso es que quiero que tenga ciento setenta o ciento ochenta años, no sé cuántos; que su plato favorito sean los ministros de Guerra conspiradores asados y servidos con ensalada rusa.
“La novela en América Latina”.
Universidad Nacional de Ingeniería, septiembre de 1967.
Mi experiencia de escritor más difícil fue la preparación de El otoño del patriarca. Durante casi diez años leí todo lo que me fue posible sobre los dictadores de América Latina, y en especial del Caribe, con el propósito de que el libro que pensaba escribir se pareciera lo menos posible a la realidad. Cada paso era una desilusión. La intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en Haití, había hecho exterminar los perros negros en el país, porque uno de sus enemigos, tratando de escapar de la persecución del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, cerró a la República del Paraguay como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Antonio López de Santana enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasio Somoza García, en Nicaragua, tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimientos: en uno, estaban las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban encerrados sus enemigos políticos.
“Algo más sobre literatura y realidad”.
Columna para El Espectador y El país, julio de 1981.
Entre 1931 y 1944, El Salvador padeció la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez, un déspota con ínfulas de teósofo cuyo defecto más notable era que estaba loco. Había inventado un péndulo mágico que suspendía sobre los alimentos para averiguar, según su inclinación, si estaban envenenados. En una ocasión trató de conjurar una epidemia de escarlatina cubriendo con papel rojo el alumbrado público del país. Estas fantasías folklóricas que, después de todo, no molestaban a nadie, tuvieron una expresión brutal en 1932, cuando las fuerzas armadas se enfrentaron a tiros a una vasta insurrección agraria y mataron a 31.000 campesinos.
“Hay que salvar a El Salvador”.
Columna para El Espectador y El país, enero de 1981.
Las biografías y los anecdotarios de los dictadores demuestran que siempre tienen algo de víctimas, y, eso sí, los de todos los tiempos, de Creonte para acá. Tienen algo de holocausto social que no es tan simple como parece. El destino del dictador tampoco es un destino que viene escrito, él es también un producto de su sociedad, por supuesto, pero el hecho es que, en todas las vidas de dictadores, te encuentras que siempre hay algo de castigo, algo que tiene su parte de luz y su parte de sombra. Ahora, tomar una actitud maniquea es lo peor. Julio César, por ejemplo, es un personaje fascinante que yo conozco bastante bien, incluso desde antes de que yo me metiera en esto, y es obvio que el que se mete en una visión maniquea de Julio César se da un buen frentazo.
“García Márquez en México”.
Revista de la Universidad de México, febrero de 1976.
No podemos tratar de tapar el sol con las manos y decir que la historia de la América Latina es otra y que a los dictadores siempre los han derribado los movimientos populares. Eso no es cierto. La gran mayoría de los dictadores latinoamericanos se han muerto en su cama o los han matado sus rivales, y la gran mayoría, también, de los caudillos liberales de las guerras civiles que tumbaron dictadores, terminaron siendo ellos lo mismo, solo que aún más sanguinarios y crueles. Lo que demuestra la historia de la América Latina es que hemos tenido muchos más dictadores que demócratas, y lo que estamos haciendo es luchar contra eso.
“García Márquez en México”.
Revista de la Universidad de México, febrero de 1976.
Me obsesiona la soledad de los dictadores, esas resonancias que le llegan de la realidad como si estuviesen metidos en una campana de caucho.
“La buena hora de GGM”.
Cuadernos hispanoamericanos, abril de 1969.
Dicen que una de las grandes fallas de El otoño del patriarca es que en esa novela no se ve al pueblo en su lucha contra la dictadura. Claro, no se ve porque, en este caso, la verdad literaria coincide con la verdad histórica de que no siempre los pueblos de América Latina lucharon contra todos los dictadores. Ha habido largos períodos de pasividad de las masas, ya sea como resultado de un engaño continuado o de una represión feroz. No hay que olvidar, además, que los dictadores feudales de América Latina formaban su propia clase en el poder, creaban su propio sustento social a base de corrupción y privilegios. (..) Tampoco hay que olvidar que en muchos casos el pueblo no sufrió la represión directa del dictador, pues esta se ejercía solamente contra las minorías activistas, contra los dirigentes políticos de oposición, contra los estudiantes, y no contra las masas, cuyo escaso nivel cultural y político –producto de la propia dictadura– las llevó en muchos casos, inclusive, a mitificar al dictador.
“García Márquez: «Es un crimen no tener participación política activa»”.
Triunfo, agosto de 1976.
Cuanto más poder se tiene, tanto más difícil es saber quién le está mintiendo y quién no. Cuando alguien alcanza el poder absoluto, ya no tiene contacto con la realidad, y esa es la peor clase de soledad que existe. Una persona muy poderosa, un dictador, está rodeado de intereses y personas cuyo propósito último es aislarlo de la realidad; todo se conjuga para aislarlo.
“Gabriel García Márquez”. The Paris Review, 1981.
El tema del dictador ha sido una constante de las letras latinoamericanas desde sus orígenes, y lo seguirá siendo más a medida que se tenga una más amplia perspectiva histórica sobre el personaje. La razón es simple: este es el único ser mitológico que ha producido América Latina, y su ciclo no está aún concluido, ni la literatura ha conseguido todavía hacerlo más humano que la realidad. Creo, además, que todavía falta mucho para que eso suceda.
“Intelectuales interrogan a GGM”.
Hombre de Mundo, 1977.
Palabras pronunciadas por el escritor colombiano en Caracas el 2 de...
Un fragmento apócrifo de Cien años de soledad atribuido a Gabriel G...
©Fundación Gabo 2024 - Todos los derechos reservados.