La adaptación de Cien años de soledad como una serie de Netflix llega tras años de debates e interpretaciones sobre la novela de García Márquez.
Gabriel García Márquez, el autor latinoamericano más adaptado a la pantalla de todos los tiempos, escribió Cien años de soledad en contra del cine. Lo hizo porque ningún productor quiso financiar sus historias de la familia Buendía. Así que se sentó frente a la máquina de escribir y creó un pueblo inaccesible a las cámaras de video. Macondo: veinte casas de barro y cañabrava que solo eran posibles en la mente del lector. Hasta que llegó Netflix.
García Márquez no vivió para contarlo. Mientras estuviera en este mundo, su novela jamás saldría por un proyector. Una consigna que muchos cineastas experimentaron en carne propia. El primero fue Francesco Rosi. En 1969, cuando García Márquez residía en Barcelona, el director italiano telefoneó varias veces a su departamento para convencerlo de que vendiera los derechos del libro. El escritor no cedió. Ese mismo año explicó sus motivos a un periodista. “No quiero que Rosi haga Cien años de soledad porque sus soluciones serán literarias y no visuales: se adaptan novelas y las películas resultan pura literatura”, dijo. “Un director de cine debe saber las cosas que quiere expresar, tomar sus notas y escribir su película con la cámara mientras filma. Esta es la única forma que tiene un verdadero creador: que tome su equipo y salga a escribir su película, como hacen los brasileños”.
Glauber Rocha, un brasileño precisamente, encontró el modo de burlar este argumento.
—Mira, no quiero llevar tu novela al cine porque es imposible —le dijo a García Márquez—. Pero te advierto que cada vez que esté filmando una película y sea oportuno le inserto un elemento sacado de tu novela.
En la década de los setenta, con el libro traducido a múltiples idiomas, el novelista recibió ofertas millonarias. Un consorcio de productores de Estados Unidos y Europa trató de seducirlo con dos millones de dólares. Él los rechazó. Luego, en 1977, Anthony Quinn afirmó en un programa de televisión mexicano que estaba dispuesto a darle un millón. García Márquez declaró, con evidente sorna, que aceptaba la propuesta bajo una condición: que fueran dos millones, uno para él y otro para la revolución socialista en América Latina. Quinn no insistió más.
En el verano de 1979, el escritor coincidió con Francis Ford Coppola en el Festival de Cine de Moscú. Mientras cenaban en un restaurante de Leningrado, Coppola le contó que Vittorio Storaro, su director de fotografía, soñaba con filmar Cien años de soledad. La idea había surgido durante el rodaje infernal de Apocalypse Now en Filipinas. García Márquez escuchó la anécdota en silencio, a la espera de una proposición. Pero el director de El Padrino no se atrevió a hablar de dinero.
Para Gabo, la principal razón de la incompatibilidad entre su libro y el séptimo arte era la imaginación. Mediante la palabra escrita, los lectores pueden concebir su propia versión de los personajes. En ese sentido, cada lector es libre de imaginar a su manera al coronel Aureliano Buendía. Incluso puede otorgarle facciones de amigos y familiares. Eso no ocurre con el cine, una industria de rostros bien definidos. En la adaptación de Netflix, por ejemplo, Aureliano ya no es el padre o el abuelo de proteico semblante, sino el actor bogotano Claudio Cataño. Úrsula, que durante décadas cargó con la máscara de tantas madres, ahora es la actriz antioqueña Susana Morales.
García Márquez deseaba proteger esta libertad de los lectores para identificarse con sus historias. “La literatura tiene mayores posibilidades de llegar a todo el mundo que el cine”, solía decir mientras declinaba las propuestas económicas de las casas productoras. Sin embargo, en 1987, el autor colombiano disminuyó el rigor de su consigna. Cien años de soledad nunca sería una película, se le oyó afirmar entonces, pero podría reproducirse en otro formato. “Un serial de televisión, en diez años, sin adaptación”.
Aunque fue una discreta luz verde en el camino de la novela hacia la pantalla, tuvieron que transcurrir treinta y siete años más para que Macondo cobrara vida en un set de grabación. La novela que fue escrita contra el cine, ahora es la apuesta más ambiciosa de Netflix en América Latina. Muchos se preguntan si la serie estará a la altura del mito, si dieciséis episodios divididos en dos temporadas bastarán para contar un siglo.
“Cuando la gente ve una película basada en un libro quiere que sea una ilustración fiel de este. Pero una adaptación cinematográfica es la trasposición que el público se niega a aceptar”. La frase es de García Márquez. Significa que, en ocasiones, las adaptaciones no son malas por sí mismas, sino por los lectores que esperan que sea idéntica al libro.
Esto no representaría ningún inconveniente para Netflix si García Márquez fuera un autor de culto. Pero hablamos del escritor en lengua castellana más traducido del siglo XXI. En una lista de los mejores libros de todos los tiempos que publicó The Economist en julio, Cien años de soledad se ubica primera en el podio, por encima del Quijote y Moby Dick. No cabe duda de que la serie será evaluada por millones de lectores.
—Mala suerte para los directores porque la gente va a verme a mí, no a ellos —dijo García Márquez a fines de los ochenta, a propósito del fracaso crítico y comercial de las adaptaciones de su obra—. Acostumbran a juzgarlos a través de mí, de lo que logran hacer de lo mío, en la medida en que se parecen o no se parecen.
El propio Gabo fue víctima de este fenómeno. En 1964, cuando Carlos Fuentes y él escribieron el guion de El gallo de oro, el público no entró a los teatros para ver su adaptación, sino para ver el relato de Juan Rulfo. La película obtuvo malas reseñas y naufragó en la taquilla. Otras adaptaciones tuvieron un destino similar: El año de la peste (1978), basada en una novela de Daniel Defoe; la serie televisiva María (1991), basada en la novela homónima de Jorge Isaacs, y Edipo alcalde (1996), que recrea Edipo rey de Sófocles en un pueblo de Colombia. A todas, al margen de las reflexiones sobre la técnica y la escenografía, un público difícil las juzgó sin piedad porque esperaban sentir en la pantalla lo que solo es posible experimentar con la lectura.
Aun cuando García Márquez escribió los guiones de varios cuentos suyos, a los estrenos acudieron personas que deseaban ver al escritor, no al guionista. En 1988, año en que se proyectó La fábula de la bella palomera (adaptación parcial de El amor en los tiempos del cólera), Gabo retó a su público lector.
—Ahí sí van a tener un problema, porque yo sí me veo en esa película —dijo—. Todo, fotograma por fotograma. Hasta los encuadres del guion que escribí en México con Ruy Guerra son exactamente iguales.
No estaba claro, sin embargo, si era el escritor o el guionista el que hablaba.