Santa Claus
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Lo bueno y lo malo de la Navidad en 9 reflexiones de Gabriel García Márquez

Nueve reflexiones del escritor colombiano sobre la época navideña, sus encantos y sus desencantos.

Redacción Centro Gabo

El 9 de marzo de 1974 la revista Triunfo publicó un artículo titulado “García Márquez 18 años atrás”, en el que el periodista Plinio Apuleyo Mendoza narra la primera vez que Gabo conoció la nieve, una noche de Navidad de 1956 en París. Apuleyo Mendoza cuenta que cuando el joven escritor vio las calles blancas, con sus faroles y autos cubiertos por millares de copos de nieve, empezó a correr y a saltar, gritando “¡Nieve!” mientras el abrigo y los bigotes se llenaban de hielo. Era un fenómeno invernal que sólo había visto en las tarjetas de Navidad que llegaban a Colombia con paisajes recónditos. Algunas horas después, pasaría la Nochebuena con un par de conocidos en un apartamentico de la rue Guénégaud, lejos de su tierra.

Este fue uno de los tantos ejemplos en los que era posible observar cómo la época navideña, para Gabo, estuvo llena de diversas emociones que oscilaban entre la felicidad y el desencanto. Y en medio de ese tránsito de ideas y experiencias contrapuestas, el escritor colombiano introdujo parte de su escritura.

Desde el Centro Gabo compartimos contigo nueve reflexiones de García Márquez sobre los lados más luminosos y siniestros de la Navidad:   

 

1. Un regreso impune a la infancia

 

Es hora de que los adultos reconozcamos que lo más agradable que tiene la Navidad es la oportunidad que ella nos brinda para poder regresar, impunemente, a la época en que el mundo podía echarse a andar con sólo enroscar la cuerda de un juguete mecánico.

 

“Juguetes para adultos”. El Heraldo, diciembre de 1950.

 

2. Navidad: materialismo sin Dios

 

Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David. Millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran.

 

“Estas Navidades siniestras”. El País, diciembre de 1980.

 

3. Un amanecer a la medianoche

 

Los niños, durmiendo con un ojo y vigilando con otro la sigilosa llegada del Niño Dios, despiertan a medianoche sobresaltados. Para ellos ha amanecido realmente. Porque para los niños, en la Nochebuena, el amanecer no es la salida del sol sino la llegada de los juguetes.

 

“Juguetes para adultos”. El Heraldo, diciembre de 1950.

 

4. La estética del consumo

 

Tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.

 

“Estas Navidades siniestras”. El País, diciembre de 1980.

 

5. Navidades que llegan con retraso

 

Mientras sigan llegando tarjetas no es posible admitir que ha pasado la Navidad. Para la mayoría, tal vez para la casi totalidad de los cristianos, la Navidad es una fecha con su ambiente y su ángel. Pero para alguien debe ser el recibo de una tarjeta franqueada en una remota oficina de correos de ultramar y para quien piense y sienta de ese modo la Navidad no habrá terminado mientras haya tarjetas atrasadas.

 

“Navidad en febrero”. El Espectador, febrero de 1955.

 

6. Una excusa de viejos para volver a jugar

 

Las personas grandes han inventado el veinticinco de diciembre para jugar con los cachivaches que el Niño Dios ha traído a los pequeños. A las doce de la Nochebuena, lo adultos andan por la casa, midiendo la lenta y esperanzada respiración de los niños, sin poder contener los deseos de dar un fuerte redoble de tambor o sentarse a tocar en la sala el caramillo mecánico que ha permanecido en el armario desde la última quincena.

 

“Juguetes para adultos”. El Heraldo, diciembre de 1950.

 

7. Pesebres que eran nuestros

 

Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios de imaginación familiar. El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las colinas eran más grandes que la virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda, con un pato de peluche más grande que un león que nadaba en el espejo de la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.

 

“Estas Navidades siniestras”. El País, diciembre de 1980.

 

8. Perdiendo la inocencia

 

La pérdida de la inocencia me enseñó al mismo tiempo que no era el Niño Dios quien nos traía los juguetes en la Navidad, pero tuve el cuidado de no decirlo. A los diez años, mi padre me lo reveló como un secreto de adultos, porque daba por hecho que lo sabía, y me llevó a las tiendas de la Nochebuena para escoger los juguetes de mis hermanos. Lo mismo me había sucedido con el misterio del parto antes de asistir al de Matilde Amenta: me atoraba de risa cuando decían que a los niños los traía de París una cigüeña.

 

Vivir para contarla, 2002.

 

9. Hacia una cultura de contrabando

 

Mediante una operación comercial de proporciones mundiales, que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural, el niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noël de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina. Según la leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó y revivió a varios escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso le proclamaron el patrón de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se volvió institucional en las provincias germánicas del Norte a fines del siglo XVIII, junto con el árbol de los juguetes. Y hace poco más de cien años pasó a Gran Bretaña y Francia. Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar.

 

“Estas Navidades siniestras”. El País, diciembre de 1980.

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