Ocho impresiones del escritor colombiano en torno a la capital del Magdalena en el Caribe colombiano.
En marzo de 1950, luego de haber visitado Santa Marta el mes anterior, Gabriel García Márquez publicó en El Heraldo dos artículos en los que comentaba sus impresiones de su paso por aquella ciudad. Lo hizo bajo el seudónimo de Septimus en su célebre columna llamada La Jirafa. El primer artículo se tituló “Visita a Santa Marta” y, el segundo, “Las estatuas de Santa Marta”. En ambos el joven periodista describió el ambiente silencioso que regía a la capital del Magdalena, las virtudes paisajísticas de su bahía, el poder evocador de sus calles coloniales y la peculiaridad de sus estatuas (que acabó por considerar como las más originales del mundo).
En la historia familiar de Gabo, Santa Marta fue una ciudad importante. Allí se casaron sus padres el 11 de junio de 1926 y también murió su apreciado abuelo materno, el coronel Nicolás Márquez, el 21 de enero de 1937. Santa Marta fue, además, un punto vital en la economía bananera que tanto influyó sobre la cotidianidad del Magdalena y en la trama de novelas como La hojarasca y Cien años de soledad: de sus puertos salían los barcos de la United Fruit Company cargados de banano y a ellos llegaban los productos norteamericanos que inundaban las estanterías de los comisariatos de la compañía en poblaciones claves de la región como Ciénaga, Fundación y Aracataca (tierra natal de Gabo).
En el Centro Gabo hemos seleccionado ocho comentarios que García Márquez hizo de Santa Marta cuando tuvo la oportunidad de pasear por ella. Los compartimos contigo:
[Santa Marta es] una ciudad donde cada piedra centenaria, cada monumento, cada instante de la hermosa bahía es un motivo para seguir dándole vueltas a este diario molinillo de impresiones.
“Visita a Santa Marta”.
Columna para El Heraldo, marzo de 1950.
Si hubiera viajado mucho me atrevería a afirmar que las estatuas más raras del mundo son las de Santa Marta. Por lo pronto, basta con decir que son las más originales que he conocido.
“Las estatuas de Santa Marta”.
Columna para El Heraldo, marzo de 1950.
Más que una ensenada propicia para las vacaciones, más que un magnífico fondeadero para los barcos internacionales, la bahía de Santa Marta es una sensación. Una apacible sensación de quietud, de bienestar, de mansedumbre. Podría decirse –por su extraordinaria belleza– que no es un paisaje, sino una ilusión óptica.
“Visita a Santa Marta”.
Columna para El Heraldo, marzo de 1950.
Había llegado a la apacible ciudad de don Rodrigo [de Bastidas] el martes de carnaval. Todavía andaban por las calles, ya sin noción del tiempo, algunos disfrazados de última instancia. No me sorprendí, al ver, frente a la bahía, un caballero monumental vestido con todos los arreos del conquistador español, que parecía estar paseando frente al paisaje todo su fastidio de disfrazado sin público. Pensé, en realidad, que se necesita tener un valor civil a toda prueba para meterse en una armadura de caballero con treinta grados a la sombra y ponerse a dar caminatas sin objeto a la orilla del mar. Sin embargo –y don Rodrigo me perdone el error– el conquistador español lo era realmente. No sé si fue en un instante de buen humor cívico o en un delirio de originalidad, cuando a los samarios se les ocurrió bajar a don Rodrigo de su pedestal y colocarlo sobre la tierra física, de espaldas a la bahía y a diez centímetros sobre el nivel del mar. En esa desacostumbrada posición, el fundador parece haber perdido su antigua y recia personalidad de estatua, y se está convirtiendo en un transeúnte histórico.
“Las estatuas de Santa Marta”.
Columna para El Heraldo, marzo de 1950.
Lo más extraordinario del silencio en la capital del Magdalena es que se conserve intacto, como desde los días de don Rodrigo, a pesar de que nadie parece hacer el menor esfuerzo por conservarlo. […] Allí no se vocean los periódicos, no suenan las bocinas de los automóviles, ni los transeúntes hacen ruido al andar. Sin embargo, se conserva ese silencio de una manera tan espontánea, tan natural que más parece obedecer al temperamento de los habitantes que a una disposición de la policía.
“Visita a Santa Marta”.
Columna para El Heraldo, marzo de 1950.
Santa Marta es una ciudad desconcertantemente silenciosa. Tiene un ambiente que parece vivir todavía en el siglo pasado a pesar de que su aspecto arquitectónico no conserva la preocupación colonial de Tunja, Popayán o Cartagena.
“Visita a Santa Marta”.
Columna para El Heraldo, marzo de 1950.
Creo que la estatua más pequeña de Bolívar es la de Santa Marta. Difícilmente alcanza a medir sesenta centímetros y es monumento ecuestre, para colmo de dimensiones. Colocada a la sombra de un templete, la estatuilla de Bolívar también tiene su historia, que no es, por cierto, historia de miniatura. De todos modos, es curiosa la circunstancia de que en la ciudad donde murió Bolívar, su estatua figure en una plaza pública con las mismas dimensiones de esos Bolívares de escritorio que sirven, simultánea y lastimosamente, de monumentos privados y de pisapapel.
“Las estatuas de Santa Marta”.
Columna para El Heraldo, marzo de 1950.
Las ciudades que más se parecen son Santa Marta y Mompós. Detrás de los inmensos ventanales, en las calles de esta última, se oye durante las doce horas del día un insistente e inconcluso ejercicio de piano que no puede ser ejecutado sino por una de estas clases muchachitas soñadoras de trenzas largas y ojos provincianos, que todavía no saben realmente si están aprendiendo a tocar el piano para este mundo o para las páginas desoladas de una novelita romántica. En Santa Marta sucede exactamente lo mismo. Y en cada casona antigua hay una lápida histórica y un ejercicio de piano. Para siempre.
“Visita a Santa Marta”.
Columna para El Heraldo, marzo de 1950.
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