Diseño de ilustración Fundación Gabo / Julio Villadiego
Lectura

La sonata de Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez

La amistad y la colaboración literaria entre Álvaro Mutis y García Márquez.

Créditos: 
Diseño de ilustración Fundación Gabo / Julio Villadiego
Orlando Oliveros Acosta

En Los trabajos perdidos hay un poema de Álvaro Mutis que declara lo siguiente:

 

Y ahora que sé que nunca visitaré Estambul,

me entero que me esperan en la calle de Shidah Kardessi,

en el cuarto que está encima de la tienda del oculista.

 

Hace casi medio siglo, cuando Gabriel García Márquez lo leyó, le propuso a Mutis un viaje a Turquía con el propósito de exorcizar aquellos versos. Él cubriría todos los gastos, Mutis sólo tendría que poner la voluntad de contrariar su propia obra. Los dos escritores salieron con sus familias desde Barcelona, visitaron Alejandría, recorrieron El Cairo y descansaron en Beirut. En la capital libanesa se subieron a un barco rumbo a Estambul. Que se fueran por agua y no por aire o carretera era importante. Los barcos lentos, insistía García Márquez, eran el medio de transporte más adecuado para desafiar al destino.

Estuvieron tres días en la ciudad. Hubo risas y muchas bromas. Mutis no supo entonces que, detrás de su máscara socarrona, García Márquez estaba muerto del susto. El autor de Cien años de soledad temía que los versos del poema se impusieran mediante “el poder premonitorio de la poesía”. Por esa razón el 25 de agosto de 1993, durante el septuagésimo cumpleaños de Mutis, confesó que no había acabado yendo a Turquía por derrotar unos versos, “sino por contrariar a la muerte”.

Así eran las aventuras entre estos dos hombres. La muerte y todo lo extraordinario del mundo los perseguían. En el verano de 1974 viajaron juntos en automóvil de París a Montpellier. García Márquez tomó el volante. De un momento a otro un Škoda blanco se les vino encima en sentido contrario y tuvieron que esquivarlo con un movimiento brusco que hizo que terminaran en el fondo de la cuneta. Resultaron ilesos, al igual que sus esposas, Mercedes Barcha y Carmen Miracle, que estaban sentadas en los asientos de atrás. Lo más impactante, sin embargo, ocurrió después, cuando denunciaron el incidente en la inspección de policía de Aix-en-Provence y les dijeron que aquel Škoda, cuyo número de matrícula habían memorizado rencorosamente, se encontraba guardado en un garaje en el otro extremo de Francia mientras que su único propietario agonizaba en el hospital. García Márquez concluyó que habían sido víctimas de uno de los tantos fantasmas que penan en las carreteras. Mutis estuvo de acuerdo.

Parecían haberse acostumbrado a este tipo de sucesos. Veinte años antes, en Bogotá, vieron sobre el atrio de la iglesia de San Francisco a una vendedora de tortugas de juguete que movían la cabeza con bastante naturalidad.

— Las tortugas, ¿son de plástico o están vivas? —preguntaron.

— Son de plástico —les respondió la mujer—, pero están vivas.

 

Una obra escrita a cuatro manos

 

Resultaba fácil imaginar a Álvaro Mutis en traje y corbata por los diversos oficios que desempeñó a lo largo de su vida: locutor de radio, presentador de televisión, jefe de relaciones públicas de la Esso en Colombia y de la aerolínea Lansa, productor de la Columbia Pictures y la 20th Century Fox, director del departamento de publicidad de la Compañía Colombiana de Seguros y actor de doblaje de la serie de televisión Los Intocables.

Lo difícil era creer que alguien con semejante curriculum vitae también fuera poeta. Algunas personas se convencían de ello cuando lo leían, claro. No obstante, a sus amigos les bastaba con ver las empresas descabelladas que llevaba a cabo para saber que era un hombre infectado por la poesía. Por ejemplo, un día le pidió a García Márquez y a otros dos mil escritores que firmaran una carta en la que se exigía aumentarle el sueldo al inspector Maigret, un personaje ficticio creado por el escritor belga Georges Simenon. En otra ocasión, Mutis declamó poemas de Pablo Neruda en un bar de Barcelona e imitó los ademanes del poeta chileno hasta que alguien se tragó su farsa y le pidió que le firmara un ejemplar de Veinte poemas de amor y una canción desesperada.

Esta vocación fue el motivo por el cual García Márquez solicitó su ayuda para redactar el discurso que pronunciaría en Estocolmo el 10 de diciembre de 1982 durante el banquete de celebración del Premio Nobel de Literatura. “En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte”, dijo Gabo, acaso leyendo dos o tres frases escritas por Mutis.

El “Brindis por la poesía” no fue la primera colaboración entre Mutis y García Márquez, y tampoco sería la última. Entre agosto 1965 y septiembre 1966, durante el proceso de escritura de Cien años de soledad, Mutis visitó con frecuencia la casa en Ciudad de México en la que vivía García Márquez y, junto con otros amigos cercanos del novelista, suministró información esencial para la confección de la historia de los Buendía. “Todo el trabajo poético que me hizo Álvaro Mutis es invaluable”, le contó Gabo a Elena Poniatowska en una entrevista de 1973. Sobre los aportes de Mutis, Carlos Monsiváis, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo y Jomí García Ascot, también agregó: “Ahora me doy cuenta de verdad que todos ellos estaban trabajando en Cien años de soledad, y no sólo no lo sabían entonces, sino que tengo la impresión de que no lo saben todavía”.

Mutis se convirtió en un asiduo lector de los borradores de García Márquez. Fue el primero que leyó el manuscrito de Crónica de una muerte anunciada y sus correcciones transformaron episodios completos de la novela. “Me recomendó cambios en partes extensas e importantes”, reveló García Márquez en una entrevista concedida a la revista Triunfo en noviembre de 1980. “Hice muchas modificaciones, es decir, muchos cambios en las partes que criticó, porque creí que él tenía razón”.

Es bastante conocida la influencia que tuvo su relato “El último rostro” en la escritura de El general en su laberinto. Poco se sabe, en cambio, de sus aportes a Del amor y otros demonios. El nombre del padre de Sierva María de Todos los Ángeles, el marqués de Casalduero, es invención suya. Y el célebre prólogo sobre el periodista de El Universal que se encuentra con la cripta de la marquesita se incluyó en el libro gracias a él.

Para García Márquez, la opinión de Mutis en asuntos literarios a veces era más importante que la de sus propios hijos. Cuando Rodrigo García Barcha recibió la primera versión de Del amor y otros demonios, le comentó a su padre que el prólogo sobraba. Mutis, por el contrario, argumentó que, sin aquel texto introductorio, la novela carecía de contexto y perspectiva. García Márquez prefirió el punto de vista de su amigo. “Rodrigo en todo lo que me decía tenía razón”, dijo en Caracol Radio en mayo de 1991, “él conoce muy bien mi obra atrás, pero no conoce mi vida atrás como la conoce Álvaro”.

 

 

La vida que Álvaro conoce

 

En Gabo y Mercedes: una despedida, Rodrigo García Barcha cuenta que unas horas después de que su padre muriera, Mercedes, la viuda, comentó: “Probablemente ya está con Álvaro, tomando whisky y hablando paja”.

Mutis había fallecido siete meses antes, el 22 de septiembre de 2013. La posibilidad de un reencuentro inmediato entre él y García Márquez en los extraños y desconocidos países de la muerte sugiere la percepción de una amistad extraordinaria, comparable a la de Maqroll con Abdul Bashur o a la de José Arcadio Buendía con Melquíades.

Ese vínculo excede las complicidades artísticas. Mutis fue para García Márquez una especie de ángel de la guarda. Estuvo allí antes de la fama, cuando el futuro nobel apenas había escrito La hojarasca, y le dio la confianza que el mundo suele negarle a narradores de su edad. No sería muy desatinado suponer que, sin él, García Márquez no se habría convertido en el fenómeno cultural que es hoy en día. Fue el poeta bogotano quien le consiguió una plaza en El Espectador y lo introdujo en el mundillo cultural de la capital en 1954, poco después de pagarle los tiquetes de avión. Gracias a sus contactos burocráticos, García Márquez pudo tramitar a tiempo el pasaporte cuando El Espectador propuso enviarlo a Ginebra para cubrir la cumbre de los “Cuatro Grandes” en 1955. Luego, en 1961, fue Mutis quien le consiguió una casa en México, lo relacionó con la industria cinematográfica y los círculos intelectuales del DF, y logró que la Universidad Veracruzana publicara en 1962 Los funerales de la Mamá Grande a cambio de cien pesos. En la época en que se gestó Cien años de soledad, a sabiendas de los problemas económicos de García Márquez, Mutis y su esposa le llevaron whisky, papas y pollo frito.

La vida que Álvaro conocía era la del escritor que fue creciendo hasta alcanzar su madurez intelectual: el panorama completo desde la incertidumbre a la consagración. En el universo donde habita Maqroll reina la derrota y se reivindica la dignidad de la miseria. Los victoriosos siempre producen cierta desconfianza. En el de Mutis, vaya sorpresa, el enfoque de tan aciago mecanismo cambia un poco: por un instante, cuando de Gabo se trata, se puede creer en las grandes esperanzas.

 

 

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