Erotismo y muerte (diseño de Paola Nirta)
Lectura

La soledad fúnebre del sexo: 8 momentos eróticos en Cien años de soledad

Ocho escenas eróticas de la novela de Gabriel García Márquez donde la soledad y la muerte reemplazaron al amor.

Créditos: 
Ilustración diseñada por Paola Nirta
Redacción Centro Gabo

Entre enero y junio de 1971, en una entrevista concedida a la periodista Rita Guibert para el libro 7 Voces, Gabriel García Márquez afirmó que su novela Cien años de soledad es “una apoteosis del tema de la soledad” donde el desastre de Macondo es ocasionado por la ausencia de la solidaridad. Una especie de "antisolidaridad" que existe, incluso, en los personajes que duermen juntos en la misma cama. Es así como el componente erótico de la saga de los Buendía está mediado por un vaho de muerte y zozobra. Personajes como el Coronel Aureliano Buendía, que nace con la incapacidad para amar, o Remedios, la bella, cuya presencia en los hombres produce efectos letales, son buenos ejemplos de eso.

Compartimos contigo ocho escenas de la célebre novela de Gabo en donde el sexo y los instantes de lujuria no condujeron al amor sino a la soledad y la muerte:

 

1. Retozando con el llanto de los deudos

 

Después del matrimonio entre José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán pasaron varios meses para que los esposos pudieran mantener relaciones sexuales por primera vez. Eso se debía a que eran primos y temían engendrar hijos con cola de cerdo. Sin embargo, aquella precaución terminó cuando Prudencio Aguilar, un gallero, se burló de José Arcadio Buendía por su abstinencia casi célibe con Úrsula. En consecuencia, José Arcadio Buendía asesinó a Aguilar y luego fue directo hacia su casa para acostarse con Úrsula, clavando la lanza homicida en la tierra como símbolo de virilidad sexual. Fue un matrimonio consumado a través de la muerte:

 

En la puerta de la gallera, donde se había concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un toro y con la misma dirección certera con que el primer Aureliano Buendía exterminó a los tigres de la región, le atravesó la garganta. Esa noche, mientras se velaba el cadáver en la gallera, José Arcadio Buendía entró en el dormitorio cuando su mujer se estaba poniendo el pantalón de castidad. Blandiendo la lanza frente a ella, le ordenó: «Quítate eso.» Úrsula no puso en duda la decisión de su marido. «Tú serás responsable de lo que pase», murmuró. José Arcadio Buendía clavó la lanza en el piso de tierra.

– Si has de parir iguanas, criaremos iguanas –dijo–. Pero no habrá más muertos en este pueblo por culpa tuya.

Era una buena noche de junio, fresca y con luna, y estuvieron despiertos y retozando en la cama hasta el amanecer, indiferentes al viento que pasaba por el dormitorio, cargado con el llanto de los parientes de Prudencio Aguilar.

 

2. Una mano en la oscuridad y la soledad espantosa

 

Durante la primera relación sexual entre José Arcadio Buendía Iguarán (primogénito de José Arcadio Buendía) y Pilar Ternera, priman sensaciones como el desamparo, el desconcierto, la soledad y la exasperación. Incluso hay espacio para sentimientos edípicos. Toda la escena está situada en un ambiente sórdido y oscuro:  

 

Permaneció inmóvil un largo rato, preguntándose asombrado cómo había hecho para llegar a ese abismo de desamparo, cuando una mano con todos los dedos extendidos, que tanteaba en las tinieblas, le tropezó la cara. No se sorprendió, porque sin saberlo lo había estado esperando. Entonces se confió a aquella mano, y en un terrible estado de agotamiento se dejó llevar hasta un lugar sin formas donde le quitaron la ropa y lo zarandearon como un costal de papas y lo voltearon al derecho y al revés, en una oscuridad insondable en la que le sobraban los brazos, donde ya no olía más a mujer, sino a amoníaco, y donde trataba de acordarse del rostro de ella y se encontraba con el rostro de Úrsula, confusamente consciente de que estaba haciendo algo que desde hacía mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer, pero que nunca se había imaginado que en realidad se pudiera hacer, sin saber cómo lo estaba haciendo porque no sabía dónde estaban los pies y dónde la cabeza, ni los pies de quién ni la cabeza de quién, y sintiendo que no podía resistir más el rumor glacial de sus riñones y el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en aquel silencio exasperado y aquella soledad espantosa.

 

3. Un sexo de lamentos lúgubres que huele a lodo

 

Angustiado ante la noticia de que ha embarazado a Pilar Ternera, José Arcadio Buendía Iguarán sale a caminar por los tumultos de la feria nocturna montada por los gitanos. García Márquez lo describe como alguien “ansioso de soledad” y con un “virulento rencor contra el mundo”. En la feria tropieza con una gitana y se acuesta con ella en una de las carpas. Aquel encuentro sexual provoca lamentos lúgubres y huele a lodo:   

 

Al primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de lodo. Pero soportó el impacto con una firmeza de carácter y una valentía admirables. José Arcadio se sintió entonces levantado en vilo hacia un estado de inspiración seráfica, donde su corazón se desbarató en un manantial de obscenidades tiernas que le entraban a la muchacha por los oídos y le salían por la boca traducidas a su idioma. Era jueves. La noche del sábado José Arcadio se amarró un trapo rojo en la cabeza y se fue con los gitanos.

 

4. La virgen inverosímil y su pulso de infortunio

 

Se trata de una escena de sexo inesperado. Arcadio, hijo de José Arcadio Buendía Iguarán, espera acostarse con Pilar Ternera (ignora que ella es su madre), ansioso de su olor de humo tal como lo estuvo su padre y su tío Aureliano Buendía. La noche en que espera a Pilar Ternera, tirado en una hamaca, llega una mujer distinta pagada por ella. Su nombre es Santa Sofía de la Piedad, una virgen que tiene en la palma de la mano la línea de la vida cortada por el “zarpazo de la muerte”:

 

Extendió la mano y encontró otra mano con dos sortijas en un mismo dedo, que estaba a punto de naufragar en la oscuridad. Sintió la nervadura de sus venas, el pulso de su infortunio, y sintió la palma húmeda con la línea de la vida tronchada en la base del pulgar por el zarpazo de la muerte. Entonces comprendió que no era esa la mujer que esperaba, porque no olía a humo sino a brillantina de florecitas, y tenía los senos inflados y ciegos con pezones de hombre, y el sexo pétreo y redondo como una nuez, y la ternura caótica de la inexperiencia exaltada. Era virgen y tenía el nombre inverosímil de Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta pesos, la mitad de sus ahorros de toda la vida, para que hiciera lo que estaba haciendo. Arcadio la había visto muchas veces, atendiendo la tiendecita de víveres de sus padres, y nunca se había fijado en ella, porque tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno. Pero desde aquel día se enroscó como un gato al calor de su axila.

 

5. En el pantano humeante de la hamaca

 

Cansada de tanto esperar su boda con Pietro Crespi, frustrada por los incontables aplazamientos de la fecha del matrimonio, Rebeca Buendía sucumbe ante la lujuria que le despierta su hermanastro, José Arcadio Buendía Iguarán. Ese acto la condenará a estar excluida de la familia y, posteriormente, a un profundo encierro solitario en su propia casa:

 

Una tarde, cuando todos dormían la siesta, no resistió más y fue a su dormitorio. Lo encontró en calzoncillos, despierto, tendido en la hamaca que había colgado de los horcones con cables de amarrar barcos. La impresionó tanto su enorme desnudez tarabiscoteada que sintió el impulso de retroceder. «Perdone», se excusó. «No sabía que estaba aquí.» Pero apagó la voz para no despertar a nadie. «Ven acá», dijo él. Rebeca obedeció. Se detuvo junto a la hamaca, sudando hielo, sintiendo que se le formaban nudos en las tripas, mientras José Arcadio le acariciaba los tobillos con la yema de los dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos, murmurando: «Ay, hermanita; ay, hermanita». Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos, y la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia en el placer inconcebible de aquel dolor insoportable, chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que absorbió como un papel secante la explosión de su sangre.

 

6. El sexo de la pena y el cansancio

 

Atormentado por no poder sacar de su mente el recuerdo de la pequeña Remedios Moscote, Aureliano Buendía llega borracho hasta la habitación de Pilar Ternera y acude a ella para desahogar su pena, incitado también por el mismo deseo sexual que sintió su hermano José Arcadio Buendía Iguarán. Allí el lector advierte que Pilar Ternera se entrega a Aureliano por cansancio:

 

Aureliano se afirmó en los pies y levantó la cabeza. Ignoraba cómo había llegado hasta allí, pero sabía cuál era el propósito, porque lo llevaba escondido desde la infancia en un estanco inviolable del corazón.

– Vengo a dormir con usted –dijo.

Tenía la ropa embadurnada de fango y de vómito. Pilar Ternera, que entonces vivía solamente con sus dos hijos menores, no le hizo ninguna pregunta. Lo llevó a la cama. Le limpió la cara con un estropajo húmedo, le quitó la ropa, y luego se desnudó por completo y bajó el mosquitero para que no la vieran sus hijos si despertaban. Se había cansado de esperar al hombre que se quedó, a los hombres que se fueron, a los incontables hombres que erraron el camino de su casa confundidos por la incertidumbre de las barajas. En la espera se le había agrietado la piel, se le habían vaciado los senos, se le había apagado el rescoldo del corazón. Buscó a Aureliano en la oscuridad, le puso la mano en el vientre y lo besó en el cuello con una ternura maternal. «Mi pobre niñito», murmuró.

 

7. La mujer marcada por la muerte

 

Remedios, la bella (hija de Arcadio Buendía y Santa Sofía de la Piedad) es uno de los personajes de Cien años de soledad que más están relacionados con la muerte. Con el paso del tiempo, los hombres de Macondo aprenden que su belleza sin límites posee facultades letales que hace que todo contacto físico con ella termine en tragedia:    

 

Un día, cuando empezaba a bañarse, un forastero levantó una teja del techo y se quedó sin aliento ante el tremendo espectáculo de su desnudez. Ella vio los ojos desolados a través de las tejas rotas y no tuvo una reacción de vergüenza, sino de alarma.

– Cuidado –exclamó–. Se va a caer.

– Nada más quiero verla –murmuró el forastero.

– Ah, bueno –dijo ella–. Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas.

El rostro del forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar sordamente contra sus impulsos primarios para no disipar el espejismo. Remedios, la bella, pensó que estaba sufriendo con el temor de que se rompieran las tejas, y se bañó más de prisa que de costumbre para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras se echaba agua de la alberca, le dijo que era un problema que el techo estuviera en ese estado, pues ella creía que la cama de hojas podridas por la lluvia era lo que llenaba el baño de alacranes. El forastero confundió aquella cháchara con una forma de disimular la complacencia, de modo que cuando ella empezó a jabonarse cedió a la tentación de dar un paso adelante.

– Déjeme jabonarla –murmuró.

– Le agradezco la buena intención –dijo ella–, pero me basto con mis dos manos.

– Aunque sea la espalda –suplicó el forastero.

– Sería una ociosidad –dijo ella–. Nunca se ha visto que la gente se jabone la espalda.

Después, mientras se secaba, el forastero le suplicó con los ojos llenos de lágrimas que se casara con él. Ella le contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple que perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, sólo por ver bañarse a una mujer. Al final, cuando se puso el balandrán, el hombre no pudo soportar la comprobación de que en efecto no se ponía nada debajo, como todo el mundo sospechaba, y se sintió marcado para siempre con el hierro ardiente de aquel secreto. Entonces quitó dos tejas más para descolgarse en el interior del baño.

– Está muy alto –lo previno ella, asustada–. ¡Se va a matar!

Las tejas podridas se despedazaron en un estrépito de desastre, y el hombre apenas alcanzó a lanzar un grito de terror, y se rompió el cráneo y murió sin agonía en el piso de cemento.

 

8. El sexo que envilece

 

Hacia el final de la novela Aureliano Babilonia, enardecido por la pasión hasta entonces frustrada que siente por su tía Amaranta Úrsula, decide acostarse con Nigromanta. Para ello le paga a la prostituta con los cincuenta centavos que le dio Amaranta Úrsula, en un intento por prostituir indirectamente a su tía:

 

Aureliano no sólo no pudo dormir un minuto, sino que pasó el día siguiente con calentura, sollozando de rabia. Se le hizo eterna la llegada de la primera noche en que esperó a Nigromanta a la sombra de los almendros, atravesado por las agujas de hielo de la incertidumbre, y apretando en el puño el peso con cincuenta centavos que le había pedido a Amaranta Úrsula, no tanto porque los necesitara, como para complicarla, envilecerla y prostituirla de algún modo con su aventura. Nigromanta lo llevó a su cuarto alumbrado con veladoras de superchería, a su cama de tijeras con el lienzo percudido de malos amores, y su cuerpo de perra brava, empedernida, desalmada, que se preparó para despacharía como si fuera un niño asustado, y se encontró de pronto con un hombre cuyo poder tremendo exigió a sus entrañas un movimiento de reacomodación sísmica.

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