Redacción Centro Gabo
Mar, 10/11/2022 - 16:47
“Macondo está de fiesta. Por la agónica línea férrea, único punto de contacto entre la magia y la geografía, llegó la noticia: el mundo se inclina en reverencia para anunciar que, de ahora en adelante, el pueblo de las lluvias decenales y el sol anaranjado y redondo es propiedad de la cultura universal. El cuarto Premio Nobel de Literatura atesorado por un latinoamericano viene a ser el reconocimiento a una narrativa pujante y poderosa, inspirada en el territorio y el hombre, encadenando el uno al otro en un tiempo limítrofe entre la esclavitud y la redención. Letras de espacios abiertos, de montañas prodigiosas, de pobreza y magia, de esperanza y libertad. Dicen que cuando el coronel Aureliano Buendía lo supo, le tiritó la barbilla y dijo en voz muy baja: Llegó el momento de otra revolución… y esta voy a ganarla”.
Así difundió la revista chilena Análisis -uno de los pocos medios independientes que enfrentaban en esos días la feroz censura y represión de la dictadura encabezada por el general Augusto Pinochet- el anuncio que se expandió desde Suecia el jueves 21 de octubre de 1982: el escritor colombiano Gabriel García Márquez era el nuevo Premio Nobel de Literatura.
Era la única noticia que se podía celebrar de todas las informaciones que contenía esa edición. Porque el resto daba cuenta de un país sumergido en una noche oscura. Al terror impuesto por los servicios secretos de la dictadura se agregaban ahora los efectos devastadores de una gravísima crisis económica.
1982 y 1983 fueron los peores años de recesión en Chile desde la década de los años 30. La cesantía superaba el 30%. Pero ese índice no incluía a los miles de trabajadores del Plan de Empleo Mínimo (PEM), creado por la dictadura para demoler la dignidad de los trabajadores. Los otrora orgullosos obreros ahora sólo transportaban piedras, basura y escombros de un lugar a otro en jornadas de 40 horas a la semana y con un salario de US$25 dólares al mes.
La vieja y sólida estructura del “macho proveedor” -que en los sectores populares también imponía normas a respetar en el hogar- se desplomaba: ese dinero solo alcanzaba para comprar 1 kilo de pan al día. Las ollas comunes se multiplicaban al mismo ritmo que la represión en los suburbios.
Pinochet había prometido metas y no plazos al firmar su nueva Constitución en 1980, impuesta en un plebiscito fraudulento, sin padrón electoral, con el control total de los medios de comunicación. Con los servicios de seguridad desplegándose por todo el país para mantener el terror, reafirmó su decisión de “Yo o el caos”. Pero algo inédito había ocurrido poco antes de ese plebiscito. Y se cristalizó la tarde del miércoles 27 de agosto de 1980, cuando el entorno del Teatro Caupolicán, ubicado en una céntrica calle de Santiago, se transformó en un territorio en guerra. Policías fuertemente armados ocuparon todas las calles aledañas intentando impedir que miles de chilenos se congregaran para decirle NO a la Constitución de la dictadura.
Miles de hombres y mujeres vencieron el miedo y colmaron desde temprano las graderías. En las afueras otros cientos, hombro con hombro, rodeados de amenazantes policías, reforzaban esa decisión. Por primera vez, trabajadores, pobladores, estudiantes y profesionales de izquierda (socialistas y comunistas, principalmente), coincidían con sus pares democratacristianos. Desde que la Democracia Cristiana se convirtiera en férreo opositor de la Unidad Popular y apoyara el Golpe de Estado de septiembre de 1973, una fosa los separaba. Pero habían transcurrido siete años y la Democracia Cristiana había dado un giro. Al punto de que el general Pinochet ordenó asesinar en Italia a uno de sus principales dirigentes, Bernardo Leighton (sufrió un atentado junto a su esposa y sobrevivieron con graves secuelas).
Antes del que el mitin se iniciara se respiraba la tensión. Nadie sabía qué podía pasar en esa manifestación y si habría arremetida policial. De improviso, el grito “¡Allende, Allende, el pueblo está contigo!” retumbó en el Teatro Caupolicán. “Allende” hizo eco hasta competir –con sesgo bélico- con el grito “¡Frei sí otro No!”, que un grupo compacto de democratacristianos hizo salir potente de sus gargantas. La tensión amenazadora escaló varios escaños en las graderías. Hasta que una voz ronca y potente irrumpió:
– ¡La esperanza de Chile no tiene el nombre de una persona! ¡Tiene el nombre del pueblo de Chile! –lanzó Eduardo Frei Montalva, presidente de Chile entre 1964 y 1970, quien le entregó la banda presidencial a Salvador Allende en 1970 y líder máximo de la Democracia Cristiana.
Frei Montalva fue esa noche el único orador del primer acto masivo de oposición a la dictadura (aunque el primero fue el entierro de Pablo Neruda en Santiago, el 23 de septiembre de 1973, doce días después del Golpe de Estado). Terminó emplazando a Pinochet a un debate directo sobre la nueva Constitución. Y precisó: “Estoy dispuesto a apoyar, sin condiciones y sin ninguna pretensión personal la forma de transición que he señalado o cualquier otra que reúna los requisitos indispensables para la causa de la democracia, que es la causa de Chile”. Una ovación cerró sus palabras. Frei se convirtió esa noche en un líder más allá de las fronteras de la Democracia Cristiana. Miles de hombres y mujeres caminaron por calle San Diego con renovados bríos, casi indemnes al frío de la noche y al rostro duro de la represión.
La Constitución se impuso en Chile y la muerte siguió golpeando fuerte. Pero el ruido subterráneo que corría por las calles del país siguió su curso en un cauce subterráneo que fue engrosando día a día.
Un año después, en julio de 1981, la Coordinadora Nacional Sindical, organización que reunió a sindicatos de la construcción, textil, campesinos, mineros y también pobladores, entre otros, desafió al régimen dictatorial y lanzó su “Pliego Nacional”. Su presidente, el dirigente textil democratacristiano Manuel Bustos y otros miembros de la directiva fueron detenidos y llevados con grilletes a los tribunales. Al día siguiente, Eduardo Frei acudió a una secreta reunión en la Vicaría de la Pastoral Obrera. Su principal interlocutor sería otro líder sindical, Tucapel Jiménez, presidente del poderoso gremio de los empleados fiscales (ANEF) y hasta poco antes partidario de la dictadura. En el secreto telón de fondo, se inició la organización del primer paro nacional contra Pinochet y su régimen. Era la primera vez que Frei Montalva participaba de una reunión de esas características: se planificaba una osada acción política junto a socialistas y comunistas.
Lo que ninguno de los presentes sospechó fue que cada palabra que en esa reunión se dijo fue grabada por un agente infiltrado de la policía secreta de Pinochet. Lo que allí se decidió desató una cacería feroz de los servicios secretos de inteligencia.
La respuesta de Pinochet no tardó. El 11 de agosto de 1981 fueron condenados al destierro cuatro de los firmantes del recién formado comité de defensa de los sindicalistas presos. Eduardo Frei, influyente líder de la Internacional Democratacristiana de la época, e integrante de la Comisión Norte-Sur, encabezada por uno de los políticos socialdemócrata más importantes de esos días, el alemán Willy Brandt, se había convertido en blanco a eliminar para Pinochet.
En esos mismos días ocurrió un hecho que durante muchos años se mantuvo en el más absoluto secreto. Un coronel del Instituto Bacteriológico recibió un llamado telefónico que lo hizo interrumpir su rutina diaria. Le pedían que retirara de la Cancillería (que funcionaba en La Moneda) una caja muy delicada. En la caja venía un tubo con un contenido letal: la bacteria “clostridium botulinum”. Se iniciaba una nueva fase del terrorismo de Estado.
El 7 de diciembre de 1981, al interior de la Galería N°2 de la Cárcel Publica de Santiago, un hecho escabroso provocó inquietud. La información fue escueta: como resultado de una extraña intoxicación, siete presos están gravemente enfermos. Cinco de ellos eran presos políticos, militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Y se dijo que, como cada día, los cinco presos políticos recibieron la comida, enviada por sus familias, la que compartieron con dos delincuentes comunes. Algo no calzaba. El mismo alimento había sido ingerido por la familia de uno de los presos, que llevó hasta la cárcel su cargamento, y nada anormal ocurrió. Pero no hubo investigación. La noticia se asfixió. Además, dijeron, finalmente solo fallecieron los delincuentes comunes. Treinta y seis años más tarde fueron condenados los militares que los envenenaron, confirmando lo que ya la investigación periodística adelantó: el uso de armas químicas para eliminar opositores.
Pinochet y sus equipos de inteligencia continuaron sin obstáculos con sus planes. La mayoría de los chilenos seguía con cierta adicción en esos días la búsqueda del asesino de Marcia, la protagonista de una de las más populares telenovelas que registra la televisión chilena: “La Madrastra”. La emitía el canal estatal cuyo director era precisamente un general de ejército cercano a Pinochet.
Es verano en Chile. Han transcurrido solo unos días desde el envenenamiento de los presos en la Cárcel Pública de Santiago. El 22 de enero de 1982, dos hombres esperan impacientes en el estacionamiento de la Clínica Santa María, ubicada en un sector residencial de Santiago. Poco antes de las seis de la tarde, una ambulancia aparece. Tres hombres con delantales blancos descienden. Transportan una escalera de tijera y algunos bultos. No hay apretones de manos ni saludos. Sin perder un minuto, los hombres de blanco son conducidos hasta el ascensor. Descienden en el segundo piso. La pequeña comitiva va hasta el único acceso de la Unidad de Cuidados Intensivos de la Clínica y traspasan la puerta sin que nadie los detenga. Con la misma premura y sigilo se introducen a la habitación donde yace ya fallecido, Eduardo Frei Montalva. Nadie presta atención a que, a diferencia del resto del personal médico, ellos no llevan distintivo alguno que indique a qué institución pertenecen y tampoco su nombre. Su familia nunca supo lo que en esos minutos de intenso dolor le extraían al cuerpo del expresidente de Chile.
Cuando la familia de Eduardo Frei Montalva recibe su cuerpo, su rostro no tiene huellas de ninguna intervención. Lo único que el equipo del doctor Rosenberg dejó intacto fue el cerebro. Todos ignoran que el corazón de Frei, así como su hígado y otros órganos, ya está en tubos con formalina en dependencias del Hospital Clínico de la Universidad Católica. Y allí permanecerían oculto por dos décadas. El mismo tiempo que su asesinato fue ocultado.
Sus funerales congregaron a una multitud. Casi un mes después fue degollado el dirigente sindical Tucapel Jiménez. Se dijo que había sido un crimen cometido por delincuentes que le robaron sus pertenencias. Al día siguiente, en Valparaíso, se encontraba su cédula de identidad. Después, en ese mismo puerto, dijeron haber encontrado el cuerpo sin vida del carpintero Juan Alegría Mundaca. A su lado una carta en la que confesaba ser el autor del asesinato de Jiménez y estar arrepentido.
Nada de todo aquello era verdad. Tucapel Jiménez y el carpintero Alegría fueron asesinados por un destacamento (BIE) de la Dirección de Inteligencia del Ejército, la guardia pretoriana del general Augusto Pinochet. Fue así como abortaron la preparación del primer paro nacional contra la dictadura. Uno de sus asesinos me relataría años más tarde que el carpintero Alegría fue elegido por su extraordinaria soledad.
Soledad era la que sentían muchos chilenos en esos calurosos días del verano de 1982. La misma que García Márquez invocaría meses más tarde ante el mundo entero en Suecia.
Cuando en octubre de 1982 los latinoamericanos celebraban con emoción al nuevo Premio Nobel de Literatura, el sello de la muerte seguía incrustado en las calles de Chile.
– ¿Esperanza de volver a ver a Juan Maino con vida?... Pensar que mi hijo pudiera estar después de seis años en manos de esos seres enfermos me parece monstruoso. No, francamente quiero destruir esa esperanza, aplastarla cuando a veces revive. No, mi deseo es que Juan no esté con vida porque ello significa que sus sufrimientos terminaron…
La académica Filma Canales no sabía en 1982 que durante más de 20 años debería seguir exigiendo respuesta por la desaparición de su hijo en 1976. Hasta que un juez probo, Jorge Zepeda, investigó con rigor y descubrió en 2007 que su hijo sí fue secuestrado por la policía secreta (tal como ella lo dijo avalada en testimonios de sobrevivientes y pruebas), que el brillante joven Juan Maino sí fue torturado salvajemente y que su vehículo –robado por los mismos victimarios- fue a parar a Colonia Dignidad, un enclave controlado por un pedófilo nazi alemán, Paul Schäffer, que traficó armas, abusó de niños y colaboró con los servicios secretos para exterminar a opositores.
Filma había perdido la paciencia. La mentira llegaba a un límite intolerable. Habían detenido al economista Carlos Montes y los agentes de la policía secreta le mostraron documentos que pertenecían a su hijo Juan Maino, los que portaba al momento de ser secuestrado. Aun así, la dictadura seguía diciendo “Juan Maino nunca fue detenido”.
La muerte no quiso sacar su impronta de Chile en ese verano de 1982.
En ese clima de terror se ejecutaron cambios al modelo económico y social que hasta hoy perduran. Se privatizó la seguridad social al crear las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP); se traspasaron las escuelas fiscales a las municipalidades, lo que finalmente terminó con una educación pública de excelencia. Y se dictó una ley que dio plena libertad para crear institutos profesionales y universidades privadas, consolidando una educación para pobres y una para ricos.
La crisis económica se agudizó. Para los empresarios la solución era simple. Domingo Arteaga, presidente del principal gremio patronal, la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC), propuso un pacto social: que los trabajadores se rebajen el 5% de sus remuneraciones.
La vida para la mayoría de los trabajadores alcanzó ribetes dramáticos. Las jornadas laborales se extendían por más de 12 horas y sin posibilidad de reclamo por la cesantía que crecía como espuma. Y en el carbón se legaba al límite de la subsistencia. La “jornada de lámpara a lámpara” era sólo un papel inútil que ningún capataz cumplía. Los despojaron de los guantes y botas que les entregaban para que descendieran más protegidos a la mina. Ahora debían comprárselos. Y también les arrebataron el vaso de leche que cada día les daban antes de bajar al socavón, para combatir la silicosis.
La rebeldía comenzó a explotar en las poblaciones. Al amanecer del 6 de marzo de 1982, cerca de 400 familias sin vivienda se tomaron un sitio eriazo en Santa Rosa (Santiago Sur). En solo minutos instalaron más de cien carpas y banderas chilenas. La policía bien armada llegó de inmediato. El himno nacional emergió potente y con ira desde las gargantas de los pobladores. Todos los hombres fueron detenidos a golpes. Las mujeres resistieron, con sus chiquillos en brazos o entre sus faldas.
La policía embistió con fuerza para desalojarlas. Una mujer con un notorio embarazo bajo sus ropas se paró y habló duro. El capitán, a la distancia, gritó:
–¡Esa guatona tiene la panza llena de panfletos!
Antes de que los policías lograran apresarla, la mujer se levantó su falda y mostrándoles el vientre le gritó: “¡No, huevón, todo lo que tengo es mío!”. La refriega duró horas. Cuando el bus repleto de mujeres golpeadas y detenidas partió, allí en el suelo quedó una joven embarazada de cuatro meses con su hijo escurriéndosele por entre las piernas y una poza roja. Ese niño es otro de los muchos que no tienen tumba.
En abril de 1982, el impacto vino desde Argentina. En una sorpresiva operación, el ejército argentino -que asolaba ese país con un poder dictatorial que dejaría más de 30 mil víctimas- recuperaba las Islas Malvinas, territorio que les arrebató Inglaterra el siglo anterior. El anuncio de que Inglaterra le declaró la guerra a nuestros vecinos nos sobrecogió. El 3 de abril todos los espacios informativos hablaban de guerra. En el bunker de Pinochet, ese conflicto pasó a ocupar el primer lugar de la agenda.
Pinochet declaró su neutralidad. Pero nadie le creyó. No sólo porque era férreo admirador de Margaret Thatcher. También estaba latente la cuasi guerra entre Argentina y Chile en 1978 por conflictos limítrofes, y la enemistad entre los militares de ambos países por asuntos del poder que en esos años se disputaban con estilos diferentes, pero ambos letales. El diario argentino Clarín informó: “Hay especulaciones de que Chile ha ofrecido a Gran Bretaña el uso de la pista de aterrizaje de Punta Arenas y su planta de reparaciones a 200 millas de la base austral de Argentina en Río Gallegos”.
Y resultó cierto. Tan real como que, en recompensa por la ayuda prestada por Pinochet a Inglaterra, la Thatcher le hizo múltiples regalos. Uno de ellos fue recibir, cuando ya había recuperado Las Malvinas, a un grupo de militares de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE), encabezado por el coronel Maximiliano Ferrer Lima. Los estrenaron y a su regreso, reformularía el nuevo Servicio Secreto del dictador. Fue el premio que le otorgó Pinochet a Ferrer Lima, el hombre que dirigió el seguimiento de Frei Montalva, el asesinato de Tucapel Jiménez yque más tarde organizaría otras operaciones tan letales como esa para garantizarle a su jefe el control férreo del país.
Llegó junio de 1982. La vida continuó y las calles de Chile, a pesar de la grave crisis económica, el frío y el terror, mostraron la excitación que llegó desde España. El fútbol hace vibrar a Chile y ese fervor cruza los barrios de mar a cordillera y desde el desierto a la Antártica: el 13 de junio se inauguró en Barcelona el Mundial de fútbol. Solo un año antes, en febrero de 1981, el ruido de sables no solo había estremecido a España. Franco había muerto en 1975, hacía solo siete años, y ahora, lo que parecía increíble para los chilenos que crecimos entonando los cánticos republicanos de la Guerra Civil de España: el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) se anunciaba como ganador de las elecciones de octubre.
Fue un vértigo de información e imágenes en pocas horas. El 14 de junio las tropas argentinas se rindieron, lo que puso fin a la guerra de las Malvinas. Muchos sabían que con las Fuerzas Armadas del vecino país derrotadas, se abría un intersticio por donde se abriría paso el ardor de la libertad.
El 7 de agosto, las imágenes desde Colombia mostraron a Belisario Betancur asumiendo la presidencia de su país. Pero la violencia tampoco daba tregua en la patria de García Márquez, como bien lo sabía el escritor y periodista. Un mes y días más tarde (17 de septiembre), cinco catequistas de las Comunidades Cristianas Campesinas eran asesinados por un comando de unidades de paramilitares.
En la madrugada del jueves 21 de octubre del año 1982, Gabriel García Márquez recibió la noticia de su Premio Nobel de Literatura. Estaba en México. El 26 de marzo de ese año había tenido que salir de Colombia. El ejército colombiano quería detenerlo. Lo acusaban de tener vínculos con el movimiento guerrillero M-19. No menos importante era su rol relevante durante cinco años en la revista Alternativa. Como lo acaba de relatar ahora crudamente la Comisión de la Verdad de Colombia, el buen periodismo de ese país, el que denunció desde muy temprano los abusos, los asesinatos, los “falsos positivos”, el despojo de tierras y la impunidad, pagó caro su convicción democrática.
Siete días más tarde del anuncio público del Nobel, el 28 octubre de 1982, el PSOE obtuvo un triunfo histórico: ganó las elecciones generales de España obteniendo 202 escaños de los 350 de la Cámara Baja (con aproximadamente el 48% de los sufragios). El 2 de diciembre, su secretario general, Felipe González, era elegido presidente del Gobierno por el voto de investidura parlamentario. Después de 36 años de dictadura franquista (desde 1939), y a siete años de la muerte de Francisco Franco, España tenía su primer jefe de gobierno socialista.
En Chile, muchos chilenos festejaron en casas lo ocurrido en España. Ocho días después el rostro e identidad de América Latina resonó fuerte en la voz de García Márquez al recibir el Premio Nobel en Suecia.
Fue un hito. Hubo crónicas sobre su vida de periodista y escritor y entrevistas. Y hubo una que quedó haciendo un eco particular en esos días que miles de chilenos, argentinos, soñaban con que la libertad y el derecho a la vida se abrieran paso en sus países, y al fin les permitieran regresar a su país. Tras enterarse García Márquez que es el nuevo Premio Nóbel, afirmó: “Si yo volviera a nacer haría todo exactamente igual, salvo una cosa: no me iría de Colombia tanto tiempo. Siempre he pensado que, si me hubiera quedado de juez municipal en Aracataca, no hubiera hecho nada de nada, pero sería completamente feliz”.
Un año y medio más tarde, yo llevaba dos días al interior de la cárcel de hombres de San Miguel de Santiago, cuando un rollito de papel delgadísimo, casi transparente, llegó a mis manos.
Una entrevista al general de la Fuerza Aérea Gustavo Leigh, ex miembro de la Junta Militar de Chile que dio el Golpe de Estado en septiembre de 1973, me llevó hasta allí. Había publicado en enero de 1984 un reportaje revelando lo que se había gastado en la mansión-bunker de Lo Curro, la casa “de los Presidentes”, la que Pinochet y su familia habitarían desde ese mismo mes. No pudo hacerlo. El escándalo por los millonarios recursos del Estado involucrados -incluía una carísima y antigua lámpara de lágrimas, escaleras de mármol y finos tapices- lo impidieron. La mansión de Lo Curro quedó desde entonces convertida, primero, en un mausoleo de la corrupción y luego en un Club Militar.
Poco después vino el reportaje sobre los negocios con el Estado del yerno de Pinochet, Julio Ponce Lerou, quien se hizo entonces de la propiedad de Soquimich y hoy es uno de los hombres más ricos de Chile; y después otro revelando cómo y con qué dineros Pinochet se hizo construir una casa de descanso en la precordillera, El Melocotón. La veta de la corrupción quedaba expuesta echando por tierra la pretendida reserva moral del dictador. Todos esos reportajes los publiqué en la revista Cauce, para la que trabajaba.
En forma inédita, la justicia admitió una querella contra Augusto Pinochet por fraude al Fisco. El dictador acusó el montaje de “una campaña difamatoria contra mi persona y mi familia” y recibió una enorme procesión de besamanos en el palacio presidencial.
Pero el general Gustavo Leigh, uno de los dueños del Golpe de 1973, el hombre que ordenó el bombardeo al palacio presidencial y quien fuera expulsado por Pinochet de la Junta Militar en 1978, decidió hablar y me dio una entrevista. Cuando fui a su encuentro en esa fría tarde de junio de 1984, repasé las imágenes de ese 11 de septiembre de 1973 que nos partió la vida en dos. Y volví a ver en la televisión pública a Gustavo Leigh, comandante en jefe de la FACH y miembro de la Junta Militar de Gobierno, proclamando con voz y rostro fiero: “¡Hay que erradicar el cáncer marxista de raíz y hasta las últimas consecuencias!”.
La entrevista se hizo en una pequeña oficina de corretaje de propiedades, su nueva actividad laboral. Apreté el estómago, respiré, pregunté y escuché. Eran tiempos de férrea censura. Y Leigh no escatimó epítetos contra Pinochet. Lo acusó de “ambición ilimitada” y de corromper el poder y la justicia deslegitimando los motivos del Golpe de Estado de 1973; y de “eliminar sistemáticamente” a personas a quienes “considera peligrosas”. Y remató: “sólo se mantiene en el poder por la fuerza”.
Al final, el general Leigh me miró fijo y dijo: “¡nada de esto podrá publicar!”. Era un desafío. Le repliqué que sí se publicaría. Fue entonces que lanzó: “En los libros que ha escrito el general Pinochet asegura que él preparó concienzudamente los planes del Golpe con el pretexto de actuar frente a un supuesto plan subversivo, en el caso de los que los “cordones industriales” llegaran a Santiago. Los únicos que pueden desmentirlo –¡porque no es efectivo! - son los generales Sergio Arellano y otros, que han guardado absoluto secreto. Algún día Arellano y el director de la Academia de Guerra del ejército contarán la verdad. Ahora yo sí puedo relatar esa historia tal como sucedió. Y lo que yo sí sé es que, cuando el domingo 9 de septiembre de 1973 fui a hablar con Pinochet, para conminarlo a apoyar la acción militar que ya habíamos decidido con la Armada, él no sabía nada de nada”.
Cuando me fui esa tarde de su oficina ya estaba oscuro. Apreté muy fuerte contra mí mi bolso con la grabadora para ir caminando en busca del autobús que me llevaría a casa. Llevaba conmigo parte de la historia inédita de los preparativos últimos del Golpe de Estado de 1973. Gustavo Leigh rompía así con el mayor mito fabricado por Pinochet después del 11 de septiembre de 1973: que él era el autor de la conspiración militar.
La entrevista fue publicada en junio de 1984. Pero solo la parte relativa a la corrupción del general Pinochet con sus casas de Lo Curro y El Melocotón. La otra historia, la del Golpe, demandaría más trabajo. La respuesta del régimen no tardó: el Ministerio del Interior se querelló contra mí por atentar contra la Seguridad del Estado -y no contra Gustavo Leigh- por reproducir sus dichos. Y una ministra de la Corte de Apelaciones de Santiago (Marta Ossa) me mandó a la cárcel de hombres de San Miguel.
El corto tiempo que allí estuve fui cobijada por un grupo de mujeres del MIR extraordinarias. Todas ellas llevaban ya un tiempo en esa cárcel como prisioneras políticas en condiciones extremadamente duras. De ellas aprendí la dignidad para pararse ante los represores y victimarios, y la humanidad para con los más débiles. También compartí sus cantos, su extremo pudor para no hablar de lo que habían vivido y su esperanza. Jamás las olvidaré.
Y fue en esas condiciones que me encontré con ese papel casi transparente. Lo desenrollé y leí:
“Hace 11 años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central: Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años”.
“De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América Latina, tendría una población más numerosa que Noruega”.
“Hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad”.
“Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte”.
Es el discurso que ese diciembre de 1982 lanzó al mundo Gabriel García Márquez. Contiene una proclama que se convertiría en una luz para hacer periodismo en medio de la oscuridad: “Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.
©Fundación Gabo 2024 - Todos los derechos reservados.