Rafael Escalona pone el son, García Márquez la prosa

Orlando Oliveros Acosta

Mié, 05/26/2021 - 21:06

Oír la música de Rafael Escalona es una forma de estar triste. Una tristeza distinguida, quiero decir. Sobre todo para aquellos que se encuentran lejos del Caribe. Gabriel García Márquez lo sabía. Por eso, en los momentos en que la nostalgia comenzaba a revolverle las tripas, tenía la costumbre de tararear un vallenato del compositor colombiano. Así controlaba los atropellos del corazón y reemplazaba con versos ajenos su propio llanto.

Esto lo hizo, por ejemplo, el 21 de septiembre de 1955 en Viena. Había desembarcado en Südbahnhof, luego de un largo viaje desde Trieste. En la estación de trenes no encontró a nadie que hablara español. Los taxistas aparcados afuera tampoco entendían las machucadas frases en italiano e inglés con las que intentaba explicar que precisaba un cuarto de hotel. Cansado de hacer morisquetas ante los choferes obtusos, García Márquez se resignó. “Metí las manos en los bolsillos e hice exactamente lo mismo que si me hubiera puesto a llorar: empecé a silbar un merengue vallenato. ¡Un merengue vallenato en la estación de Viena, a la una de la madrugada y con un aguacero de perros!”, escribió en una crónica sobre su visita a la capital austríaca. Ese episodio en especial fue subtitulado “Un telegrama a Escalona”.

Tres días más tarde, en un parque de atracciones donde se filmaron algunas escenas de El tercer hombre, García Márquez ingresó a un salón de baile. Pagó los 50 céntimos de la entrada y escuchó atento la música interpretada por la orquesta. Para su sorpresa, los músicos tocaron “La molinera”, de Rafael Escalona, y fue como si hubieran respondido a su telegrama silbado:

 

Ay mi vida

qué desesperado vivo

yo tengo el cuerpo en el Valle

pero el alma en El molino

Y debes de darte cuenta

que si por tu culpa muero

en todita la Provincia

se dirá cuando yo muera

que al pobrecito Escalona

lo mató una molinera

 

Justo era una canción en donde el compositor dice tener el cuerpo en un lugar y el alma en otra parte. Una letra perfecta para alguien que estaba a 9167 kilómetros de su pueblo natal (Aracataca) y a quien no le habría costado mucho pensar en eso que los colombianos del norte llaman Provincia o en el peligroso molino del tiempo.

Estas coincidencias y tristezas dignificadas por las composiciones de Escalona fueron habituales en aquellos años peregrinos. La tarde del 24 de diciembre de 1955, en París, Plinio Apuleyo Mendoza vio a García Márquez en un bar del Barrio Latino y lo invitó a pasar la Nochebuena donde Hernán Vieco, un arquitecto antioqueño que vivía en un apartamentico de la rue Guénégaud con vistas al río Sena. El escritor estaba flaco y fumaba sin descanso un cigarrillo tras otro. En la fiesta de Vieco, luego de despachar una porción de cerdo asado bañado en vino tinto de Burdeos, agarró una guitarra y cantó los vallenatos de Rafael Escalona. Quizás para no llorar.

— Soy uno de los seres más solitarios que conozco, y de los más tristes, aunque resulte increíble —le dirá al periodista Juan Luis Cebrián en 1989—.  Fundamentalmente solitario y triste. Pero no yo solo, la gente del Caribe es muy así, aunque tienen fama de todo lo contrario, de gregarios, de pachangueros, de parranderos, de fiesteros, pero tú los ves en plena fiesta y están con unos ojos de melancolía.

Tachia Quintana, la mujer con la que mantuvo un accidentado romance en esa época parisina, también lo recordaba cantando. “Aunque nos peleábamos mucho, pasamos buenos momentos”, le dijo a Gerald Martin, el biógrafo del escritor. “Gabriel cantaba mucho, especialmente vallenatos de Escalona, como ‘La casa en el aire’”.

Casi dos años después, en el verano de 1957, la música de Rafael Escalona volvería a sorprender a García Márquez. Esta vez en un pueblo fronterizo de la República Checa. Iba a bordo de un tren custodiado por militares soviéticos. Cuando llegó a la estación, sonaba “Miguel Canales” en los altoparlantes.

 

Cuando viene de la Paz algún amigo

le pregunto si ha visto a Miguel Canales

Dicen que en la montaña está perdido

que tiene mucho tiempo que no sale

De su vida, de su vida, no se sabe

porque Migue en la montaña está perdido

Dicen que tiene barba como un padre

dicen que tiene el pelo como un indio

¡Ay! qué le estará pasando al pobre Migue

que tiene mucho tiempo que no sale

Apuesto a que si sabe que Yo vine

de la montaña sale el pobre Migue

decíle que lo espero aquí en La Paz

que si no viene aquí yo voy allá

 

Era una interpretación que no conocía y la escuchó a través de la ventanilla con toda la significativa carga de su añoranza. “Traté de bajar para ver el disco pero el vagón estaba cerrado con llave”, contó en la crónica de ese viaje. “Una mujer ferroviaria me indicó por señas que no podía descender mientras no estuvieran revisados los pasaportes”.

Nuevamente, la letra de la canción daba en el blanco. Porque si cambiaba su nombre por el de Miguel, el hombre perdido en la montaña le resultaría parecido. A él también lo esperaban en La Paz. Y la música de Escalona, cuando no estaba siendo escuchada allá, lo perseguía al otro lado del Atlántico. Lo iba a buscar.

 

Las parrandas con Rafael

 

Escalona y García Márquez se conocieron en Barranquilla en 1950, luego de que un amigo en común, Manuel Zapata Olivella, le leyera al compositor un artículo de El Heraldo en el que elogiaban sus canciones. Había sido escrito por García Márquez y se titulaba “Abelito Villa, Escalona & Cía”. El último párrafo remataba así: “Escalona es hoy el intelectual del vallenato, y sus colegas de alpargatas y sombrerón alón —como el «compáe» Chipuco— están satisfechos de que así sea”.

Seducido por aquel halago, Rafael Escalona telefoneó a la sede del periódico y concertó una cita con Gabo. Se reunieron en el Café Roma, el jueves 23 de marzo. García Márquez rompió el hielo cantando, de improviso, “El hambre del liceo”:

 

Con esta noticia le fueron a mi mamá

Que yo de lo flaco ya me parecía un fideo

Y es el hambre del liceo

que no me deja engordá

Qué tiene Escalona

Qué tiene ese muchacho

dicen las personas cuando lo ven tan flaco,

pero es que no saben el hambre que se pasa

cuando el vallenato se sale de su casa

 

Al día siguiente, Gabo publicó una columna sobre ese encuentro. “La música de Escalona está elaborada en la misma materia de los recuerdos, en substancia de hombre estremecido por el diario acontecer de la naturaleza”, afirmó entonces. Y continuó deshaciéndose en elogios: “Escalona es el intelectual de nuestros aires populares, el que se impuso un proceso de maduración hasta alcanzar ese estado de gracia en que su música respira ya el aire de la pura poesía. Casi puede decirse que sólo abre la boca para decir la letra y la melodía de sus propias canciones, como si no tuviera el mundo, para él, un idioma más adecuado y explosivo que el de su música”.

A partir de ese momento se tejió la urdimbre de una gran amistad. Escalona lo invitó a la casa de sus padres en Valledupar y García Márquez prometió que iría. Cuando cumplió su promesa, empezaron las parrandas. Entre 1951 y 1953, el Caribe colombiano se volvió para ellos un collar de fiestas.

— Era una época en que andaba por la Provincia vendiendo libros de medicina y enciclopedias —le dijo el escritor a la revista Coralibe en abril de 1981—. Tenía dos maneras de vivir: la una era vendiendo libros y la otra era esperando a que el maestro Escalona me diera de comer.

Durante este período de juergas perpetuas, García Márquez presenció el origen de algunos cantos emblemáticos. “La Vieja Sara”, relata en Vivir para contarla, fue compuesta a medias en una parranda. Con la letra inconclusa, Escalona partió para Valledupar. En el camino le silbó la melodía y algunos versos a un acordeonero que estaba por ahí. Antes de llegar a su casa sufrió un accidente y tuvo que recluirse durante unos días. Cuando se levantó, aquel acordeonero con el que había compartido “La Vieja Sara” había regado la canción por toda la Provincia. Y aunque Escalona agregó más versos y cambió otros para obtener una versión definitiva, la canción que acabó imponiéndose fue la que había quedado sin terminar.

Otras veces era Escalona el que atestiguaba el nacimiento de un personaje de García Márquez. En una cantina de Manaure, los dos amigos estaban bebiendo cerveza cuando un hombre armado se acercó a preguntar por el coronel Nicolás Márquez. “Soy su nieto” le dijo Gabo. “Entonces su abuelo mató a mi abuelo”, contestó el hombre. Era, supuestamente, el nieto de Medardo Pacheco, asesinado en 1908 en Barrancas por un balazo de Nicolás Márquez. Sin embargo, tras una parranda de tres días con Gabo, reveló que todo había sido una broma en complicidad con Escalona y que su verdadero nombre era José Prudencio Aguilar. En Cien años soledad, así (sin el José) se llama el rival que José Arcadio Buendía mata con una lanza en la gallera del pueblo.

 

Retratos compartidos

 

En la “Elegía a Jaime Molina”, Escalona lamenta la muerte de un pintor amigo e inmortaliza su cariño por el difunto en un son de obligada composición:

 

Recuerdo que Jaime Molina

cuando estaba borracho

ponía esta condición:

que si yo moría primero

él me hacía un retrato

o si él se moría primero

le sacaba un son

Ahora prefiero de esa condición

que él me hiciera el retrato

y no sacarle el son

 

García Márquez lo consideraba su favorito. No obstante, su amistad con el compositor prescindía de esta clase de pactos artísticos. Por eso incluyó a Rafael Escalona en sus obras de ficción. Lo mencionó por primera vez en El coronel no tiene quien le escriba, cuando el anciano coronel de la Guerra de los Mil Días sale de su casa con un reloj de madera entre las manos:

 

— Es como andar cargando el santo sepulcro —protestó—. Si me ven por la calle con semejante escaparate me sacan en una canción de Rafael Escalona.

 

Luego en Cien años de soledad, antes de que Macondo sea borrado de la faz de la tierra por un viento bíblico. Allí lo designa sucesor de Francisco El Hombre:

 

En el último salón abierto del desmantelado barrio de tolerancia un conjunto de acordeones tocaba los cantos de Rafael Escalona, el sobrino del obispo, heredero de los secretos de Francisco el Hombre.

 

Y, por último, en “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada”, donde se dice que un canto suyo relata el final de la historia que se está narrando:

 

Las conocí por esa época [a Eréndira y su abuela], que fue la de más grande esplendor, aunque no había de escudriñar los pormenores de su vida sino muchos años después, cuando Rafael Escalona reveló en una canción el desenlace terrible del drama y me pareció que era bueno para contarlo.

 

Tal vez fue por esta retahíla de guiños maestros que, en 1983, Escalona le compuso un vallenato a García Márquez. Lo tituló “El vallenato nobel” y fue interpretado por los Hermanos Zuleta.

 

Gabo te mando de Estocolmo

un poco de cosas muy lindas

Una mariposa amarilla

y muchos pescaditos de oro

Gabo sabe lo que te agrada

por eso él te manda conmigo

el perfume desconocido

que tiene un olor a guayaba

También te manda

las mariposas amarillas

de Mauricio Babilonia

Le mostré las frases tan lindas

que escribiste en un papelito

pa' que se dé cuenta Gabito

que yo sí tengo quien me escriba

En el nuevo libro de Gabo

dijo que lo iba a publicar

Que yo me parezco a un gitano

y mi corazón a un imán

Sabes que Estocolmo está muy lejos

queda muy cerquita del polo

Allá se camina en el hielo

que un gitano trajo a Macondo

Gabo me ha invitado a su fiesta

y esto es para mí un gran honor

Fui con los Hermanos Zuleta

pa' que el rey oyera acordeón.

 

Es probable que este sea el primer merengue de Escalona que García Márquez no tuvo silbar para dignificar su tristeza: si entonces lo cantaba era porque en esos versos había encontrado una forma de estar feliz.

 

* Este artículo es producto de una colaboración institucional entre la Fundación Gabo y la Fundación Rafael Escalona para conmemorar los 95 años del nacimiento del compositor colombiano.

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