Algunas “infidencias” del escritor colombiano sobre su experiencia como jurado en el Festival Internacional de Cine de Cannes.
Entre el 14 y 26 de mayo de 1982, Gabriel García Márquez formó parte del jurado del XXXV Festival de Cannes. Aunque ya era conocido en todo el mundo como uno de los escritores más destacados de América Latina (ese mismo año ganaría el Premio Nobel de Literatura), la invitación al festival francés fue producto de su trayectoria profesional en el mundo del cine. Hasta esa fecha, García Márquez había escrito los guiones cinematográficos de doce películas e incluso había actuado como portero de un teatro en un filme dirigido por Alberto Isaac, En este pueblo no hay ladrones (1964), cuyo argumento se basaba en un cuento suyo. Además, en 1954, durante sus primeros meses en El Espectador, se había desempeñado como crítico de cine y poco después, a mediados de 1955, había tomado en Italia unas clases de dirección en el Centro Sperimentale di Cinematografia.
Gabo llegó a la Costa Azul para reunirse con los otros nueve miembros del jurado: Geraldin Chaplin, Jean-Jacques Annaud, Suso Cecchi d'Amico, Florian Hopf, Sidney Lumet, Mrinal Sen, Claude Soule, René Thévenet y Giorgio Strehler, este último en calidad de presidente. Su experiencia durante la deliberación de los largometrajes ganadores y sus impresiones del ambiente especial que se sentía en la ciudad de Cannes con el festival fueron descritas en dos artículos que redactó para El Espectador y El País de España: “Jurado en Cannes”, publicado el 26 de mayo de 1982, e “Infidencias de un jurado en Cannes”, que salió el 2 de junio siguiente.
En “Jurado en Cannes” relató el “cambio de tono” de un festival en el que empezaba a perderse el interés en el “star system” -centrado en el culto a los actores- para darles más relevancia a los directores. Mencionó los homenajes a Akira Kurosawa, Billy Wilder, Michelangelo Antonioni, Joseph Losey y Miklos Jancsó. También habló sobre las playas de la ciudad, “tapizadas con una alfombra exquisita de pechugas desnudas”, y sobre la presencia sorpresiva del cineasta turco Yilmaz Guney, quien se había fugado de una cárcel de su país y había aparecido en el festival bajo los proyectores del Palacio de Cine.
El texto “Infidencias de un jurado en Cannes”, como puede intuirse en el título, es el más revelador en torno a las opiniones y juicios de los jurados sobre las películas premiadas. Según contó García Márquez, la deliberación decisiva para otorgar la Palma de Oro y otros premios demoró “nueve horas sin una sola pausa”.
En el Centro Gabo hemos seleccionado algunas de estas reflexiones “secretas” que el novelista colombiano escribió cuando fue jurado en Cannes. Las compartimos contigo:
Esta vez, como tantas otras, la Palma de Oro fue repartida entre dos películas. Nunca me ha gustado esta solución, que siempre parece de compromiso y que en todo caso es intermedia. Creo que una profundización en el juicio de las películas empatadas tiene que conducir sin remedio al hallazgo de valores que harían prevalecer a una sobre la otra. La solución, por supuesto, habría sido resolver la duda mediante una votación. Pero desde el principio nos habíamos impuesto el compromiso de no apelar a ese recurso sino en casos extremos. Más aún: cuando el jurado es de número par, como era nuestro caso, el presidente tiene derecho a resolver los empates electorales con un voto suplementario; pero Giorgio Strehler renunció desde el principio a ese privilegio para sentirse en situación igual al resto del jurado. Esto nos obligó a analizar cada película con argumentos razonados. El director del festival, Robert Favre le Bret, comentó, cuando lo supo, que en 35 años no había visto un jurado que hablara tanto.
Mi candidato para la Palma de Oro sin compartir fue siempre Missing, del griego naturalizado francés Costa Gavras, que revela, a través de un caso particular, toda la tragedia humana del golpe militar de Chile y denuncia la complicidad de grandes funcionarios de Estados Unidos. Me pareció que la única limitación de esta película era su escritura clásica, dentro del ámbito de un concurso donde uno tiene derecho a esperar invenciones renovadoras. La actuación de Jack Lemmon, como había de reconocerlo el veredicto, no sólo parecía la mejor del festival, sino también la mejor de su carrera. Sin embargo, en el curso del debate se fue definiendo con claridad que todos los jurados estaban de acuerdo en que Missingera una de las dos mejores películas, pero no todos pensábamos que fuera bastante buena para obtener sola la Palma de Oro.
La otra película favorita era Yol, del turco Yilmaz Guney, que en noventa minutos de proyección intensa hace sentir en las entrañas cuán terrible es el drama simple de estar vivo en la Turquía de hoy. Al contrario de Missing, que tuvo al servicio de su buena causa la inmensa maquinaria de producción de Hollywood, la película turca había sido escrita y planeada en la cárcel, hasta en sus detalles más ínfimos, por un preso político, y desde allí dirigida por interpuesta persona, hasta el punto de que no parece posible determinar con justicia quién es en última instancia su autor verdadero. Con todas las cosas raras que han ocurrido en la historia del cine, no creo que haya ocurrido antes nada tan raro como esto.
Desde el principio del debate quedó claro que Yolera la película que había impresionado más a fondo a todos los jurados, pero no existía la misma unanimidad en cuanto al premio que se le debía otorgar. Para mí era muy claro que parecía hecha sobre medida para el premio especial del jurado, por una verdad que puede parecer paradójica: aunque es imposible precisar quién es su autor verdadero, la película tiene una respiración personal que es uno de sus encantos mayores. En todo caso, los reglamentos del festival, que Giorgio StrehIer se había aprendido, de memoria como si fuera un guion de teatro, establecen de un modo expreso que la Palma de Oro y el premio especial del jurado no son un premio primero y un premio segundo, sino que son dos premios paralelos del mismo nivel. Con todo, más bien por razones prácticas, la fórmula del ex aequose impuso. Pero sólo en la ceremonia final fuimos conscientes los jurados de que habíamos hecha por la armonía interna del Tercer Mundo algo más que repartir un premio. Habíamos conseguido el milagro de que un griego y un turco se subieran a un escenario para besarse de felicidad ante los ojos del mundo entero.
Mi única duda general sigue siendo que el premio especial del jurado, atribuido a La notte di San Lorenzo, de los hermanos Taviani, y el premio de la mise-en-scene, atribuido a Fitzcarraldo, del alemán Werner Herzog, quedaron en posiciones intercambiadas.
En efecto, desde que vi La notte di San Lorenzome sentí estremecido por su fluidez y deslumbrado por la luz de diamante de la Toscana, pero me quedé al final con la zozobra de no saber a ciencia cierta lo que sus autores admirables me habían querido decir. No estuve solo en ese abismo: otros dos jurados pidieron verla de nuevo. Pero al cabo de un día de reflexión decidí no asistir a la repetición privada, porque mis relaciones con el arte han sido siempre de amor a primera vista, y no recuerdo ninguna obra de ningún género que me haya impresionado más la segunda vez que la primera. En la discusión final, por supuesto, mis reservas no fueron un obstáculo para la unanimidad.
El premio especial del jurado me parecía más adecuado para Fitzcarraldo, no porque fuera mejor o peor, sino porque tiene ese aliento misterioso, indefinible y devastador que permite identificar de inmediato una auténtica obra de arte: la inspiración. Es esa magia oculta lo que le permite a la película alcanzar con el mismo impulso las alturas más sublimes de la locura y los abismos más insondables de la chapucería poética. Esto no lo tenía ninguna otra película del festival, y es un milagro cada vez más raro en las artes contemporáneas. Si Herzog no despuntó en el primer lugar, a mi juicio, fue porque se disolvió en el conformismo de un final a la manera de Rossini, en lugar del apocalipsis wagneriano que todos esperábamos para quedar completos después de tantos desafueros de la imaginación.
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