Cuatro relatos y una novela del escritor colombiano que analizan y desentrañan el fenómeno de la muerte.
En 1995, durante una entrevista para la RTVE con la periodista Ana Cristina Navarro, Gabriel García Márquez comentó que uno de sus mayores placeres sería ver por un pequeño agujero la vida desde la muerte. No obstante, como aquella tarea era tan incierta y exigía la condición de fallecer primero, el escritor colombiano dedicó gran parte de su obra narrativa a observar la muerte desde la vida.
Es así como muchos de sus cuentos y novelas acercan al lector a los rituales y dinámicas de la muerte, en especial la que ocurre en el Caribe. En Cien años de soledad, por ejemplo, se contaba que las personas sufrían dos muertes: la que los separa de los vivos y la muerte definitiva que los desaparece del mundo de los muertos. De modo que los personajes que fallecen en vida siguen envejeciendo y falleciendo después de muertos.
En el Centro Gabo hemos seleccionado cinco historias para abordar la muerte en García Márquez. Las compartimos contigo:
Con un nombre que surge como la versión invertida del título de un poema de Francisco de Quevedo (“Amor constante más allá de la muerte”), este cuento fue escrito en 1970 y publicado en 1972 junto con otros seis cuentos en un libro titulado La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Su historia es la de Onésimo Sánchez, un senador al que le quedan seis meses y once días de vida, y Laura Farina, la hermosa hija de un criminal en el olvidado pueblo desértico Rosal del Virrey. En uno de sus viajes al pueblo por motivo de su campaña política, Onésimo Sánchez queda descrestado por la sensualidad de Laura Farina. Su padre, Nelson Farina, buscando que el senador le otorgue una cédula de identidad falsa, envía a su hija a la habitación del político como pago adelantado por aquel favor.
Así comienza esta relación mediada por la soledad. Acabará con el senador muerto, desprestigiado y encolerizado por la ausencia de Laura Farina.
— Dime una cosa —preguntó entonces—: ¿Qué has oído decir de mí?
— ¿La verdad de verdad?
— La verdad de verdad.
— Bueno —se atrevió Laura Farina—, dicen que usted es peor que los otros, porque es distinto.
El senador no se alteró. Hizo un silencio largo, con los ojos cerrados, y cuando volvió a abrirlos parecía de regreso de sus instintos más recónditos.
— Qué carajo —decidió— dile al cabrón de tu padre que le voy a arreglar su asunto.
— Si quiere yo misma voy por la llave —dijo Laura Farina.
El senador la retuvo.
— Olvídate de la llave —dijo— y duérmete un rato conmigo. Es bueno estar con alguien cuando uno está solo.
Entonces ella lo acostó en su hombro con los ojos fijos en la rosa. El senador la abrazó por la cintura, escondió la cara en su axila de animal de monte y sucumbió al terror. Seis meses y once días después había de morir en esa misma posición, pervertido y repudiado por el escándalo público de Laura Farina, y llorando de la rabia de morirse sin ella.
Se trata de una novela breve publicada en 1981 y en cuyas primeras líneas ya se informa al lector sobre la muerte del protagonista. Es la historia del asesinato de Santiago Nasar a manos de los gemelos Vicario por una supuesta afrenta al honor de su hermana, Ángela Vicario. En el ambiente de la novela siempre está presente la muerte, primero como una premonición y luego como una profecía cumplida. Los puntos de vista de los testigos del homicidio, la autopsia posterior y el recuerdo del muerto en el pueblo integran un relato tan fúnebre como efectivo.
Mis hermanos menores empezaron a salir de los otros cuartos. Los más pequeños, tocados por el soplo de la tragedia, rompieron a llorar. Mi madre no les hizo caso, por una vez en la vida, ni le prestó atención a su esposo.
— Espérate y me visto —le dijo él.
Ella estaba ya en la calle. Mi hermano Jaime, que entonces no tenía más de siete años, era el único que estaba vestido para la escuela.
— Acompáñala tú —ordenó mi padre.
Jaime corrió detrás de ella sin saber qué pasaba ni para dónde iban, y se agarró de su mano. «Iba hablando sola —me dijo Jaime—. Hombres de mala ley, decía en voz muy baja, animales de mierda que no son capaces de hacer nada que no sean desgracias.» No se daba cuenta ni siquiera de que llevaba al niño de la mano. «Debieron pensar que me había vuelto loca —me dijo—. Lo único que recuerdo es que se oía a lo lejos un ruido de mucha gente, como si hubiera vuelto a empezar la fiesta de la boda, y que todo el mundo corría en dirección de la plaza.» Apresuró el paso, con la determinación de que era capaz cuando estaba una vida de por medio, hasta que alguien que corría en sentido contrario se compadeció de su desvarío.
—No se moleste, Luisa Santiaga —le gritó al pasar—. Ya lo mataron.
Publicado en 1962, este cuento relata la historia de María del Rosario Castañeda y Montero, mejor conocida como la Mamá Grande, una matriarca absoluta del reino de Macondo que vivió 92 años y a cuyos funerales asistieron todas las personalidades y símbolos concebibles de la época.
En vida, la Mamá Grande fue propietaria de miles de hectáreas de tierra y dueña de un “patrimonio invisible” que comprendía los colores de la bandera, los derechos del hombre, los discursos trascendentales, el orden jurídico y la moral cristiana. Cuando murió su entierro congregó a muchedumbres, grupos de personas que ejercían los más diversos oficios y a representantes de varias instituciones hegemónicas del Estado y la Iglesia. De modo que podría decirse que a los funerales de la Mamá Grande asistió todo un país personificado a escala en cada uno de los seres que llegaron a Macondo a ver el féretro de su matriarca.
Su hora era llegada. En su cama de lienzo, embadurnada de áloes hasta las orejas, bajo la marquesina de polvorienta espumilla, apenas se adivinaba la vida en la tenue respiración de sus tetas matriarcales. La Mamá Grande, que hasta los cincuenta años rechazó a los más apasionados pretendientes, y que fue dotada por la naturaleza para amamantar ella sola a toda su especie, agonizaba virgen y sin hijos. En el momento de la extremaunción, el padre Antonio Isabel tuvo que pedir ayuda para aplicarle los óleos en la palma de las manos, pues desde el principio de su agonía la Mamá Grande tenía los puños cerrados. De nada valió el concurso de las sobrinas. En el forcejeo, por primera vez en una semana, la moribunda apretó contra su pecho la mano constelada de piedras preciosas, y fijó en las sobrinas su mirada sin color, diciendo: “Salteadoras.” Luego vio al padre Antonio Isabel en indumentaria litúrgica y al monaguillo con los instrumentos sacramentales, y murmuró con una convicción apacible: “Me estoy muriendo.” Entonces se quitó el anillo con el Diamante Mayor y se lo dio a Magdalena, la novicia, a quien correspondía por ser la heredera menor. Aquél era el final de una tradición: Magdalena había renunciado a su herencia en favor de la Iglesia.
Al amanecer, la Mamá Grande pidió que la dejaran a solas con Nicanor para impartir sus últimas instrucciones. Durante media hora, con perfecto dominio de sus facultades, se informó de la marcha de los negocios. Hizo formulaciones especiales sobre el destino de su cadáver, y se ocupó por último de las velaciones. “Tienes que estar con los ojos abiertos”, dijo. “Guarda bajo llave todas las cosas de valor, pues mucha gente no viene a los velorios sino a robar.” Un momento después, a solas con el párroco, hizo una confesión dispendiosa, sincera y detallada, y comulgó más tarde en presencia de los sobrinos. Entonces fue cuando pidió que la sentaran en el mecedor de bejuco para expresar su última voluntad.
Publicado por primera vez en septiembre de 1971, “El último viaje del buque fantasma” cuenta la historia de una persona en un pueblo del Caribe que cada año, durante una madrugada de marzo, ve pasar por la bahía un trasatlántico fantasmal ocupado por gente muerta. Como los habitantes no le creen, este personaje se empeñará en guiar al buque hasta las orillas del pueblo.
Una curiosidad: en una entrevista de marzo de 1981 concedida a la Gaceta de Colcultura, García Márquez afirmó que el nombre del buque fantasma, “halalcsillag”, es una palabra húngara que significa “estrella de la muerte”. El escritor agregó que había escogido ese idioma porque provenía de una región sin mar.
…la noche se hizo densa como si las estrellas se hubieran muerto de repente, y era que el trasatlántico estaba allí con todo su tamaño inconcebible, madre, más grande que cualquier otra cosa grande en el mundo y más oscuro que cualquier otra cosa oscura de la tierra o del agua, trescientas mil toneladas de olor de tiburón pasando tan cerca del bote que él podía ver las costuras del precipicio de acero, sin una sola luz en los infinitos Ojos de buey, sin un suspiro en las máquinas, sin un alma, y llevando consigo su propio ámbito de silencio, su propio cielo vacío, su propio aire muerto, su tiempo parado, su mar errante en el que flotaba un mundo entero de animales ahogados, y de pronto todo aquello desapareció con el lamparazo del faro y por un instante volvió a ser el Caribe diáfano, la noche de marzo, el aire cotidiano de los pelícanos, de modo que él se quedó solo entre las boyas, sin saber qué hacer, preguntándose asombrado si de veras no estaría soñando despierto, no sólo ahora sino también las otras veces, pero apenas acababa de preguntárselo cuando un soplo de misterio fue apagando las boyas desde la primera hasta la última, así que cuando pasó la claridad del faro el trasatlántico volvió a aparecer v ya tenía las brújulas extraviadas, acaso sin saber siquiera en qué lugar de la mar océana se encontraba, buscando a tientas el canal invisible pero en realidad derivando hacia los escollos…
El 25 de julio de 1948 el periódico El Espectador publicó este cuento de García Márquez donde se narra el miedo que siente un hermano de su gemelo muerto. Además de ahondar en los ritos funerarios de la región, esta es una narración bastante surreal donde la célebre temática del doble se convierte en un asunto esencial. Gemelos unidos en vida, también mantienen un vínculo en la muerte.
Durante los días en que su hermano estuvo enfermo no tuvo esta sensación porque el rostro demacrado, transfigurado por la fiebre y el dolor, con la barba crecida, se había diferenciado altamente del suyo.
Pero una vez que estuvo inmóvil, tendido sobre su muerte total se llamó a un barbero para que “arreglara” el cadáver. Él estuvo presente, pegado contra el muro, cuando llegó el hombre vestido de blanco y armado con el limpio instrumental de su profesión… Con la precisión de un maestro cubrió de espuma la barba del muerto (la boca espumosa. Así lo vi antes de morir) y, lentamente, como quien va revelando un secreto tremendo, empezó a rasurarlo. Fue entonces cuando lo asaltó “esa” idea horrible. A medida que, al paso de la navaja, iba surgiendo el rostro pálido y terroso del hermano gemelo, él iba sintiendo que aquel cadáver no era una cosa extraña a él, sino que estaba fabricado de su misma sustancia terrena, que era su propia repetición… Sentía la extraña sensación de que sus parientes habían extraído del espejo la imagen suya, la que él veía reflejada en el cristal cuando se afeitaba. Ahora que esa imagen respondía a cada uno de sus movimientos había tomado independencia. Él la había visto afeitarse otras veces, todas las mañanas. Pero asistía a la dramática experiencia de que otro hombre estuviera quitándole la barba a la imagen de su espejo, prescindiendo de su propia presencia física. Tuvo la certeza, la seguridad de que si en aquel momento se hubiera acercado a un cristal lo habría encontrado en blanco aunque la física no tuviera una explicación exacta para aquel fenómeno. ¡Era la conciencia del desdoblamiento! ¡Su doble era un cadáver!
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