Diseño de Ilustración Julio Villadiego / Fundación Gabo
Lectura

Buscando a Simón Bolívar y a los sembradores de selvas

Entrevista con el escritor, poeta y ensayista colombiano William Ospina.

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Diseño de ilustración Fundación Gabo / Julio Villadiego
Orlando Oliveros Acosta

William Ospina (Padua, 1954) cree que la violencia en Colombia puede acabarse sembrando selvas. En especial si esa siembra la realizan los jóvenes desamparados que han sido arrojados a los brazos de la guerra. Mientras la gente cuide y reproduzca el tupido color verde de la naturaleza, dice su lógica, los fusiles seguirán el mismo destino que en un poema suyo tiene la espada vieja: “una implacable paz la está matando”.

En boca de otro, esta propuesta quizás no sería tomada en serio. Pero cuando es William Ospina quien formula su opinión, muchos colombianos asumen sus palabras con un aire solemne. Después de todo es el poeta que ganó el Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura en 1992 (con El país del viento), el ensayista que ganó el Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa de las Américas en 2003 (con Los nuevos centros de la esfera) y el novelista que ganó el Premio Rómulo Gallegos en 2009 (con El país de la canela). Las personas que leen devotamente sus columnas dominicales en El Espectador lo comparan con esos gimnastas que se cuelgan preseas doradas en salto, viga de equilibrio y barras asimétricas.

“Con William se puede hablar de todo”, dijo Gabriel García Márquez en una ocasión. “En Colombia no había visto un caso igual de un hombre dedicado totalmente a la literatura, pero que además tiene los pies muy bien puestos sobre la tierra”. En 2001, durante la escritura final de sus memorias, Vivir para contarla, Gabo acudió al escritor tolimense para que contrastara algunos datos históricos y rellenara lagunas que empezaban a ensancharse por los estragos iniciales de la demencia. William Ospina recuerda esa época con nostalgia. “Fuimos buenos amigos y conversamos bastante”, me dice, “su amistad fue muy hermosa”.

 

Quienes estuvieron cerca de García Márquez suelen decir que podía aprenderse mucho de él hasta en las conversaciones más triviales. ¿Es eso cierto?

 

Él no era un hombre de largos discursos, ni de grandes disertaciones. Tampoco alguien que diera conferencias. Pero sí era alguien muy ocurrente, inteligente y oportuno en las cosas que decía. Como era buen periodista, siempre estaba enterado de la realidad y sabía qué estaba pasando. Uno oía las noticias por primera vez en boca de García Márquez porque estaba conectado con el mundo. Ese vínculo era un asunto de formación profesional para él. Por eso, cuando recuerdo mis encuentros con él, a menudo recuerdo qué estaba ocurriendo en el mundo.

 

En marzo de 1981, García Márquez publicó “El río de la vida”, una columna sobre la importancia del río Magdalena en su vida de escritor. Allí también confiesa lo preocupado que estaba por el paulatino envenenamiento de las aguas del río y el exterminio de su fauna y flora. ¿Usted comparte esa preocupación?

 

La comparto tan plenamente que en estos momentos se me ocurre que si por alguna razón llega a haber un vapor que vaya y venga por el Magdalena desde Barranquilla hasta Honda, no debería ser solamente para recordar ese viaje memorable de los protagonistas de El amor en los tiempos del cólera, o para recordar esos viajes que García Márquez hacía hasta el centro de Colombia cuando iba a estudiar a Zipaquirá o volvía al refugio de su casa en Sucre, sino para enlazarnos con la preocupación de que ese río de caimanes y de mariposas y de grandes selvas que conoció Gabo en la adolescencia está perdiendo la vida gradualmente. Yo creo que un ‘Vapor Gabo’ debería evocarnos todo lo que el río fue, esa memoria de las aguas que tenemos tan borrada.

 

¿Qué nos hace falta para detener la indiferencia ante la destrucción del medio ambiente?

 

Unas cuantas iniciativas de gran magnitud. El Estado mismo, las empresas y la cooperación internacional deberían reunir a una muchedumbre de cientos de miles de jóvenes que hoy viven sin ingresos en las orillas del peligro de las ciudades  —y que sólo reciben dinero cuando alquilan su fuerza, su audacia y su desamparo a los poderes violentos, a las guerrillas, a los paramilitares, a las bandas criminales y al microtráfico—, para que se conviertan, gracias a una estrategia de ingresos mínima, en los sembradores de selva que tanto necesitamos en estos momentos. Se resolverían dos problemas a la vez: por un lado, nuestra necesidad de aportar a la lucha contra el cambio climático y, por el otro lado, se reduciría considerablemente la inseguridad. Nos ganaríamos a toda una generación de jóvenes desamparados y abandonados para un proyecto de civilización.

 

Usted ha escrito bastante sobre Simón Bolívar. Incluso hizo una biografía, En busca de Bolívar, publicada en el 2010, veintiún años después de El general en su laberinto, la novela de García Márquez sobre los últimos días del Libertador. ¿Qué diferencias hay entre el Bolívar construido por Gabo y el suyo?

  

A mí me parece que Gabo, por razones literarias, hizo énfasis en ese Bolívar de los últimos días: el derrotado, el desengañado, el enfermo, el que va recordando su pasado glorioso pero que ya se siente un poco desterrado del banquete de la vida y que va buscando, al mismo tiempo, el Caribe y la muerte. A mí ese Bolívar me conmueve mucho y por supuesto me inspira una gran reverencia porque es bueno recordar que casi todas las aventuras humanas terminan mal. Es como decía León de Greiff: “Lo malo es que todas estas cosas vienen a dar en un fracaso irremediable”. No obstante, cuando yo recuerdo a Bolívar, me gusta recordar lo otro también: su infancia, su juventud turbulenta, sus luchas políticas, sus fracasos, sus triunfos, su capacidad de aprender de la derrota y de alzarse cada vez más enérgico para recomenzar… Yo veo mucho más el carácter de Bolívar en esa energía indómita con la que se reinventaba a sí mismo y superaba sus derrotas que en ese momento en que la enfermedad y la traición lo arrinconaron y lo destruyeron. Siendo literariamente muy atractiva la figura de Bolívar en su crepúsculo, a mí me sigue deslumbrando Bolívar en su plenitud.

 

¿Qué opina de las versiones de otros escritores donde Bolívar se percibe completamente desmitificado? Por ejemplo, en La carroza de Bolívarde Evelio Rosero, el ‘Libertador’ se representa autoritario, a veces cobarde. Hay quienes sostienen que bien podría ser un precursor de los dictadores latinoamericanos.

 

Todos tienen razón. Creo que la mirada que Evelio Rosero arroja sobre Bolívar es verdadera. Y la mirada que arrojó Ducoudray Holstein. Y también la de Marx. Los tres miran a Bolívar de una manera negativa. Sus miradas son verdaderas, pero parcialmente. Hasta donde conoció Ducoudray Holstein se podría decir de Bolívar las cosas que Ducoudray Holstein dijo. Lo que Marx dice de Bolívar ocurrió realmente —aunque leyó poco sobre Bolívar antes de escribir su artículo—. Sólo que Bolívar fue mucho más que esas anécdotas parciales. Incluso es mucho más que las historias que puede contar Evelio Rosero a partir de experiencias terribles de la guerra de Pasto donde Bolívar se comportó como un bárbaro. Si Bolívar hubiera muerto por una estocada que le arrojó el general José Francisco Bermúdez en 1816 en Güiria, habría pasado a la historia como un prócer menor de la Independencia que había cometido graves errores en su carrera: una relación turbulenta con Francisco de Miranda, el fracaso de la Primera República, la construcción fragmentaria de la Segunda República que se derrumbó catastróficamente, el desastre de la primera expedición que trajeron de Haití financiada por Alexandre Pétion… Si uno detiene la vida de Bolívar ahí, es posible hablar de fracaso, cobardía e irresponsabilidad. Ese Bolívar era capaz de detener a un ejército durante dos días para esperar a Pepita Machado, su novia, y poderse embarcar con ella.

 

Son muchos errores…

 

Si uno mira parcialmente la vida de un ser como Bolívar puede encontrar muchos defectos y muchos errores. Pero si uno mira la historia completa resulta que de la derrota de la Primera República, Bolívar sacó fuerzas de donde no tenía para reinventarse a sí mismo y corregir las cosas que había hecho mal. Él no se fue huyendo como un cobarde, sino que consiguió la manera de volver siendo más feroz. Incluso el hecho de que necesitara a Pepita Machado para sus campañas habla de un ser humano que, siendo como era indispensable, tenía sus propias carencias personales sin las cuales no era nadie. Esanecesidad de desahogarse y desfogarse apasionadamente formaba parte del dibujo de su destino. Marco Antonio también tuvo unas galeras esperando por Cleopatra antes de librar una batalla y eso no disminuyó su estatura histórica. Si uno supera las versiones parciales de Bolívar y ve a un hombre capaz de aprender de sus errores y regresar a sus campañas con más sabiduría, verá sus flaquezas previas como pasos de un aprendizaje que él supo aprovechar para llevar la guerra hasta su desenlace admirable. Fue enfrentando sus debilidades y defectos como logró convertirse en un ser histórico de esa magnitud.

 

En marzo de 1996 terminó un ensayo sobre la transformación política y social de Colombia a través de un gran proyecto de unidad nacional. Aconsejó buscar la “Franja Amarilla”, ya que los colores azul y rojo (representados por conservadores y liberales) habían caído. ¿Cree que ya la encontramos?

 

Creo que la seguimos buscando. Sin embargo, si cada vez más aumentan los que la buscamos constantemente, estaremos muy cerca de encontrarla.

 

Va una pregunta con un poco de ciencia ficción. Si usted tuviera una máquina del tiempo como las que existen en las historias de Ray Bradbury y H.G Wells, ¿cambiaría algo del pasado en la historia colombiana o dejaría todo igual?

 

A veces me he preguntado eso… Quiero aprender precisamente de Bradbury y de Isaac Asimov —que escribió El fin de la eternidad—. Lo que no nos autoriza a cambiar algo del pasado es que creemos modificar una cosa que queremos modificar, pero no sabemos cuántas más modificamos al modificar ésa. El presente que tenemos ya es suficientemente problemático. Al cambiar el lugar en que se encuentra un grano de arena o una lagartija en algún momento del pasado, ignoramos qué consecuencias catastróficas puedan urdirse hacia el futuro, pues todo está tan eslabonado y entrelazado que cambiar una cosa es prácticamente cambiarlo todo. Y no necesariamente para bien. De manera que nos toca resignarnos a lo que fue y tratar de enfrentarnos a lo que es.

 

Entonces, retomando la lección de Bradbury en “El ruido de un trueno”,  ¿dejamos quietas a las mariposas?

 

Sí. Creo que es mejor dejar quieto el pasado aquí y ahora, que es donde todavía se pueden cambiar las cosas.

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