El pasado 25 de mayo, justamente el día en que se cumplieron ocho años de la última vez que vi a Gabito –tal como los presagios a los que su obra nos tiene acostumbrados–, el libro Gabo y Mercedes: una despedida llegó a mis manos.
Al abrir el ejemplar no esperaba demasiado. Tras los más de 60 libros sobre García Márquez que he estudiado en las últimas semanas en función de la investigación sobre la vida y obra del escritor y su relación con el departamento de Sucre (Colombia), sumado a los once años que llevo en el asunto de la Ruta Macondo, creí que a lo sumo podría rasguñar un puñado de datos novedosos…
El impacto fue total. Lejos del anecdotario cliché de los padres famosos, el autor me sorprendió. Me encontré con un ser que conquista lo que todos los escritores perseguimos: su propia voz. Él, además remontando las borrascas propias de ser hijo de su padre y justamente escribiendo sobre él.
Renglón a renglón Rodrigo García –tal cual el Cid campeador al que debe su nombre– nos lleva a escudriñar altisonantes emociones, al ritmo sosegado de su refrescante escritura, llevándonos a parajes que nos transportan a episodios profundamente humanos, consolidando una lectura íntima de esos dos seres que asumimos nuestros por universales, pero que en estas páginas reconocemos como nuestros por ser extraordinarios justamente desde lo real.
Jamás he visto a Rodrigo personalmente, pero puedo augurar la ternura que a veces se le escapa de los ojos en estos renglones donde retrata de manera exacta la gallardía de su hermano Gonzalo: “Por lo menos dos veces al día, cuando llega o sale del hospital, el tumulto de reporteros llama a gritos a mi hermano. Como un caballero de comienzos del siglo XIX, nunca falta a la cortesía y por tanto es físicamente incapaz de ignorar a un ser humano que se dirija a él directamente. Por eso, cuando le preguntan: «Gonzalo, ¿cómo está tu padre hoy?»,se siente obligado a acercarse al grupo y queda atrapado en una improvisada rueda de prensa.” (GARCÍA, 2021, pág. 11)
Aventuro a intuir como ha educado a sus hijas en la independencia de pensamiento, e imagino a su esposa como una mujer de esas que asume la titularidad de su existencia con la fuerza de quien lidera al lado y nunca detrás, el complejo tinglado que implica la vida de un artista, tal cual la Jirafa, la Faraona, El Cocodrilo Sagrado, como llamó Gabo a Mercedes…
“Podía ser quisquillosa y crítica, pero también indulgente, especialmente cuando una persona le confiaba sus problemas. Entonces era solidaria y se ganaba su devoción. Con mi hermano y conmigo fue cariñosa, aunque no tanto físicamente, pero sí profundamente afectuosa en su actitud, y cada vez más con el paso de los años. Sin lugar a dudas, su personalidad compleja ha contribuido a mi fascinación de toda la vida por las mujeres, en particular las multifacéticas, las enigmáticas, y por aquellas a las que llaman, creo que de manera injusta, mujeres difíciles.” (GARCÍA, 2021, pág. 101)
Mercedes Barcha es una leyenda que no ha empezado a escribirse. Apenas comenzamos a obtener datos, dada no solo su categórica reserva, sino la fuerza misma de un carácter enigmático que seducía a la par que causaba estupefacción, porque todo en ella era deliberadamente fauvé, desde su vestuario hasta cada una de sus decisiones. Ordenando a la familia no llorar en los funerales del padre en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México o atendiendo a los amigos con una lúcida elocuencia o sobreponiéndose a un cáncer, su personaje aparece en estas páginas en esa dimensión que asombrando a su marido durante toda la vida hoy nos asombra a todos.
Un ser con el que tuve la fortuna de tener un par de encuentros que le dieron no solo mi más honesta admiración, sino mi gratitud, porque su generosidad es de esas que no están como moneda de cambio de cualquier baratija, sino guiadas por la bandera máxima de la convicción que en ella era el más férreo de los estandartes. Elegante y moderada, nadie quería caer en el pozo sin retorno de sus listas negras.
“A pesar de su tristeza y seguramente de su agotamiento, es gentil y paciente. Solamente juzga con dureza a uno o dos después que salen, con algo de amargura y humor mordaz. No perdona a quienes dejaron de llamar después de que mi padre perdiera sus facultades, ni siquiera para saludarla. Esa lista negra es corta, pero si estás en ella, buena suerte.” (GARCÍA, 2021, pág. 83)
Patíbulo de destierros afectivos que contrastaba con su liderazgo vital y diligente cotidianidad, esa historia que nació siendo literatura, antes de serlo, en aquel Sucre- Sucre de la infancia, que no sabía que era testigo de una historia de amor de globales dimensiones.
“Se conocieron como vecinos y, cuando él tenía catorce años y ella diez, él le pidió en broma que se casaran y ella corrió a casa llorando. El día de su boda, cincuenta y siete años y veintiocho días antes de este momento, pero a la misma hora, ella no se vistió hasta que supo que él estaba afuera de la iglesia, de modo que no había posibilidad de que la dejaran en el altar vestida de novia.” (GARCÍA, 2021, pág. 56)
Conmovedor episodio no solo por la dimensión de los protagonistas si no por la lúcida transparencia que lograr inocular su hijo a cada párrafo, dejando de ser el hijo de Gabo y Mercedes, para ser Rodrigo García, un escritor del que me encantaría leer muchas otras historias.
Nunca he visto una película de este director, pero lo haré solo bajo la esperanza de poder encontrar, aunque fuese esquirlas de esta estética infidente que me mete en la sala de su casa en la Calle del Fuego y me deja ahí para contemplar a la luz de su pícara mirada eso que ya es histórico: “Más tarde esa mañana, aparece un pájaro muerto dentro de la casa. Hace unos años, se cubrió lo que antes era una terraza para hacer un comedor y sala con vista al jardín. Las paredes son de vidrio, así que se presume que el ave entró volando, se desorientó, se estrelló contra el vidrio y cayó muerta en el sofá, más precisamente en el sitio donde mi padre suele sentarse. Su secretaria me informa que los empleados de la casa se han dividido en dos bandos: los que piensan que es un mal augurio y quieren arrojar al pájaro a la basura, y aquellos que piensan que es un buen presagio y quieren enterrarlo entre las flores. Los basuristas han tomado la delantera y el pájaro ya está en una caneca fuera de la cocina. Después de más debates lo dejan en un rincón del jardín, sobre la tierra por ahora, mientras se decide su destino final.” (GARCÍA, 2021, pág. 53)
Rodrigo García es de vez en cuando un hincha enardecido de alguna debacle deportiva, también se esconde en sus bromas cuando está nervioso y hace ejercicios diarios para decir abiertamente lo que realmente siente, se reta intelectualmente a cada momento, sobre todo cuando estudia su reflejo en el espejo: no como el narciso, sino como el científico en busca del tiempo que ha pasado y el que vendrá.
Juicios que son posibles no como una aventura entrometida de la razón, si no alimentados por las pistas dejadas en este libro; emergidas tal cual lava del alma, decantada, trabajada y perfeccionada bajo el rigor estético de los artistas obstinados.
No hay atisbo de melosos excesos, ni atribuciones delirantes, por el contrario, Rodrigo no tiene reparo en mostrar esos “pies de barro” que al igual que todos, Gabo y Mercedes también tenían, ni esas dolencias sobre las que tanto se especuló y que aquí comparte con la ternura dura de los “Rodrigos”, hijos de los genios colombianos –y lo digo porque no conozco al García pero si adoré al Obregón–.
“Unos meses antes una amiga me pregunta cómo le va a mi padre con la pérdida de la memoria. Le digo que vive estrictamente en el presente, sin la carga del pasado, libre de expectativas sobre el futuro. Los pronósticos basados en la experiencia previa, considerados de significancia evolutiva, así como uno de los orígenes de la narración, ya no juegan un papel en su vida.
– Entonces, no sabe que es mortal -concluye-. Qué suerte tiene.” (GARCÍA, 2021, págs. 16, 17)
Un coloquio con el universo de los lectores de su padre, cuya calidez y calidad estética lo convierte en un delicioso trasegar tan dulce como distante, en un contrapunto musical contemporáneo que espero –y reitero–sea el augurio de muchas páginas más, porque le ha cumplido a su padre en este reto “ha hecho lo que le ha dado la gana” y a su madre, porque “chueco” tampoco ha sido y a su nombre porque aún frente a los múltiples obstáculos la gesta ha sido halagadora. Una muestra de que cuando el origen de lo que se escribe es obra no del ego sino del corazón y se tiene como cómplice al talento y la disciplina, se llega a la playa de la ópera prima lejos de la sombra de los que anteceden con la mirada a los mares de la propia realización, por eso, hoy no temo decir: Rodrigo García: el campeador.
©Fundación Gabo 2024 - Todos los derechos reservados.