Entrevista con el escritor colombiano Pablo Montoya.
Cuando tenía catorce años de edad, Wolfgang Amadeus Mozart viajó a Roma con su padre para escuchar el Miserere de Allegri durante la Semana Santa de 1770. La interpretación, como era costumbre, tuvo lugar en la Capilla Sixtina. Allí entró el joven Mozart un Jueves Santo y su emoción fue tal que transcribió de memoria cada nota de aquella obra de nueve voces. Se dice que no cometió ningún error y, si lo hizo, tuvo tiempo para corregirlo el Viernes Santo, cuando pudo escuchar el Miserere por segunda vez. Ese día, a las afueras de la Capilla Sixtina, se encontró con una orquesta de porros que había llegado a Italia desde tierras muy lejanas. Tocaban una música que jamás se había oído en Europa. Entre la cadencia de los clarinetes y el estampido de los bombardinos, Mozart y su padre se sumaron al grupo. Terminaron en alguna taberna de Roma, en donde el futuro icono de la música clásica descubrió que la orquesta provenía de San Pelayo, Colombia. Al final, después de un enriquecedor intercambio de influencias, Mozart compuso una pieza corta en honor a sus nuevos colegas. La obra regresó a Colombia, pero acabó perdiéndose con el transcurso de las décadas. Sin embargo, a pesar del tiempo y la distancia, hay personas que aún comentan que durante el Festival del Porro de San Pelayo todavía se escuchan fragmentos mozartianos en algunas fiestas.
La historia la escribió Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963) hace muchos años como parte de “Pequeña suite”, un relato inspirado en el compositor cartagenero Adolfo Mejía que integró el libro La Sinfónica y otros cuentos musicales. El anacronismo de la narración remite a otros autores latinoamericanos como Carpentier y García Márquez. Este último, por ejemplo, situó la llegada de las tres carabelas de Cristóbal Colón en la época y el país del dictador de El otoño del patriarca (novela que, por cierto, se asemeja a una composición para piano de Béla Bartók según sostienen varios académicos). No obstante, una cosa es la herencia literaria y otra muy distinta la imitación. Por eso Pablo Montoya no permite que le digan que lo suyo es un remedo de una literatura anterior. Para él es imposible vivir en la zona de confort de los copiones. Prefiere el sol difícil de su propio camino antes de dormir cómodamente en la sombra de otros escritores. Una sombra como la de Gabo, un Papá Grande al que no desea seguirle los pasos.
Esa voluntad por diferenciarse, sin duda exitosa en lo literario, parece perdida en el ámbito biográfico. Al igual que García Márquez, Montoya es uno de los once hijos de su madre. Ambos escritores abandonaron sus estudios universitarios en el cuarto semestre (Gabo Derecho, Montoya Medicina) y viajaron a Francia buscando consolidar el oficio de narradores. Pablo Montoya vivió en París entre 1993 y 2002; había obtenido su grado de filósofo en una carrera a distancia de la Universidad Santo Tomás de Aquino y aspiraba a un doctorado en Literatura de la Universidad de la Sorbona. Durante un tiempo sobrevivió tocando la flauta transversa en tabernas, calles y dentro del metro. También eso lo compartió con Gabo: pobre en París, el entonces autor de La hojarasca consiguió en el club L’Escale un empleo como cantante de rancheras mexicanas donde le pagaban el equivalente a un dólar por noche.
Sus vidas, igualadas por la necesidad, se siguen pareciendo en la gloria. En 1972, a García Márquez le fue concedido el Premio Rómulo Gallegos por Cien años de soledad. La novela narra una conocida masacre: la de las Bananeras. Cuarenta y tres años después, en el 2015, Pablo Montoya ganó el mismo premio por su novela Tríptico de la infamia cuyas páginas recrean la masacre de San Bartolomé.
Este tipo de coincidencias no preocupan a Montoya porque sabe que la verdadera pelea está en la escritura. Con trabajos como Música de pájaros y Novela histórica en Colombia (1988-2008) se ha convertido en el ensayista que Gabo nunca pudo ser. “Los escritores que permanecen en la onda garciamarquiana serán borrados con rapidez”, dice. Es la frase de quien batalla contra el patriarca de un país de letras. Pero esta no es una guerra ingrata y cruel equiparada a las de carne y plomo, sino todo lo contrario: se trata de un conflicto donde triunfa aquel que es capaz de abrirse paso en su propia senda sin dejar de reconocer las virtudes del otro. “García Márquez es un gran papá de la literatura que hay que cuestionar siempre”, insiste Montoya, “precisamente porque es un narrador extraordinario, un escritor de verdad”.
Gabriel García Márquez hizo parte de unos escritores en Colombia y América Latina que renovaron el panorama de la literatura de una manera asombrosa y original. Esa renovación, me parece, vino un poco de la forma en la que estos narradores –entre ellos Cepeda Samudio, Rulfo, Onetti y Vargas Llosa– leyeron la tradición literaria norteamericana y europea. Es decir, García Márquez fue un lector de William Faulkner y al mismo tiempo un lector de Albert Camus, un lector de Ernest Hemingway y de Virginia Woolf… A partir de esas lecturas logró oxigenar la literatura del continente, especialmente la colombiana. Sin estos precedentes le hubiera sido imposible darle un giro a la literatura de entonces concentrada en la temática bipartidista de corte sociológico, denunciador y costumbrista.
La suerte también. Es curioso advertir cómo cuando estos autores comienzan a renovar la literatura latinoamericana, el momento coincide con el interés editorial que despiertan en los españoles. El Boom es una coincidencia de unos escritores muy talentosos y, en cierta medida, originales –lo digo así porque no creo en la originalidad completa de la literatura– con la repentina demanda de libros latinoamericanos por parte del mercado español. Esto hizo que novelistas como García Márquez, Carlos Fuentes o Julio Cortázar se volvieran personajes célebres, además de buenos escritores. Ellos rescataron viejas tradiciones literarias con sus nuevas voces pero también se convirtieron en fenómenos comerciales. Todo eso, talento y mercado, nos ha llevado a esto que vivimos hoy: una mercadotecnia descomunal de la literatura. García Márquez, por ejemplo, era un escritor oculto y periférico que regalaba sus primeros libros. Lo imagino con un carrito en México repartiendo sus ediciones de El coronel no tiene quien le escriba y Los funerales de la Mamá Grande. Luego, de pronto, ocurre aquel estallido desmesurado que lo vuelve un escritor taquillero. Él es el modelo perfecto para entender que el Boom fue una mezcla de gran literatura y de narrativas muy bien construidas con un alboroto comercial impresionante.
Yo comencé a leer a García Márquez finalizando la década de los setenta. Recuerdo que el primer libro que leí de él fue El coronel no tiene quien le escriba y después, a principios de los ochenta, leí Crónica de una muerte anunciada. Este último lo leí por mi papá, que era médico, y a quien los laboratorios le regalaban libros de García Márquez porque estaban asociados con la editorial Oveja Negra. Yo quedé muy impactado con la historia del asesinato de Santiago Nasar. Eso fue por la época en que le dieron el Premio Nobel a García Márquez. En mi camino de escritor, García Márquez fue una lectura obligatoria. Él y todos los escritores latinoamericanos destacados de aquel tiempo. O sea, lo escritores del Boom y los que lo precedieron: Borges, Carpentier, Rulfo, incluso Miguel Ángel Asturias, a quien García Márquez no quería mucho. Mi generación leyó a García Márquez por necesidad, porque era el gran escritor del momento. Todavía hoy creo que sigue siendo uno de los dos grandes escritores que ha tenido Colombia.
Tomás Carrasquilla. Ambos son escritores que tienen dos universos literarios contundentes. Al menos entre los autores muertos, hay que ver qué pasará con los que aún estamos vivos… Este juicio no demerita novelas como La vorágine, de José Eustasio Rivera, que me parece fantástica. María, de Jorge Isaacs, también es muy buena. García Márquez la admiraba bastante; él decía que todo aquel que quisiera aprender a escribir diálogos en una novela debería leer a Isaacs.
Sí, claro. Hace como dos años releí María porque me pidieron un prólogo para unos clásicos de la literatura colombiana. Era como la quinta vez que la leía y me había prometido no volver a llorar [risas]. Muchos años atrás, en mi adolescencia, había hecho una lectura sentimental, pero esa vez le hice un análisis de escritor. Me di cuenta de que es una novela bien lograda desde todo punto de vista, siendo la técnica narrativa el mejor de esos logros, que es a lo que se refiere García Márquez.
En mis primeras lecturas de García Márquez durante el bachillerato yo quedé deslumbrado. Pero después, cuando tenía metido en la cabeza que quería ser escritor, rápidamente descubrí que ese mundo de García Márquez y ese “realismo mágico” no eran mis caminos. No tenía muy claro por qué lo concluí, pero con el tiempo se me hizo evidente: meterse bajo la sombra de García Márquez era una manera de detenerse en el desarrollo de la literatura latinoamericana. Yo creo que García Márquez crea un mundo y lo cierra. El ciclo maravilloso de Macondo empieza en los cuentos de Ojos de perro azul y termina con los relatos de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. El mismo autor destruye a su pueblo en Cien años de soledad como diciendo ¡ya basta!
Esos escritores que permanecieron en la misma onda garciamarquiana han sido borrados con rapidez. Es el destino de los epígonos. Bueno, hay unos epígonos de García Márquez que son muy comerciales y triunfan mucho; el más representativo es la chilena Isabel Allende. Aquí en Colombia también los ha habido. Recuerdo a un escritor que terminó un poco esfumado del panorama por tomar ese camino macondiano, un escritor que sin duda alguna es muy talentoso, pero que decidió mal. Se trata de Marco Tulio Aguilera Garramuño. Él escribió una novela titulada Breve historia de todas las cosas, que es como un Macondo II. En su momento, hubo gente que dijo que ese libro era incluso mejor que el de García Márquez.
Hay que comprender que García Márquez marcó un hito, pero que con él no acabó la literatura colombiana. En la historia también estamos nosotros, los que siguen y los que vendrán. En mi caso, volver al mundo garciamarquiano no era lo que yo necesitaba. Eso lo entendí rápido. A partir de ahí, lo que empecé a aprender de García Márquez fue el asunto particular de la lengua. Él era un gran cultor de la lengua, un maestro de la palabra. Eso se ve en Cien años de soledad y, sobre todo, en El otoño del patriarca. El gran problema consiste en no saber desprenderse de la herencia garciamarquiana. Y con esto no critico el legado de García Márquez. A García Márquez hay que agradecerle el camino que nos abrió hacia la profesionalización de la literatura y hacia las editoriales. Hay un mundo editorial que crece en Colombia gracias a él. Después de sus novelas, la literatura se volvió un oficio serio y responsable en este país.
Es una cuestión completamente simbólica. No hay que matar a García Márquez físicamente ni quemar sus libros, como hacen ciertos bandidos de la política colombiana. García Márquez es un gran papá de la literatura que hay que cuestionar siempre, precisamente porque es un narrador extraordinario, un escritor de verdad.
Yo polemizo con el García Márquez político. Durante muchos años tuve en mi escritorio la famosa carta de García Márquez a López Michelsen donde rechazaba un puesto diplomático que el presidente le había ofrecido. En esa carta decía que él no estaba con el poder político, que primero era su obra literaria y su capacidad de ser independiente. Sin embargo, García Márquez después da un viraje, que es cuando escribe Noticia de un secuestro. A mi modo de ver, no debió haber escrito ese libro horrible. Es un libro que lo muestra como un hombre del poder, sobre todo del poder político bogotano. En ese aspecto tengo mis divergencias con él.
Medellín. Una ciudad arribista y pretensiosa que le ha vendido muchas veces el alma al diablo. Esta vez lo hizo con los paramilitares y los narcos. Es una ciudad con desapariciones y numerosos asesinatos. Si la sueño como una novela, por momentos siento que la realidad me sobrepasa. Frente a eso, pienso mucho en García Márquez, en especial el de Cien años de soledad. ¿Cómo logró asimilar literariamente la historia de Colombia durante todo el siglo XIX y buena parte del XX? ¿Cómo logró concentrar toda la problemática de América Latina en Macondo y en los Buendía? Eso solamente lo hace un genio. Así que ahora que quiero escribir sobre la terrible Medellín, le pido a García Márquez que me ilumine [risas].
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